Decadencia y Caída del Realismo Mágico

Decadencia y Caída del Realismo Mágico
Por:
  • naief_yehya

Por Naief Yehya

Universidad

y malestar cultural

En 1986 parecía haber buenas razones para imaginar que México estaba a punto de cambiar. El entorno cultural parecía vibrante y se podía olfatear que venían tiempos de mejoras, especialmente en las artes plásticas y la música; aunque el cine seguía produciendo una dieta estoica de descalabros y frustraciones, había pocas esperanzas de renovación o de surgimiento de nuevos talentos en ese campo. La política también daba la impresión de acercarse a un punto de inflexión. La vieja maquinaria priísta crujía y se tambaleaba después de seis décadas en el poder. Los partidos de izquierda buscaban la unidad mientras la derecha se preparaba para dar el golpe mediático que fue Vicente Fox. En ese momento, el nuevo rector de la Universidad Nacional Autónoma de México,­ Jorge Carpizo McGregor, decidió que era tiempo de aplicar una reforma radical a la educación superior gratuita para transformarla, modernizarla y convertir a lo que él concebía como un vejestorio del Pedregal en una institución de excelencia. Tengo que decir que por esos tiempos la palabra excelencia aún me parecía neutra, un mero calificativo exaltado, una alusión a la nobleza y una virtud superlativa que debía evocar a Harvard, Princeton o cualquier cosa que llevara el tufillo rancio del Ivy League. A partir de entonces comencé a entender que quienes usaban el término “excelencia” compulsivamente lo empleaban como una metáfora corporativa del éxito, como un anhelo de modernidad sacado de los manuales de superación y los panfletos “inspiracionales”, si tal término existiera.

El mesianismo del rector proponía una ruptura con los fundamentos de la institución que significaba alejar a la universidad de su estructura pública y gratuita. Era una apuesta por la competitividad que pasaba por la eliminación del pase automático de las preparatorias de la unam a la carrera (con lo que se autodescalificaba como juez de sus propios estudiantes) y la instalación de un sistema de colegiaturas escalonado. Estas medidas provocaron la formación de un movimiento que fue dirigido por el Consejo Estudiantil Universitario (ceu), un grupo que demostró ser estratégico, coherente y pragmático, por lo menos en sus inicios. El ceu exigía la revocación de esas reglas elitistas que eran un evidente síntoma de la manera en que el modelo neoliberal quería ser impuesto en la institución. Asimismo, se llamaba a un congreso universitario donde se

debatiera y eventualmente se determinara de manera democrática el futuro de la universidad. Ante la negativa de las autoridades el ceu convocó a la huelga, la cual duró casi un mes.

La última vez que había tenido lugar un movimiento semejante fue en 1968, en que la euforia terminó con la trágica matanza de asistentes a la manifestación en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, el 2 de octubre.

Ese mismo año habían tenido lugar las olimpiadas en México, por lo que el país estaba bajo la mira internacional, aunque eso no sirvió para intimidar a los genocidas. En junio de 1986 México fue la sede de la Copa del mundo de la fifa, aquella de la mano de Dios y de Maradona, y el país estaba de nuevo en el escaparate del mundo. Afortunadamente en esta ocasión la revuelta no terminó con un derramamiento masivo de sangre, aunque hubo casos de represión selectiva. El Estado no recurrió a la violencia sino a la apariencia de diálogo, a cansar a la oposición con promesas y retrasos, a seducir a los líderes con posibilidades de “cambiar el sistema desde adentro” y a maniobrar para que los estudiantes dejaran de serlo y las exigencias quedaran en el olvido.

Globalización, posmodernidad, muerte de las vanguardias y las ideologías, así como otras obsesiones finiseculares eran el caldo de cultivo en que se fermentaban las ideas en ese tiempo. La cultura daba vuelcos en todos los ámbitos y no fuimos pocos quienes sentimos que la literatura también necesitaba una sacudida porque había dejado de responder a la realidad. Lo que conocíamos de lo que se escribía en nuestro idioma y continente nos parecía en gran medida complaciente y melancólico. El panorama hasta ese momento estaba paralizado, convertido en una serie de estampas. En mi país toda expresión literaria que pareciera novedosa o intentara ser actual era automáticamente denominada como parte de “La Onda”, esa corriente encabezada por José Agustín que en la década de los ochenta parecía ya una curiosidad remota. La Onda, como antes el Boom, se convirtieron en los comodines, etiquetas más comerciales que estilísticas, útiles para encasillar de manera higiénica la producción literaria.

Moho

En medio del frenesí de la revuelta estudiantil, la polarización de la sociedad, el temor al autoritarismo y la ilusión de cambiarlo todo, un grupo de alumnos y disidentes de la Facultad de Ingeniería, entre los que estábamos Guillermo Fadanelli y yo, creamos la revista Moho, sin tener idea de cómo se hacía una revista. Nuestro impulso estaba más vinculado con la provocación y con ideales políticos o antipolíticos que creativos. Pero aunque no lo reconocíamos, en realidad creíamos en la literatura, y desconfiábamos profundamente del panfleto, así como del análisis, del periodismo y hasta del ensayo. Desde 1983 existían revistas como La Guillotina, entre otros medios alternativos enfocados principalmente en la denuncia política y la contracultura. No era nuestra intención competir contra ellos: por el contrario, nos quedaba muy claro que la prosa comprometida no era lo nuestro. No nos interesaba vincularnos con un movimiento político en particular ni con la militancia partidaria ni con una institución ni queríamos ser parte de algo mayor. Escogimos la narrativa y la poesía para expresarnos y repartir palos. En los primeros números también renunciamos a la noción de autor, por lo que

no firmamos nuestros textos sino

que dábamos crédito a toda la revista como creación colectiva (sin hablar ni una sola vez de colectivismo ni usar ni un sólo eslogan de izquierda). Nos limitamos a publicar una lista de participantes que incluía a amigos, coconspiradores y gente por la que sentíamos cierta simpatía sin indicar la función que cumplía cada quien, si es que cumplía alguna, en la producción de la revista.

Escribimos un manifiesto en el que nos declarábamos ajenos a “la literatura a la que estábamos condenados”. Lo nuestro estaba escrito desde la irreverencia, el absurdo, el cinismo, las contradicciones y un deseo muy juvenil de rebelión que en buena medida sosteníamos en la noción de que la juventud era una idiotez y que tan sólo tenía sentido para las transacciones ganaderas. El único manifiesto válido era “una piedra poniéndole en la madre a una ventana”. Pero a la vez partíamos de una actitud de fracaso preventivo: “Al paso de la vida habremos de oponer, sin la menor convicción, acciones tibias, proyectos ficticios y literatura anodina”. No debe sorprender que entre nuestras influencias principales estaban Charles Bukowski y William Burroughs. En el primer número de la revista, el 57, escribimos:

Nosotros no negamos el futuro, eso se lo dejamos a los marginales del primer mundo, aquellos que oponen su “No Future” a una seguridad social, un desempleo y a una vida científicamente organizada. Para nosotros nunca ha habido futuro ¿cómo negarlo entonces?

Nuestro llamado a la revolución era menos un compromiso militante que un desaliñado e irresponsable: “Muera el rey, que alguien lo mate”. Como era de esperar esta actitud punk-pasiva, entre pendenciera y pusilánime, bravucona y nihilista nos llevó a la muy pronta ruptura y separación. Fadanelli decidió continuar con la revista y posteriormente creó la editorial Moho, con la cual aún sigue publicando libros de una variedad de autores. Yo opté por seguir con otros proyectos.

El Crack

Cuando esto se gestaba, en el ocaso de la década de los ochenta, conocimos a algunos de los integrantes de lo que luego se llamaría el Crack. Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Eloy Urroz, Pedro Ángel Palou y Ricardo Chávez Castañeda entre otros, tenían una idea más consciente y deliberada de lo que debía ser un movimiento literario trascendente, o por lo menos esa era la impresión que proyectaban. A Chávez lo conocí muchos años antes en un pequeño taller literario en el que ambos participábamos que se llamaba el Alfil Negro; desde entonces él ya era exitoso, ganador de premios y autor de numerosos relatos sobresalientes. Con Ignacio Padilla solía coincidir en la oficina de Huberto Batis en el unomásuno, ambos colaborábamos en

el suplemento Sábado. A Volpi y a Urroz los encontraba a menudo en el café de la librería Gandhi, donde también nos reuníamos quienes hacíamos Moho. Su manifiesto, publicado en 1996 (casi diez años después de la formación de Moho) se volvió mucho más famoso y relevante que el nuestro, con justa razón: mientras ellos estaban por el buen gusto, nosotros favorecíamos lo que Fadanelli llamó literatura basura. Para entonces el ambiente literario nacional había cambiado, se había vuelto más complejo y diverso. Además, en 1989 fue creada una entidad benefactora y controvertida muy singular, el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Este organismo, que era parte del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Conaculta, fue engendrado por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari con el fin de ofrecer estímulos para la comunidad artística, entre los que destacan las muy polémicas becas para jóvenes creadores, así como el Sistema Nacional de Creadores, para autores mayores de 35 años. Debo mencionar que en algún momento en la década de los noventa recibí la beca para jóvenes al lado de Volpi y Urroz.

Al margen de la calidad de sus integrantes, no tengo una posición clara respecto del Crack como generación, grupo o movimiento. No me queda muy claro si intentaban una ruptura o una conciliación, un reconocimiento de valores o una plataforma. Así como el nombre evocaba una fisura o el ruido de algo al quebrarse, también hacía pensar en la mezcla de base libre de cocaína con bicarbonato que estaba tan de moda a finales de los años ochenta y principios los noventa. Debido a su bajo costo, el consumo masivo de piedra fue sin duda responsable de una seria crisis social, policiaca y económica en muchos barrios estadunidenses. El crack es una poderosa droga lumpen, con consecuencias devastadoras que podía ofrecer material en abundancia para hacer literatura grotesca, estridente y apocalíptica. Pero eso estaba mucho más cerca de lo que hacíamos en Moho y no era ni remotamente lo que buscaban los miembros de este Crack que en realidad intentaba crear una literatura exigente, culta y como ellos la definieron: profunda. Algunos miembros de la Generación del Crack, como antes los Contemporáneos y los de la Generación del Medio Siglo, ingresaron a la burocracia cultural y a la academia, sin duda enriqueciéndolas. El Crack tiene tantos detractores como fanáticos pero los premios internacionales, los grandes tirajes, las traducciones y el interés que despertaron algunos libros de estos autores en Europa y Estados Unidos hablan por sí mismos.

Terrorismo literario

En los días de Moho no teníamos la más remota idea de lo que era ni cómo funcionaba la república de las letras, por tanto no teníamos la menor ilusión de pertenecer a ella. Yo escribía desde entonces en varios diarios, revistas y en particular en el antes mencionado semanario cultural Sábado, del diario unomásuno, dirigido por Huberto Batis. Esa publicación se distinguió por volverse el foro de algunas de las disputas intelectuales más candentes, irritantes e intensas de la época. La famosa sección Desolladero era un espacio dedicado a la crítica feroz, de cuando en cuando al insulto y a los ataques ad hominen. Aire fresco en un medio tan apretado, puritano, secreto y siniestro como las letras y el periodismo mexicanos en aquel momento. A muchos les (nos) tocó ser expuestos, a veces con razón y otras no tanto, en esas páginas. Durante los veinte y tantos años en que Batis dirigió ese suplemento, nunca perdió de vista el objetivo de abrir las puertas a los escritores jóvenes, marginales e ignorados. Fui uno de los beneficiados de su insólita apertura y generosidad, pero al margen de mi caso, Huberto mostró un gran olfato para detectar talento. Decenas de autores que hoy tienen carreras sólidas y establecidas comenzaron a publicar ahí, a menudo cuando nadie más les hubiera dado una oportunidad. Batis tenía un espíritu beligerante y disfrutaba con estas batallas y polémicas que en general estaban proscritas en el medio intelectual.

Fadanelli y yo nos acercamos a Batis para proponerle una serie de textos en los que desollaríamos a algunos de los escritores mexicanos “jóvenes” más relevantes del momento, para eso leímos (“con un alto grado de masoquismo”, como escribimos en la introducción del texto) prácticamente todo lo que podía conseguirse de los autores que habían publicado desde más o menos 1970. La presunta intención era demostrar la existencia de una literatura contemporánea mexicana. Más que una crítica sistemática ofrecíamos: “una visión desordenada, de una selección arbitraria de la literatura a la que nos quieren condenar”. Era una estrategia más aleatoria que metódica, más ingenieril que científica. Pero sobre todo era un trabajo de francotiradores, sin un objetivo claro que no diferenciaba entre linajes, pedigrís, alianzas ni entendidos, lo cual hacía al ataque aún más incomprensible para quienes conocían la lógica y el organigrama del mundo literario. La conclusión evidente fue que era imposible demostrar la existencia de una literatura mexicana a partir de esa caótica muestra.

Quiero insistir que no sentíamos representar a una generación de ruptura ni creíamos que era posible cambiar nada. Lo que nos preguntábamos era si la gente estaría dispuesta a cambiar su televisor por cien libros de escritores mexicanos. Y la conclusión obviamente era un rotundo: No. Nos definíamos como una generación sin capacidad de asombro. Y desconocíamos, no como pose sino por auténtica ignorancia, el concepto de corrección política. Por tanto, parecíamos unos cavernícolas misóginos al afirmar que nos había sorprendido “el ejército de señoras que en lugar de hacer colectas para los niños pobres o los adultos frígidos, se pusieron a escribir novelas cuyo único atributo era no tener el menor sentido del ridículo”. También reconocimos el clasismo que daba sentido a lo que llamamos la literatura colonial, la cual se dedicaba a la antropología urbana y el costumbrismo de las diferentes colonias (o barrios) del entonces llamado Distrito Federal.

La provocación le encantó a Batis, quien tan sólo estaba un poco desilusionado por que no habíamos condenado también a escritores mayores y consagrados como Fuentes, García Ponce y Elizondo. Esta paliza era una especie de autoinmolación, una forma de renunciar a un sistema del que no entendíamos gran cosa pero imaginábamos compuesto por grupos o capillas que competían por los espacios y se dedicaban al elogio mutuo y la descalificación estratégica. La primera parte de La literatura a la que estamos condenados se publicó el 7 de octubre de 1989. Y no puedo negar que estábamos encantados con este acto de terrorismo. Los resultados fueron ambiguos, algunos se enfurecieron, muchos nos despreciaron e ignoraron, más de uno sigue guardándonos resentimiento hasta el día de hoy, otros lo tomaron con humor y hasta lo celebraron como Rafael Pérez Gay y Alberto Ruy Sánchez. Elena Poniatowska trató de regresar el golpe al ponernos a Fadanelli y a mí como personajes secundarios en una crónica donde describía una visita a un orfanatorio, en el cual figurábamos como dos chamacos sin madre que jugábamos futbol en un terregal, con una botella de plástico, la cual asegurábamos era casi tan efectiva como un balón. Héctor Manjarrez me mandó al demonio, con todo el derecho del mundo, un día en que cínicamente lo llamé para pedirle una recomendación para una beca. Sin embargo, Grijalbo nos ofreció publicar nuestro primer libro, en mi caso fue mi novela Obras sanitarias y en el de Fadanelli El día que la vea la voy a matar, con lo cual nos volvimos miembros activos de la deplorable literatura a la que estamos condenados.

Realismo mágico

Una de las principales motivaciones de

nuestra actitud iconoclasta se debía

a nuestro singular repudio por la moda y euforia que despertaba el realismo mágico y los engendros que seguía produciendo a finales de los ochenta. En el texto que coescribí con Fadanelli agradecíamos: “los momentos más gratos de nuestras lecturas a los nuevos realistas mágicos que hicieron volar vacas ante nuestros ojos y les permitieron a los analfabetos raquíticos de alguna población perdida decir frases llenas de sabiduría y encanto, y a nosotros descubrir que lo único mágico que tienen los pueblos perdidos de las Américas es que ya los encontraron”. Por supuesto que había unas cuantas buenas páginas aquí y allá, pero no podría recordarlas y menos recomendarlas. El costumbrismo se había deslizado al folclor y de ahí al folclorismo. Veíamos que ese estilo había dado un giro a la ñoñez, a justificar cursilería e ingenuidad impostada, así como un fetichismo infantil que pasaba entre suspiros del pasmo a la soberbia.

Pero también desconfiábamos de los que buscaban una ruptura con esos idilios bucólicos y provincianos mediante una prosa dura o de plano la influencia rockera que “comunicaba los beneficios de su aliviane a través de su newspeak chabacano e idiota”. Según la clasificación ideal de los autores que proponíamos, “los escritores se podían dividir entre tontos e inteligentes (no se rían, nos costó mucho trabajo llegar a esa conclusión), que a los inteligentes los influenciaba Julio Cortázar y a los tontos García Márquez”.

Sentíamos una urgente necesidad de oponernos a la imagen monocromática que se proyectaba en el extranjero de lo que se escribía desde el Río Bravo hasta la Patagonia. Una de las peores ilusiones que arrastraba este género era la uniformización de la literatura del sur del continente. En nuestra gran ignorancia y arrogancia creíamos que estábamos solos en nuestra desilusión, sin embargo un día, quizás en 1994, recibí una llamada telefónica de un tal Alberto Fuguet, un chileno que aseguraba que yo había sido recomendado para ser incluido en una antología que estaba armando con Sergio Gómez de escritores de toda América Latina. Pensé por supuesto que me estaban tomando el pelo, lo más al sur que llegaba mi fama era Coyoacán. No recuerdo cómo se presentó ni cómo explicó el proyecto, pero entendí que se trataba de expresar nuestro desencanto y frustración, o por lo menos de burlarnos de los relatos de niñas voladoras, maldiciones ancestrales y patriarcas inmortales. El resultado fue McOndo, una colección de relatos de un grupo de desconocidos y semidesconocidos que aparte de intentar ofrecer una cara diferente de la narrativa latinoamericana venía a presentarse como un desafío a la geografía literaria y las rutas de navegación de la cultura libresca. En 1999 Eduardo Becerra retomó esta idea y la extendió en un volumen más completo e incluyente, Líneas aéreas, en el cual también fui invitado. McOndo no trataba de ofrecer una propuesta generacional ni estilística ni era un manifiesto ni esbozaba la idea de un grupo literario. Hasta la fecha sigo sin conocer a varios de los autores. En cambio se ofrecía como una prueba irrefutable de que la literatura del sur del continente existía, es decir que habían hecho a nivel continental lo que Fadanelli y yo intentamos en La literatura a la que estamos condenados pero sin la mala leche. Por supuesto que ni McOndo ni Líneas aéreas pudieron cambiar la dinámica del flujo literario, así como tampoco Se habla español, la antología de Edmundo Paz Soldán y Alberto Fuguet lograron demoler el muro que mantiene a la literatura en español marginada en Estados Unidos. Los libros y autores latinoamericanos seguían dependiendo de las librerías y las páginas de los suplementos culturales de Madrid y Barcelona para ser reconocidos internacionalmente. Pero estos esfuerzos no fueron en vano: pusieron en evidencia que había editores, escritores y lectores que entendían que estábamos entrando en una nueva era.

Como señalaban Fuguet y Gómez en su prólogo, la literatura, especialmente la de los jóvenes (un grupo extremadamente amplio y vasto) rara vez atravesaba fronteras. Era más fácil conocer

a un escritor boliviano en el estado de Nueva York que dar con uno de sus libros en Buenos Aires o en Managua. En una mesa en la feria del libro de Quito en 2009, en la que me tocó participar, alguien nos preguntó a los panelistas, entre los que no había ni un ecuatoriano: ¿Cuáles son sus autores ecuatorianos jóvenes favoritos? No recuerdo quién estaba en la mesa, además de Fabián Casas y Juan Forn, pero todos nos quedamos helados, incapaces de mencionar un

solo nombre. Forn tuvo entonces

un momento de genialidad y dijo algo así como: “La verdad es que preferimos no mencionar a nadie para no ser descorteses en su casa”. Fue un reconocimiento brutal de lo estrecho y limitado que era el universo literario visible. Hoy podemos justificar nuestra ignorancia de aquel momento señalando que a nadie se le ocurrió googlear escritores ecuatorianos jóvenes antes de subir al escenario. Y si bien las cosas han cambiado y otros han seguido intentando establecer puentes sobre el continente, como hizo Diego Trelles Paz con su antología El futuro no es nuestro, en 2009, sigue pareciendo que hay un oscuro abismo o un agujero negro en cada frontera de las Américas.

Sin duda, hay cada vez un poco más de comunicación y circulación literaria entre los países hispanoparlantes. Las distancias son cada vez menos un obstáculo y las redes sociales, los blogs, y

hasta YouTube han creado canales

y vínculos entre autores y lectores en el mundo. Basta considerar el número de pequeñas casas editoriales y cartoneras que publican autores exóticos de países vecinos y no tan vecinos. Asimismo, hay que ver la forma en que algunos fenómenos literarios se han extendido, contaminando de manera viral a los lectores en buena parte del continente, como la literatura del narco, la cual ha seducido a millones de lectores con su mezcla de crueldad y sentimentalismo abyecto, y ha demostrado que las novelas y relatos que van de lo solemne a lo juguetón entre borracheras, balazos, pericazos y torturas son muy comerciales. Hay algo en la narrativa de los capos de cárteles que erigen imperios y sufren trágicas decadencias que invoca a mundos improbables, fantásticos y, por qué no decirlo, mágicos. De tal manera la literatura mexicana parece atrapada en un bucle en donde revisitamos Macondo vía el cañón del cuerno de chivo y altas dosis de estupefacientes.

El mundo en la red

Al salir de Moho reconocí en la tecnología el ámbito que quería explorar. Era el comienzo de la popularización de internet y de la digitalización de la cultura, así que me interesó el impacto que la tecnología tendría en la forma y el fondo de las expresiones culturales y en particular en la literatura: en qué plataformas se escribiría y sobre qué. Nunca imaginé entonces la manera en que nos volveríamos dependientes e incluso adictos a nuestras tecnologías, ni a la forma en que transformarían nuestra percepción del mundo y la manera en que nos relacionamos a través de ellas con las ideas y las cosas.

El hecho de que comencé a vivir en Brooklyn a principios de los

noventa y seguía escribiendo en México me obligó a buscar soluciones prácticas para enviar mis colaboraciones a periódicos y revistas, así como mis manuscritos a las editoriales. Buena parte de mis textos los enviaba por fax, lo cual era costoso y poco eficiente. En ese tiempo algunas redacciones tenían problemas hasta para entender cómo usar su correo electrónico. En La Jornada me enteré años después que les daba pena confesar que no sabían cómo abrir los e-mails que enviaba, por lo que siempre respondían que todo había llegado bien pero que lo mandara por fax de cualquier manera. Así que decidí dedicarme en forma y fondo a la exploración de las posibilidades de internet. El realismo mágico para mí murió enredado entre los cables con que nuestras Macs y PCs se conectaban a la entonces incipiente red de redes. Es curioso que entre todos los excesos informativos y el diluvio de datos y documentos que disfrutamos y padecemos hoy, el periodo del cual trata este texto está seriamente ausente de la red y resulta muy difícil encontrar materiales originales, referencias creíbles o comentarios confiables.

Han pasado treinta años desde mi despertar a la literatura. El muro de Berlín fue derrumbado en 1989, la Unión Soviética se desintegró en 1991 y la guerra eterna vs. el Terror inició el 11 de septiembre de 2001. El calentamiento global se vuelve irreversible y el Medio Oriente es desgarrado por guerras civiles, el fundamentalismo religioso y las ambiciones geopolíticas de las potencias planetarias y regionales. A esto debemos añadir la crisis más escandalosa de migración, exilio y huida de millones de seres humanos. Por nuestra parte, México está hundido en una situación catastrófica de seguridad, desgarrado entre autoridades corruptas e incompetentes, cárteles de drogas y una economía en ruinas, en buena medida (pero no sólo) debido a la vertiginosa caída de los precios petroleros. El México de hoy difícilmente inspira confianza de que las cosas lleguen a mejorar de alguna manera y nos hace ver con nostalgia al país disfuncional y quebrado que teníamos en 1986. Si bien en aquel momento compartíamos visiones apocalípticas respecto de lo que nos esperaba en el siglo xxi, no pudimos imaginar el régimen de terror que desató el gobierno incompetente de Felipe Calderón y que ha sido exacerbado hasta el actual caos que preside Enrique Peña Nieto.

Ciberpunk

A finales de la década de los ochenta surge el ciberpunk, un subgénero de la ciencia ficción que abogaba por la apropiación de la tecnología, por el “empoderamiento” a través de los nacientes recursos digitales. La idea central era que “la calle tiene sus propios usos para las cosas”. Esto era palpable en la música electrónica, el hip-hop, algunas películas y las artes gráficas. El mundo es un tiradero de tecnologías obsoletas, ruinas electromecánicas y productos desechables no biodegradables: lo único que queda es reciclar todo al estilo Mad Max para darle un nuevo sentido al paisaje.

El mundo hipermediatizado del siglo xxi, con su acceso delirante a la información, la devaluación del trabajo creativo e intelectual, la aparatosa disminución de medios impresos causada por internet y la inquietante y compulsiva injerencia de las redes sociales y antisociales en la vida común exige a gritos una nueva narrativa que no imite la cacofonía y el estruendo digital, que no intente resumir cosmogonías en 120 caracteres, que no intente perseguir el desfile vertiginoso de los pixeles, es decir que no presuma competir contra la imbatible seducción de nuestras pantallas.

Tampoco podemos seguir escarbando en nuestro pasado con la esperanza de desenterrar más Fridas Kahlos para justificar más “recuperaciones” y forzados flashbacks melancólicos. Todo eso ya se ha hecho con mayor o menor fortuna. Lo que se necesita ahora es otra cosa, es algo que pueda ofrecernos un aliento, una ilusión de respiro, quizás una fórmula para detener la maquinaria o bien un instructivo para saber abordarla de otra manera. De cualquier forma, y a la espera de esa literatura capaz de asir el momento y reflejarlo, debemos preguntarnos nuevamente si tenemos la literatura que necesitamos o si debemos conformarnos todavía con la literatura a la que estamos condenados.

Una versión de este texto fue leída como ponencia en el coloquio Our America. Past and Future of the New Latin American Fiction, celebrado esta semana en la Universidad del Sur de Florida, Tampa.