Die in the summer time

El corrido del eterno retorno

Die in the summer time
Die in the summer timeFoto: speedeemexico.blogspot.com
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El Viejo Paulino dijo alguna vez: “Para qué quiero armas si ya todos mis enemigos están muertos”. Para mi mala suerte, no puedo afirmar lo mismo.

Después de cumplir los cuarenta he comenzado a fantasear con mi muerte. Por supuesto que deseo que sea rápida y lo menos dolorosa posible. Mi primera opción es un pasón. La segunda es una sobredosis de plomo. Volarme los sesos como el doctor Hunter S. Thompson. Y la tercera por causas de fuerza mayor. Que se caiga el avión. O en un accidente de auto, como Camus.

Durante esta pandemia por poco se me cumple la última de tales fantasías. Estoy convencido de que alguien quiere matarme. En varias ocasiones he tenido que llevar a desponchar la llanta derecha trasera de mi vochito. Alguien le coloca tornillos debajo. Cuando me echo de reversa se le ensartan. Me dicen los morros de la vulca que se los fijan a propósito. De otra manera es imposible que se le encajen. Las llantas están diseñadas para botar todo lo que se atraviese a su paso.

Se me ocurre que hay un elevado número de personas que desean mi muerte. Mis detractores. Varias de mis exparejas. Los fans de The Cure. Los editores de Penguin. Etcétera. Y como ocurre en las novelas negras, tratan o tratarán de hacerlo parecer un accidente. Y por eso constantemente atentan contra mí de manera indirecta. Durante esta pandemia han estado más cerca que nunca.

Hace unas cuantas noches, aburrido de todo, del encierro, de Netflix, de mí mismo, decidí salir por unas cervezas. Ya lo dijo Frank Zappa: la tortura nunca termina. Así que el único camino con corazón por estos días es el de la evasión. Embriagarme es el único ansiolítico eficaz contra el maldito estado de las cosas. De la manera más inocente del mundo me trepé al carro y me lancé al Seven Eleven. Durante el viaje de ida no sentí nada raro.

No te detengas, me dije, vienen detrás de ti. Seguro te quieren secuestrar

Me estacioné afuera del minisúper. Me coloqué mi tapabocas y en la entrada me embadurné las manos de gel antibacterial. Apañé un doce de chelas, un Electrolit, siempre me tomo uno, antes de acostarme, con un par de aspirinas, para no amanecer muy crudote, unos cheetos flaming hot y unos cacahuates japoneses. La fila no era demasiado larga. Parecía lo contrario, por la sana distancia. Calculo que cuando mucho duré unos cinco minutos dentro del Seven. Cuando salí no vi nada que me pusiera en estado alerta. No había un alma en varios metros a la redonda.

Encendí el coche y salí de reversa a la Thompson. Como a ochenta por hora. Luego me lancé hacia adelante con el estéreo a todo volumen. “Me embriagué hasta el vacío / con tu miel venenosa / fuiste mía / y el hastío / nos llevó hasta el desengaño / y eso pasó”. Entonces sentí que el coche daba un coletazo. Ya debería ir a ciento treinta por hora. Hice una maniobra, que si necesitara repetirla no sabría hacerla, y evité subirme en la banqueta y estrellarme contra una casa. Una vez que lo hube controlado me mordió la paranoia. No te detengas, me dije, vienen detrás de ti. Seguro te quieren secuestrar. Aceleré más y comencé a escuchar el golpe del rin directo sobre el pavimento.

Llegué a casa, bajé corriendo del coche y me subí al departamento. Me tomé un par de cervezas de jilo. Dios mío, qué ha pasado, me pregunté. Puse un video de Bowie en concierto y después de las cervezas me tomé medio litro de mezcal, se me olvidó el incidente y me quedé dormido como un maldito querubín pasado de peso.

A la mañana siguiente revisé la llanta. Tenía un puto tornillo incrustado. Llevé la llanta a la vulca y descubrí que mi intuición no me había traicionado. Además tenía un navajazo. Un tajo de unos siete centímetros. Alguien me había seguido y se lo había producido mientras yo estaba en el Seven Eleven. Lo primero que pensé es que debo de dejar de insultar a todo mundo en mi columna.

Nunca he pensado en qué estación me gustaría morir. Pero definitivamente no en verano. Así que desde esa noche estaciono el carro a dos cuadras de mi casa. Y antes de arrancarlo reviso que no haya nada debajo de las llantas.

Me gustaría mandarle un mensaje a la persona o las personas que están atentando en mi contra. Me genera estrés tener que cuidarme las espaldas todo el tiempo. Es una muerte lenta y dolorosa. Si quieren que ya me vaya de este mundo, mejor regálenme varias onzas de coca para irme de un pasón y nos ahorramos tanta bronca.