Edvard Munch y los ángeles de la muerte

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Edvard Munch, Junto al lecho de muerte (fiebre), 1896.
Edvard Munch, Junto al lecho de muerte (fiebre), 1896.Fuente: Museo Munch
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Provengo de una familia de huérfanos. Al repasar mi árbol genealógico, siempre me han saltado a la vista la cantidad de ramas torcidas y rotas por pérdidas repentinas. Las experiencias de orfandad han sido también un tema recurrente en mis conversaciones familiares, como mera explicación a ausencias difíciles de entender en la infancia o reflexiones sobre cómo ello ha forjado el carácter de nuestra prole. Algunos piensan que a los niños no se les debe hablar de la muerte, que como adultos debemos protegerlos de esa dura realidad; yo, al contrario, crecí con una conciencia plena sobre ese desenlace inevitable al que nos enfrentaremos tanto nosotros como las personas a quienes amamos.

TENER CLARO DESDE PEQUEÑA que la vida es fugaz, aún sin entender del todo lo que eso significa, indudablemente marcó mi personalidad; me ha dado, cuando menos, una balanza sobre la cual medir mis dramas personales y cotidianos. Quejarme de un troll de Twitter hubiera sido impensable en mi casa de infancia, por ejemplo, no porque no fuéramos escuchados, sino porque se me hubiera caído la cara de vergüenza de azotarme por algo así ante mi abuelo, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que enviudó dos veces, o frente a mi madre, cuya infancia estuvo marcada por la enfermedad y el prematuro fallecimiento de mi abuela, quien nunca pudo recuperarse del daño pulmonar de la tuberculosis. Mi abuela, a su vez, había sido adoptada por otro huérfano, su tío, quien la acogió al morir su padre y ser abandonada por su madre.

Del lado paterno mi genealogía no fue más amable. Mi abuelo tuvo que hacerse cargo de sus hermanas ante la muerte de su madre y la historia se repitió, de cierta manera, con sus hijas: una murió poco antes que su esposo, dejando a sus hijas adolescentes valerse por sí mismas, y la otra enviudó joven, con seis hijos que mantener. Mi padre, hermano de ellas, me dejó a mí hace un año y este aniversario, queridos lectores, es lo que me tiene pensando en este entramado familiar. Ténganme paciencia unas cuantas líneas más, que todo esto nos llevará a los temas de historia del arte que usualmente nos reúnen en esta página.

Siempre supe que la probabilidad estaba en mi contra y que seguramente viviría esta pérdida antes que la mayoría de mis contemporáneos. Desde mis primeros recuerdos escolares, mi padre tenía la edad de los abuelos de mis compañeros. La sorpresa que causaban sus cabellos grises a la hora de entrada de la escuela sólo se acrecentaba cuando veían llegar a mi madre, casi veinte años menor que él. Las preguntas en el salón de clases sobre esta diferencia de edad finalmente se enraizaron en mi cabeza como una realidad inescapable: mi papá era viejo. Saber, además, que la muerte nos acecha y puede llegar en cualquier momento hizo que esa verdad se convirtiera en la certeza de que su vida conmigo sería breve.

Su dura vida familiar fue una fuente de inspiración y pasaría a la historia como el pintor de la muerte. Su obra está poblada de familias en duelo  

Los preparativos se hicieron con tiempo de sobra, había un plan de previsión pagado con años de anticipación y una cripta familiar con todos los papeles a la mano. Pero lo cierto es que, aun cuando has crecido con la idea de que la muerte es parte de la vida y hay que estar listos para enfrentarla, nada te prepara realmente para hacerlo. Hace un año mi mundo se detuvo y ha sido difícil recuperar el rumbo de todo lo que dejé en espera.

“LA ENFERMEDAD, LA LOCURA y la muerte fueron los ángeles negros que cuidaron mi cuna y me han seguido a lo largo de mi vida”: es la cita de Edvard Munch a la que usualmente se acude al hablar de su obra. El artista noruego vivió en un hogar asolado por la tuberculosis. A los cinco años, en 1868, perdió a su madre, quien sucumbió a la enfermedad; para 1877 cobraría la vida de su hermana Sophie, su favorita, y también la padeció el pintor. Más adelante tuvo otro encuentro con la enfermedad, cuando se contagió de influenza durante la epidemia de 1918. El malestar fue para él una experiencia formativa y, después, de autoexploración. Su infancia enfermiza lo llevó a pasar mucho tiempo aislado y, como sucede a menudo con estas historias de confinamiento, fue así como desarrolló su talento artístico. El pequeño Edvard dibujaba para aminorar su soledad y terminó por inscribirse en la Academia Real de Arte y Diseño en la ciudad de Kristiania, hoy Oslo, en Noruega.

Como era de esperarse, su dura vida familiar fue una fuente de inspiración inagotable y podríamos decir que pasaría a la historia como el pintor de la muerte. Su obra está poblada de familias en duelo, lechos de defunción, esqueletos y mujeres fatales. Munch recurriría obsesivamente a imágenes como la de La niña enferma, cuyo motivo de una pequeña convaleciendo en cama repitió una y otra vez. El tema se ha interpretado como una regresión constante a la muerte de Sophie y a la forma en que su familia vivió aquella tragedia, pues la niña del cuadro siempre aparece con una figura lamentándose a su lado; en su versión original se trata de un hombre, posiblemente su padre, y en otras una mujer, quizá su tía Karen, quien cuidó de él y sus hermanos tras el fallecimiento de su madre.

Otra imagen recurrente en su obra es La muerte en la habitación, de la que también hay varias versiones. En ella observamos a un grupo de personas en luto y cabizbajas, lamentándose por una pérdida. Sólo una figura tiene rostro y es ella quien nos regresa la mirada, cuya palidez y ojos surcados por ojeras le dan un aspecto espectral.

Estas características son constantes en los personajes de Munch; ya sea que estén bailando, atrapados en un beso o posando para un retrato, todos parecen estar al borde de la muerte, incluso sus Madonnas. Consciente de su propio tránsito fugaz por este mundo, Munch también se autorretrató con un brazo de esqueleto, deviniendo cadáver.

LA OBRA DE MUNCH es un testimonio de cómo se vive la muerte entre quienes cargan con la cicatriz de la pérdida. Creo que por eso siempre ha ejercido en mí una particular fascinación que hoy se vuelve más relevante que nunca, ahora que, como muchos de ustedes en este año de pandemia, me he unido a ellos.