Crecer con Pinochet

Crecer con Pinochet
Por:
  • Federico

De Canto a su amor desaparecido, de Raúl Zurita, a Estrella distante, seguramente la mejor novela de Roberto Bolaño, parecería que ya todo estaba escrito, desde el punto de vista literario, sobre el golpe de Estado de Augusto Pinochet y su secuela de dictadura, tortura y desapariciones. Y lo estaba. Llega un punto en el que publicar más novelas con historias desgarradoras de desaparecidos —con militares malignos, jóvenes soñadores y periodistas o abogados valientes— acaba siendo simplemente la práctica de un subgénero literario con su pequeño pero fiel nicho de mercado: aquél que con la lectura confirma su cada vez más abstracto compromiso de izquierda, su sensibilidad artística muchas veces ligada a una temática particular y, sobre todo, sus buenos sentimientos (cómo no conmoverse ante tamaña traición y atrocidad).

No obstante, siempre queda una opción que, por su naturaleza, no ha sido aún escrita: la de la experiencia personal dentro del acontecimiento histórico. Esto no quiere decir, de ninguna manera, que quien escriba haya sido un testigo privilegiado —alguien que pasaba por ahí durante los diez días que estremecieron al mundo— o que, con falsa humildad, pretenda, generalmente mediante la crónica, darle la voz a los otros y mostrar lo que vio, dando por hecho que sabe ver y que vio mucho. No. La versión que faltaba por contar es la de quienes no vieron nada; la de quienes no habían nacido o eran niños de pecho cuando sucedió uno de los espectáculos que de vez en vez ofrece la historia, casi siempre tan monótona, comedida e indolente. Y por si fuera poca la impuntualidad que implica, para un chileno, haber nacido después del fatídico 11 de septiembre de 1973 (una de las cuatro o cinco fechas más simbólicas del siglo XX latinoamericano), en muchos casos la versión que faltaba por contar era la de quienes crecieron durante la dictadura sin enterarse de que crecían durante la dictadura. Es decir, no la versión de aquellos a quienes les tocó ser hijos de exiliados melancólicos, de militares torturadores o de guerrilleros más o menos en activo, sino la de los hijos de quienes hacen, padecen, resisten, ignoran o contradicen la historia y que, a falta de una palabra particular para designar tal generalidad de personajes ni siquiera secundarios, algo populista y muy cuestionablemente podrían denominarse

la gente.

Sobre esta situación, a final de cuentas extraña de tan normal y problemática en su absoluta falta de épica, se construye Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra (1975), cuyo narrador confiesa:

En cuanto a Pinochet, para mí era un personaje de la televisión que conducía un programa sin horario fijo, y lo odiaba por eso, por las aburridas cadenas nacionales que interrumpían la programación en las mejores partes. Tiempo después lo odié por hijo de puta, por asesino, pero entonces lo odiaba solamente por esos intempestivos shows que mi papá miraba sin decir palabra, sin regalar más gestos que una piteada más intensa al cigarro que llevaba siempre cosido a la boca.

Ya adulto, el narrador de la novela intenta cuadrar la historia de su país con la de su infancia, pero ambos relatos parecen ser dos piezas de rompecabezas que, por más que uno lo intente, simplemente no embonan. Y ése es el novedoso conflicto que analiza obsesivamente la novela: el de las vidas que, al menos en apariencia, no encajan de ninguna forma con la historia. Es fácil contar un cuento en el que queda claro desde el principio quiénes son los buenos y quiénes son los malos y ambos representan su papel; el cuento en el que se regodean, repetitivamente, muchas novelas sobre las dictaduras sudamericanas, y que Zambra, ajeno a él, elude con sinceridad.

Por supuesto, a veces surge la culpa por haber tenido una infancia más o menos feliz o normal en un periodo aciago, y también surge el reproche a los padres por no haber tomado partido por ningún bando, lo que en los hechos, claro está, significó aceptar sin más la dictadura, aunque quién sabe si otra opción era ya no se diga viable, sino posible. Y, con todo, el narrador deja claro que su intención no es la de saldar cuentas, ni siquiera la de explicarse nada, sino simplemente recuperar un tiempo que él cada vez comprende menos, y en el que ya no sabe qué pasó ni qué imaginó, en caso de que sea posible separar ambas acciones:

No sé muy bien por dónde avanzar. No quiero hablar de inocencia ni de culpa; quiero nada más que iluminar algunos rincones, los rincones donde estábamos. Pero no estoy seguro de hacerlo bien. Me siento demasiado cerca de lo que cuento. He abusado de algunos

recuerdos, he saqueado la memoria, y también, en cierto modo, he inventado demasiado.

A pesar de haber “saqueado la memoria” e “inventado demasiado”, el extrañamiento continúa:

Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón. Mientras el país se caía a pedazos, nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en forma de barcos, de aviones. Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer.

"Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón. Mientras el país se caía a pedazos, nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en forma de barcos, de aviones".

ESTE CANDOR INFANTIL, algo macabro visto a la distancia, también se encuentra en La dimensión desconocida, de Nona Fernández (1971), novela diferentísima a la de Zambra, y con la que sin embargo comparte el azoro por haber tenido una vida normal en tiempos excepcionalmente oscuros.

Si Formas de volver a casa cuenta la relación de Claudia, otra hija de la dictadura, con el narrador, en lo que acaba siendo quizás una historia de amor, La dimensión desconocida se

centra en Andrés Antonio Valenzuela Morales, un torturador arrepentido cuyas confesiones son claves para mostrar la verdadera cara de la dictadura, en una primera instancia, y, después, para lograr enjuiciar a algunos militares y para encontrar decenas de cuerpos de desaparecidos. Pero este torturador arrepentido, por fascinante que sea su figura y por más que sirva de sostén argumental y estructural de la novela, acaba siendo una excusa para que Nona Fernández reflexione sobre lo que en verdad le interesa: su relación con la dictadura. Y es ahí cuando dialoga con Zambra, al sorprenderse como otra participante de una obra terrorífica sin haberse dado cuenta de que la estaba representando.

Mientras miles de presos políticos eran torturados y desaparecidos en Chile, la autora iba a la escuela, comía leche condensada (esa misma leche condensada con la que los personajes de Machuca, película que también ofrece un acercamiento íntimo a la dictadura, se dan los besos más dulces en la historia del cine chileno) y mataba las tardes viendo series de televisión, en concreto La dimensión desconocida, que siempre empezaba con la misma leyenda, aún famosa:

Abramos esta puerta con la llave de la imaginación. Tras ella encontraremos una dimensión distinta. Están ustedes entrando a un secreto mundo de sueños e ideas. Están entrando en la dimensión desconocida.

La niña que en ese entonces era Nona Fernández nunca sospechó que había mucho más cerca de lo que imaginaba una dimensión desconocida, siniestra, más o menos secreta, que no dejaba escapar a quienes entraban en ella. Ya adulta, la dictadura sigue siendo una realidad paralela a la vida de la narradora/protagonista, a la que se asoma cada vez que escucha un testimonio o se enfrenta de nueva cuenta con las imágenes y las palabras de esos no tan lejanos años. Pero el paralelismo entre la serie de televisión y la dictadura no acaba allí, pues se enfatiza también que Pinochet, igual que para Zambra y seguramente para cualquier chileno nacido en los setenta, fue parte de una educación sentimental; además de un golpista y un torturador, una figura pop que aparecía en la televisión en medio de las caricaturas y deseaba Feliz Navidad todos los años, lo que lejos de naturalizarlo lo vuelve aún más perverso.

La novela cuenta algunos de los operativos en los que participó Andrés Antonio Valenzuela Morales, “el hombre que torturaba”, que consistían, en pocas palabras, en atormentar y desaparecer sospechosos (todos los chilenos lo eran, incluso, en algún punto, los mismos torturadores). Uno de estos asesinatos tuvo lugar en un centro de detención localizado a pocas cuadras de la casa donde la autora vivía de niña. Cuando lo visita de adulta, ya convertido en un centro de la memoria, se sorprende, por ejemplo, de que una sala de torturas tuviera los mismos mosaicos en el piso que su propia cocina, lo que deja cruelmente patente que, además de un tiempo, Fernández compartió con la dictadura el mismo escenario y los mismos decorados, otra vez sin enterarse de nada. En ese centro, concretamente, los militares asesinaron a Carlos Contreras Maluje, un miembro del Partido Comunista, mientras Nona Fernández niña hacía su vida de todos los días:

Probablemente ese día, mientras almorzábamos y comíamos la cazuela o el guiso que mi abuela había preparado, Carlos Contreras Maluje soportaba combos y patadas en ese calabozo de la calle Dieciocho, a unas cuadras de mi vieja casa. Probablemente mientras nos servíamos jalea y la bañábamos de leche condensada, como tanto nos gustaba hacer para el postre, Carlos Contreras Maluje enviaba mensajes mentales a los suyos para que alguien fuera a rescatarlo a ese planeta pequeño y solitario en el que había caído. Ese lugar en el que se encontraba adolorido y asustado, sin una nave que pudiera devolverlo a su casa allá en la farmacia Maluje de Concepción.

Los puntos de cruce entre Zambra y Fernández no acaban allí; incluso, sus personajes coinciden en un acto inesperado pero fuertemente simbólico: tanto Claudia —la mujer con la que el protagonista de Formas de volver a casa vive un romance— como Nona Fernández acuden durante su infancia a ver a Chespirito en el Estadio Nacional de Chile —el mayor centro de detención después del golpe de Estado, pues las cárceles militares eran insuficientes—, sin tener idea de lo grotesco y patético de la situación.

Pero si el disparador de ambas novelas es el mismo, y ambas regresan con recurrencia a la infancia, cada una toma su propio camino narrativo y estilístico. La de Zambra está escrita en el minimalismo lírico que ha dominado una parte considerable de la narrativa latinoamericana del presente siglo, aunque si algo cabría reprocharle no sería el tomar ese estilo de sus contemporáneos sino, en buena medida, el haberlo creado e impuesto. Por el contrario, el estilo de Fernández, con todo y estar empapado de referencias pop a la Rodrigo Fresán y de compartir con Zambra y muchos más la práctica de lo que —a falta de mejor nombre— se ha dado por llamar autoficción, es diferente de cualquier escritura contemporánea en español. Con una estructura casi musical, llena de repeticiones, anáforas, construcciones paralelísticas, ritornelos, enumeraciones y preguntas retóricas, Fernández alterna y combina personas gramaticales, espacios y tiempos, salta de los cuentos de la infancia al terror de la dictadura con naturalidad asombrosa, cuenta una historia que avanza velocísima y sin embargo nunca deja de preguntarse por sus motivos, su forma y sus alcances. En definitiva, construye un relato profundamente íntimo y a la vez hace un recuento escabroso de algunas de las víctimas de la dictadura en lo que bien podría considerarse una sinfonía para una sola voz y un solo instrumento.

Uno de los muchos logros de La dimensión desconocida es el inquietante vínculo entre “el hombre que torturaba” y la autora, quienes nunca llegan a conocerse. El primero representa, en suma, todo lo que la escritora, feliz y desgraciadamente, no pudo ser por su edad y por la condición apolítica de su familia: un monstruo pero también, a su muy particular manera, un héroe que acabó por enfrentarse a la dictadura, a la que conocía como nadie. De esta forma, el torturador es la manifestación de las pesadillas infantiles, siempre arrepentido, perseguido por el mal que presenció y practicó, pero del que supo huir y que enfrentó con valentía:

Imagino al hombre que torturaba así, como uno de los personajes de aquellos libros que leí de niña. Un hombre acosado por fantasmas, por el olor a muerto. Huyendo del jinete que quiere descabezarlo o del cuervo que lleva instalado en el hombro susurrándole a diario: Nevermore.

OTRA NOVELA que podría enmarcarse en este conjunto de voces que en Chile se ha dado en llamar la literatura de los hijos, como se titula uno de los capítulos de la novela de Zambra, y que en Argentina tendría su correlato en obras como la de Félix Bruzzone, Laura Alcoba o Patricio Pron, es La resta, de Alia Trabucco (1983). En uno de los primeros capítulos de la novela hay una escena muy lograda que ejemplifica perfectamente la fusión o el divorcio, como se prefiera, entre la historia y la vida. Iquela, la narradora, se encuentra en una extraña celebración en su casa, junto con sus padres y un matrimonio de exiliados que los visitan acompañados de Paloma, su hija. Los adultos siguen con entusiasmo la transmisión por radio de los resultados del plebiscito que finalmente retiraría a Pinochet de la presidencia en 1988, mientras las dos hijas, en la habitación de al lado, pasan por algunos de los ritos de iniciación de la adolescencia, como fumar su primer cigarro o dar su primer beso. La madre de Iquela, solemnemente, le ordena a su hija que deberá recordar esa noche por el resto de su vida, y así lo hará Iquela, pero no por los motivos que su madre querría —la caída de Pinochet—, sino por las menos espectaculares leyes de la vida:

Dos cigarrillos asomaron por el borde. Yo sostuve el mío entre el índice y el dedo medio, imitando a mi madre cuando fumaba. Paloma, en cambio, llevó el paquete hasta su boca, sujetó el filtro con sus labios y arrastró el cigarro hacia ella como si se tratase de un objeto muy frágil. Luego, inclinando su cara, rozó la punta del cigarro con la llama de la vela. Una profesional. El fuego iluminó sus ojos y ella aspiró, entrecerrándolos (ojos rojos, pensé, ojos tintos). El tabaco se encendió y un humo blanco y compacto quedó suspendido a milímetros de sus labios. La miré fascinada, celosa, informados el ochenta y ocho por ciento de los votos, mientras nacía de su boca esa niebla que se desvaneció enseguida a su alrededor.

Años después de esa noche histórica, ambas hijas se encontrarán en circunstancias menos emocionantes: Iquela va al aeropuerto a recoger a Paloma quien, tras años de vivir en Alemania, regresa a Chile para repatriar el cadáver de su madre, muerta en un exilio que ya se había vuelto costumbre. Por las cenizas de un volcán, el avión que trasladaba el cuerpo de la madre de Paloma debe aterrizar en Mendoza, Argentina, y ambas mujeres, acompañadas de un amigo, hacen el viaje desde Santiago con el fin de recuperar el cadáver. Así, la road movie a través de Los Andes se convierte en una fábula sobre la recuperación de la memoria de una guerra perdida, donde lo único que queda para repartirse en el campo después de la batalla, peleada hace décadas por

soldados ya olvidados, son vidas rotas y cadáveres.

"Uno de los muchos logros de La dimensión desconocida es el inquietante vínculo entre  el hombre que torturaba   y la autora... El primero representa, en suma, todo lo que la escritora, feliz y desgraciadamente, no pudo ser por su edad".

LAS TRES NOVELAS son muy conscientes del lugar desde el cual se escriben: la insignificancia. Narrar la historia de los mayores, de los que mataron y fueron muertos, no tiene caso, pues además de que ya ha sido contada muchas veces, hacerlo resulta imposible, como Zambra afirma en su novela:

Sabía poco, pero al menos sabía eso: que nadie habla por los demás. Que aunque queramos contar historias ajenas terminamos siempre contando la historia propia.

No queda entonces más que narrarse, quizás así la propia vida no parecerá el epílogo prescindible de la auténtica novela, sino una historia que pueda justificarse por sí misma; quizás así, finalmente, se conseguirá la mayoría de edad y los hijos podrán abandonar la casa paterna, repleta de cadáveres y fantasmas, de sueños que fueron sólo imaginarios y de pesadillas que resultaron demasiado reales. En algún punto Iquela, la protagonista de La resta, expresa esta imposibilidad de romper con el rol heredado: “¿cómo íbamos a tener hijos si nosotros éramos los hijos?”, en lo que coincide Nona Fernández, cuando a propósito de unos versos del himno chileno (“Vuestros nombres, valientes soldados / que habéis sido de Chile el sostén, / nuestros pechos los llevan grabados; / los sabrán nuestros hijos también”), comenta: “Supongo que nosotros éramos eso: nuestros hijos”.

Paradójicamente, este acercamiento íntimo a una dictadura que no se padeció resulta mucho más logrado literariamente que el de muchos testimonios más directos o explícitos; tal vez esto se explique por el hecho de que, desde el planteamiento de sus respectivas obras, los tres autores se alejan de la sociología y de la historia y se concentran en los materiales de los que suele surgir la literatura: la infancia y el terror, la familia y el silencio, las vidas de los otros y la propia.

Pero más allá de que las tres novelas sean representativas de cómo se explica la dictadura de Pinochet la generación que nació en ella —sus hijos, finalmente—, hay una lectura más general. En una época que sueña que ya lo ha vivido todo, que la historia es cosa del pasado y en la cual la épica no tiene cabida, las tres novelas plantean formas de enfrentarse a esta supuesta condición post. Más que como un logro, la ausencia de épica

y de historia se presenta como una carencia que sólo se puede suplir contando la propia experiencia, pero no en la forma de un individualismo militante, sino como una reconciliación con los relatos ya escritos y, por lo tanto, como una inevitable reescritura. En última instancia, no se trata de emitir un veredicto sobre lo que hicieron los mayores o sobre lo que estos tres narradores no hicieron, sino de pensarse protagonistas de un tiempo propio en el que se está escribiendo una novela, por más que —no puede ser de otra forma— aún desconozcamos su trama y su desenlace.

Nona Fernández, La dimensión desconocida, Literatura Random House, México, 2017.

Alia Trabucco Zerán, La resta, Demipage, Madrid, 2014.

Alejandro Zambra, Formas de volver a casa, Anagrama, Barcelona, 2011.