Balance de la pastilla

Fetiches ordinarios

Pastillas
PastillasFuente: publicdomainpictures.net
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Todo cambia después de que tomamos la pastilla. Ya con un pie en ese interregno incierto que nos promete alivio, tanteamos la firmeza de un suelo que se antoja todavía fangoso y cuesta arriba; como sea, ya no hay más vuelta atrás: el comprimido desciende por el esófago y no queda otro remedio que adelantar el pie para internarnos por esa senda que acaso nos conduzca a la salud.

Quizá el mismo compás de espera, ese paréntesis de distensión y escucha del cuerpo, sea ya parte del proceso terapéutico: la buena disposición que nos contagia el viaje de la pastilla por el tracto digestivo, la confianza creciente en su poder, su peso imponderable que la hace participar del milagro, todo contribuye a que surta efecto incluso antes de que la sustancia activa llegue al torrente sanguíneo. No sé si la sombra de su sabor sea lo que desencadene la respuesta benéfica; tal vez tenga que ver con la señal perceptiva de que la ciencia médica se posó por unos segundos sobre la lengua bajo la forma de un dulce blanco, con todas sus comprobaciones estrictas y sus estándares de laboratorio condensados en esa pasta anodina. Tal vez esté relacionada con la atención pormenorizada a los signos del cuerpo, con el sistema nervioso convertido en un estetoscopio que se ausculta a sí mismo en busca del menor indicio de mejoría.

EN ESE LAPSO aún de malestar pero cargado de expectativa en el que todo puede suceder (incluso las reacciones adversas y el agravamiento súbito), nos abandonamos a los brazos de la droga mientras alzamos nuestras plegarias hacia donde quizá nunca lo habríamos imaginado: al cielo borrascoso de la industria farmacéutica, a las grandes corporaciones de la síntesis química; y tan grande puede ser nuestra desesperación, tan agudo el dolor que nos aqueja, que imploramos que a cambio del precio desorbitado nos recompensen al menos con las mieles del efecto placebo.

Hubo un tiempo en que los medicamentos no se habían materializado en forma de pastilla y se suministraban en forma de tónicos, menjurjes, pócimas o tés. El vehículo para introducirlos al cuerpo no era tan compacto y aerodinámico, ni presentaba  esa forma aséptica y concisa que nos hace creer en la estandarización de los venenos. Por lo que se sabe, el invento de la pastilla tuvo que ver en parte con la gula y el azúcar. Si Giacomo Casanova mandó fabricar dulces aromáticos elaborados con el pelo pulverizado de su amada, con el fin estrafalario pero nunca desmentido de curarse del mal de amores, no es de extrañar que para el trago amargo de los medicamentos se haya adoptado un sucedáneo de los caramelos. Los niños toleran mejor los jarabes cuando están saturados de azúcar, y si bien los esfuerzos por hacer pasar una medicina como auténtica cereza del pastel parezcan poco satisfactorios o torpes, no faltan los adultos que se llevan a la boca puñados de analgésicos multicolores como si se tratara de golosinas.

Nadie puede anticipar de qué manera reaccionará el cuerpo tras tomar una píldora. A pesar de la baja probabilidad de choque anafiláctico, la lista de sus efectos secundarios suele ser más abultada que la de nuestros síntomas más fantasiosos. Se acepta que si nos produce cefalea, urticaria, visión borrosa o falta de coordinación motriz será a cambio de nuestro bienestar a largo plazo, de modo que apuramos el trago y nos reclinamos a esperar, a veces con la duda de si no era mejor la opción de la cápsula azul de las terapias alternativas. Tal vez ésta, que ya debe haber llegado al estómago, de color rojo intenso, no nos transporte al país de las maravillas ni nos ponga tras la pista de ningún conejo blanco, pero en medio de los sudores y retortijones de la enfermedad, recuperar el equilibrio del cuerpo puede significar un viaje tan decisivo y transformador como una excursión a los paraísos artificiales o tras las bambalinas de la Matrix.

Se acepta que si nos produce cefalea, urticaria, visión borrosa o falta de coordinación será a cambio de nuestro bienestar a largo plazo

EL SECRETO de una pastilla está en su capacidad de almacenamiento. En esa gragea del tamaño de una almendra está subsumida toda la historia de la medicina occidental, todo el conocimiento acumulado sobre las ventajas y riesgos de las sustancias, tanto naturales como sintéticas; todos los protocolos sobre su grado de toxicidad y las dosis recomendables. Lo único que nos corresponde es llevárnosla a la boca tal como indica la receta. En esa sencillez está también la raíz de su posible engaño: en creer que un pequeño comprimido de principios activos y excipiente cbp puede poner fin no sólo a una noche de excesos, sino a toda una vida de malos hábitos. Por más eficaz que sea la pastilla, por más que sus efectos curativos hayan pasado pruebas rigurosas, con qué facilidad caemos en el despropósito de exigirle que tienda la cama y arregle los cuartos, que revuelva el café y traiga a nuestra madre, fresca, a esta tarde de agosto, como en aquel poema memorable de Fabián Casas alrededor de la aspirina.

Encapsulado su prodigio para la liberación prolongada, apisonada su magia bajo una capa entérica, el comprimido nos hace creer que todo es tan sencillo como tragarlo, que bastan unos minutos para darle la vuelta a la hoja de la enfermedad, que una sola dosis nos dejará listos para lo que sigue. No sólo buscamos alivio en su terapia de bolsillo, sino que lo queremos ya, de inmediato, como si se tratara de un interruptor. Y así para cada desequilibro y cada malestar, para cada deficiencia o problema. No estamos lejos del sueño de convertirnos en los titiriteros de nuestro cuerpo, amos y señores de todos sus hilos bioquímicos: una pastilla verde para conciliar el sueño, otra amarilla para despertar, una rosa para tener apetito, otra azul para la digestión, una anaranjada para recuperar las ganas de vivir... Si en las medicinas tradicionales la ceremonia de tomar el brebaje curativo se acompaña de rituales, sahumerios y conjuros, las farmacéuticas se han empeñado en borrar esas rebabas supersticiosas de la superficie de la cápsula, con la idea apenas disimulada de reintegrarnos a la brevedad al proceso productivo. Al paso que vamos, la recomendación tradicional de guardar reposo corre el riesgo de desecharse como una superchería chamánica.

ASÍ COMO ESPERAMOS con ansia que la pastilla surta efecto, todo el planeta espera que llegue la vacuna contra el virus, que salga a la venta un medicamento capaz de reducir sus estragos a un mero resfriado. Qué importa la destrucción del hábitat de miles de animales salvajes y su consumo como manjares exóticos; qué más da el hacinamiento en las granjas industriales, convertidas en laboratorios de enfermedades emergentes; por qué tanta alharaca con la dieta alta en grasa, sodio y azúcar, con los festines cotidianos de frituras y refrescos, si contamos con la pastilla que vendrá.