EL aprendiz perpetuo de las formas

EL aprendiz perpetuo de las formas
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Por Arturo Dávila

La estela que deja la figura de Miguel Hernández es cada día más extensa. Visitar las miles de páginas críticas que lo estudian constituye una tarea casi imposible. Los 75 años de su muerte han sido motivo para celebrar al poeta oriolano: el rayo de su poesía no cesa. Esbozo algunas reflexiones que han surgido al releer su obra.

EL “ACERTIJO POÉTICO”

un día fue arquitectura,

fue voz métrica de piedra

João Cabral de Melo Neto1

En el prólogo a Perito en lunas (1933), Ramón Sijé adjetivó la poesía de Miguel Hernández de “terruñera”, porque nunca abandonó su Orihuela; de “provincial”, porque le dolía la ciudad, sus tranvías, sus asfaltos; y de “querencioso de pastoreo de sueños” porque como toro, se enredó con la luna, y fue pastor de sueños lingüísticos y sociales. Sin embargo, lo que marca su formación poética fue el encontronazo con la obra de Góngora. Ese deslumbramiento produjo inusitadas imágenes. Pronto se incorporó a la Generación del 27 y se convirtió en un perito en Góngora. Estudió las delicadezas verbales del cordobés, su esgrima retórica, y los exploró con magisterio.

En las enigmáticas octavas de su primer poemario imita al maestro barroco en sus más intrincadas texturas. Cano Ballesta apunta que Hernández “describe con virtuosismo neogongorista exquisito una serie de cuadritos, objetos y escenas de la vida real” (57). Vicente Aleixandre resumió esa etapa con claridad: “En esa obra se veía más que nada al prodigioso artífice temprano, cuajadas sus octavas en los últimos efluvios del centenario de Góngora, que todavía había alcanzado a su sanísima juventud” (20). Un ejemplo es paradigmático de su filigrana poética. En las Soledades, Góngora viste a un gallo de sultán celoso, con un turbante púrpura, vigilando a las gallinas de su harén:

Cuál dellos las pendientes sumas

[graves

de negra baja, de crestadas aves,

cuyo lascivo esposo vigilante

doméstico es del Sol nuncio canoro

y, de coral barbado, no de oro

ciñe, sino de púrpura, turbante.

El joven oriolano recupera esa imagen púrpura en su octava XIII, donde retoma al gallo entonando su canto para anunciar el alba —ahora teñida de un aire religioso— y dispuesto a la lucha sensual con las gallinas:

La rosada, por fin Virgen María.

Arcángel tornasol, y de bonete

dentado de amaranto, anuncia el día,

en una pata alzado un clarinete.

La pura nata de la galanía

es ese Barba Roja a lo roquete,

que picando coral, y hollando, suma,

“a batallas de amor, campos de pluma”. (OC, I, 258).

La octava se vale de la perífrasis gongorina y cita un verso de la primera Soledad del cordobés. Otro ejemplo de alusiones y elusiones que invitan al “descifre” es la octava XIV:

Blanco narciso por obligación.

Frente a su imagen siempre, espumas

[pinta, y en el mineral lado de salón

una idea de mar fulge distinta.

Si no esquileo en campo de jabón,

hace rayas, con gracia, mas sin tinta;

y al fin, con el pulgar en ejercicio,

lo que le sobra anula del oficio.

(OC, I, 259).

Se requiere conocer la estética de Góngora que, en esos días, Dámaso Alonso desentrañaba en gruesos volúmenes académicos: hipérbaton, arcaísmos, metáforas dobles, metonimias, sinécdoques, recursos y destrezas retóricas que ayudan a evadir el significado del texto. Una evaporación del objeto poetizado, una abstracción hermética de la realidad.

Gerardo Diego señala: “No creo que haya un solo lector, que lo hubiera en 1933 tampoco, capaz de dar solución a todos los acertijos poéticos que propone” (182). Concha Zardoya pensaba que el “tema central se relaciona con la luna, aunque muchas veces se enlaza tangencial o internamente con otras realidades” (53).2 Felizmente, en 1962, Juan Cano Ballesta refirió la existencia de un ejemplar de Federico Andréu Riera, de Orihuela, con los títulos de las octavas dictados por el mismo Miguel Hernández. Prodigioso regalo para la crítica, “por ser de un valor precioso para descifrar su contenido y captar la ingeniosidad y audacia de las metáforas” (57).3 La citada octava XIV llevaba por título “Barbero”.

En efecto, el personaje aparece erguido como un blanco narciso, pinta espumas que son un mar distinto y fulgurante, corta —esquilea— lana o vellones en un campo de jabón —espléndida imagen gongorina—, hace rayas mas no usa tinta y, al final, desecha y anula la blancura que sobra en las mejillas del cliente, satisfecho. Un juego verbal afortunado, un “acertijo poético” que se despeja al saber el título que Hernández decidió eliminar para (de)esclarecer el poema. La lírica se vuelve pura y “el mínimo de realidad” que exigía Alfonso Reyes (198) para sostener el poema, se adelgaza al máximo y casi se evapora. Góngora, Mallarmé y Valéry hubieran apoyado los delicados ejercicios de este joven que, a sus escasos veintidós años, se adscribía con plenitud y elegancia a las sutilezas estéticas de los maestros de la evasión verbal.

JESUITA Y CAMPESINO

Olvidemos la leyenda de la rusticidad.

Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia

(OPC, 11)

El poeta de Alicante se distingue del cordobés barroco. Góngora fue cortesano, retórico, clerical. Su sensualismo naturista es un ejercicio poético, una actitud estética. Estudió en la Universidad de Salamanca y fue racionero de la Catedral de Córdoba. Frecuentó las cortes de España y sólo pastoreó a sus enemigos literarios. Conoció el campo a través de Virgilio.

Angélica y Medoro surgieron del Orlando Furioso de Ariosto. Polifemo fue una elaboración barroca y resurrección de la antigüedad grecolatina. Era un ser literario, grave, intelectual: un letrado entendido y cabal.

Por el contrario, Miguel Hernández fue un pastor. A los quince años, tuvo que abandonar la escuela de los jesuitas para cuidar el ganado de la familia. Su padre se enfurecía y lo golpeaba cuando, perdido entre sueños y nubes, descuidaba a las cabras. No quería que leyera ni estudiara. Y sus zapatos nunca se desprendieron de ese (d)olor campesino. No trato de ensalzar al poeta-pastor, lego e inspirado, sino al lector profundo y estudioso, de amplia inteligencia e intuición certera, instalado en medio de la naturaleza. “No hay ingenios legos y Miguel no lo fue”, afirman Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia (10). Miguel Hernández tuvo la suerte de recibir la educación más elitista de España, a manos de los jesuitas en el Colegio de Santo Domingo. Acaso también tuvo la gracia de dejarlos a los quince años, para no volverse un señorito demasiado almidonado. Un talento natural y el menester pastoril ahondan su mirada. Esa azarosa combinación resulta asombrosa: educación jesuita y antigua sabiduría campesina. Gerardo Diego lo notó: “El nuevo poeta venía del agro, y al campo le debe lo fundamental de su inspiración y la razón de ser de su arriscada personalidad artística” (181). Además, una tenaz disciplina y un rigor creativo envidiable. Debemos a su amigo Efrén Fenoll una anécdota de esa temprana imaginación poética:

—¡Mira Efrén!... hoy he visto echada majestuosamente una vaca con su lengua roja, grande, colgando como una corbata. Otro día llamaba “cohete vegetal” a la palmera. Todas las imágenes las iba anotando con un simple lápiz de escuela en un papel cualquiera, que luego metía en su bolsillo. (Miravalles, 290).

Equiparar la lengua de una vaca a una corbata larga y roja es un ejercicio poético dirigido y moderno. También, cuenta Efrén Fenoll, disparaba con tremenda puntería piedras a las palmeras y bajaba cordones de dátiles, “corazones de azúcar” (ibid.). “En el joven Miguel —anotan Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia— existía una predisposición barroca, y el astro del Polifemo sería una revelación deslumbrante” (34). Ramón Sijé, su compañero del alma, anotó tres cualidades centrales de ese primer libro: “transmutación, milagro y virtud”.

(OC, I, 253).

EL ESPEJISMO BANAL

¡Asfalto¡: ¡qué impiedad para mi planta!

¡Ay!, qué de menos echa

el tacto de mi pie mundos de arcilla

M. H. (OC, I, 376)

Miguel Hernández se instaló en Madrid desde diciembre de 1931 hasta mayo de 1932, en una estancia difícil, un semestre cargado de penas. Regresó a su pueblo natal, hambreado y triste. La segunda residencia madrileña, entre 1934 y 1936, trascurre con mejor suerte. Cano Ballesta señala que, aunque el poeta-pastor se encontraba “no-sincronizado con la metrópoli”, aportaba algo nuevo a la urbe: “pasión telúrica, aires puros de campo, ingenuidad, un clima de autenticidad. Su presencia fue muy pronto advertida” (1975, 130).

Madrid le duele, lo lastima el tráfago citadino y la modernidad. En carta a su novia, Josefina Manresa, del 5 de abril de 1935, le refiere su extrañeza:

Voy sonámbulo y triste por aquí, por estas calles llenas de humo y tranvías, tan diferentes de esas calles calladas y alegres de nuestra tierra. ¡Lo que voy a sentir no ver las procesiones contigo, darte caramelos con mis labios y besos con la imaginación! (OC, III, 2340).4

Su relación con la capital española será de amor-odio. La necesita para iniciar su nombradía. Establece profundas amistades —con Bergamín, Aleixandre, Neruda, Altolaguirre, Alberti, García Lorca—, sin ajustarse al asfalto. De esos avatares urbanos surgió un “silbo” —creaciones hernandianas con un eco de San Juan de la Cruz, a la par que su afición a “silbar”—, donde expresa su inadaptabilidad y su angustia. “El silbo de afirmación en la aldea”, un típico Beatus ille de menosprecio a la ciudad madrileña —esa corte moderna—, inicia con audaces líneas en la vanguardia del creacionismo:

Alto soy de mirar a las palmeras,

rudo de convivir con las montañas...

Yo me vi bajo y blando en las aceras

de una ciudad espléndida de arañas.

Difíciles barrancos de escaleras,

calladas cataratas de ascensores,

¡qué impresión de vacío!,

ocupaban el puesto de mis flores,

los aires de mis aires y mi río.

(OC, I, 373).

A Miguel Hernández le incomoda la urbe y expresa su dolor en heptasílabos y endecasílabos rimados. Sorprenden los “barrancos de escaleras” y las “cataratas de elevadores”, espacios ubicuos que hoy nos dominan. Incluso hallamos destellos futuristas que, aunque negativos, deslumbran:

Y miro, y sólo veo

velocidad de vicio y de locura.

Todo eléctrico: todo de momento.

Nada serenidad, paz recogida.

Eléctrica la luz, la voz, el viento,

y eléctrica la vida.

Todo electricidad: todo presteza

eléctrica: la flor y la sonrisa,

el orden, la belleza,

la canción y la prisa. (OC, I, 375).

Su rechazo a la ciudad es casi epidérmico. Lo hiere “el mundo asfáltico” como bien apunta Ricardo Gullón: “Electricidad y fugacidad frente a serenidad y eternidad” (31). El oriolano encarna al exiliado entre la multitud, a un “dichoso aquel” perplejo, que exclama: “¡Ay, no encuentro, no encuentro / la plenitud del mundo en este centro” (OC, I, 376).

Su lamento constituía casi un sacrilegio para los intelectuales del momento, urbanos y cosmopolitas. No obstante, el 25 de noviembre de 1935, en La Voz de Madrid, Juan José Domenchina lo recibió con una explicación elogiosa: “¿Hay algo ilícito en las expresiones de la hermosura? Miguel Hernández nos hace sentir como realidad legítima el triste hecho de que la belleza regüelde” (144). Al joven poeta le falta la verdura de las eras, la “terruñera” vida campesina. Su limonero, su higuera y su ganado. Sus baños en el río Segura, seguidos de un sol robusto sobre la piel curtida. La ciudad es un espejismo banal:

¡Cuánto labio de púrpuras teatrales,

exageradamente pecadores!

¡Cuánto vocabulario de cristales,

al frenesí llevando los colores

en una pugna, en una competencia

de originalidad y de excelencia!

(OC, I, 374).

El poeta se siente enfermo en el gran teatro del mundo madrileño, en la feria de las vanidades:

No concuerdo con todas estas cosas

de escaparate y de bisutería:

entre sus variedades procelosas,

es la persona mía,

como el árbol, un triste anacronismo.

(OC, I, 376).

Con esta fina imagen, Hernández define su estancia en Madrid: antiguo y lejano, anhelando, en fin, “la soledad cerrada de mi huerto” (ibid.).

Sin embargo, el cerebro encendido y creador del joven poetiza la ciudad, no la puede eludir. Citemos la primera composición del primitivo Silbo vulnerado, siete versos dedicados a “El aeroplano”:

Redención del acero:

cisne de geometría que en la gloria

canta y muere: cigarra del enero

y el agosto giganta y transitoria.

En el pico una estrella giratoria,

por el viento camina,

barítono pastor de gasolina.

(OC, I, 392).

Aunque es “árbol anacrónico” en la ciudad, imagina que el aeroplano redime al acero. Lo compara con un cisne geométrico que surca la gloria del cielo, con una cigarra transitoria y, en fin, lo personifica, cami nando por el viento como —genial imagen—un “barítono pastor de gasolina”. No se puede pedir una figura más creacionista que este endecasílabo. Miguel Hernández transfigura sus experiencias diarias en sutiles y mágicas imágenes. Juan José Domenchina anota: “Sin propósito de aconsonantar los dones característicos de este poeta, no es inútil decir que ‘puericia’ y ‘pericia’ se acomodan en él como pasmo y conciliación de virtudes incompatibles” (143). Desde la ciudad, sin abandonar su huerto en Orihuela y sus lecturas del Siglo de Oro, sintetiza sus contrarios, convierte en virtud sus contradicciones, modela su imaginario y lo ilumina.

EL MAGISTERIO

DEL SONETO

Este aprendiz perpetuo de las formas,

Pretéritas, actuales, ya futuras

Jorge Guillén (127)

Conocemos innumerables poemas que Miguel Hernández no incluyó en sus libros. No se pueden tildar de borradores. Algunos son excelentes. Por ejemplo, el primer poema que le dedicó a Josefina Manresa, en 1934, cuando la ve entrar en un taller de costura. Se prende de su palidez y de su cabellera negra. Con timidez, la ronda y la quiere conocer. Un día, decidido, le entrega un soneto escrito con tinta gongorina:

Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo,

nacida ya para el marero oficio;5

ser graciosa y morena tu ejercicio

y tu virtud más ejemplar ser cielo.

¡Niña!, cuando tu pelo va de vuelo

dando del viento claro un negro indicio,

enmienda de marfil y de artificio

ser de tu capilar borrasca anhelo.

No tienes más quehacer que ser

[hermosa,

ni tengo más festejo que mirarte,

alrededor girando de tu esfera.

Satélite de ti, no hago otra cosa,

si no es una labor de recordarte.

—¡Date presa de amor, mi carcelera!

(OC, I, 479-80).

Basta esta muestra de amor y de poesía para señalar el magisterio de Miguel Hernández en el soneto. El pelo oscuro y ondulado. La piel morena y la gracia celeste de la amada. El anhelo de su cabellera abundante —“capilar borrasca”. El amante como un satélite, girando ante la esfera plena de su prometida. Y en hermosa antítesis, le pide a Josefina-carcelera que se dé por presa, que le otorgue señas de reciprocidad al prisionero de su amor. Ella será el catalizador de la poesía hernandiana. Concha Zardoya anota:

Ha encontrado el amor único y la mujer única. Ha ido a ella sin vacilaciones, con impulso a la vez ciego y clarividente, con firme determinación del alma y del cuerpo. Ni la guerra ni las cárceles —tristes separaciones— atenuarán la fogosa llama de este amor purísimo, enraizado en la carne y en el espíritu [...] Agónico amor que nada será capaz de atenuar o separar. (18).

Los grupos de poemas que nombró Imagen de tu huella y El silbo vulnerado desembocan en un libro magistral, El rayo que no cesa (1936), obra culminante de su ejercicio poético. Rafael Alberti recuerda:

Verdadero rayo deslumbrador, revelador, de poeta nativo, sabio. Un rayo milagroso, pues lo pensaba uno del revés, surtiendo de la piedra hacia lo alto, escapando, lumínico, de aquel ser tan terreno, desmanotado y hosco. (18).

Cifraba la imagen neogongorina —ya sin el preciosismo anterior—, atemperada por la luz de Garcilaso, y agudizada por la fragilidad existencial de Quevedo. Dice Cano Ballesta: “El empaque quevedesco y la perfecta forma clásica del soneto sirven de cáscara que aprisiona una pasión de enamorado trágica y llena de patetismo” (32). Hernández ya ha absorbido y destilado lo mejor del Siglo de Oro. Si bien esta colección cuenta con “un espejo garcilasiano de quejas y lamentos”, según Leopoldo de Luis y Urrutia (210), las composiciones se alejan de “las melancolías eglógicas y de los vuelos místicos” (210), y se impregnan de un tono fatídico y personal. Un aire trágico y quevedesco vincula la experiencia amorosa, la sucesión de instantes que se abisman, y el ser-para-la-muerte que tanto aquejó a ambos poetas con su ominosa sombra. Desde la primera octava del conjunto surge esa fractura, la pena que marcó el destino del oriolano:

Un carnívoro cuchillo

de ala dulce y homicida

sostiene un vuelo y un brillo

alrededor de mi vida. (OC, I, 493).

La negra herida y el diente corrosivo de la muerte rondan este poemario. La ausencia es tan presente que lastima. Un cuchillo que abre, que cercena el interior del poeta, es dulce y homicida a la vez, vuela y brilla, mata y da vida. Lo mismo sucede con el corazón enamorado del poeta que, aunque jubiloso y robusto, se sabe perecedero y antiguo:

Mi sien, florido balcón

de mis edades tempranas,

negro está, y mi corazón,

y mi corazón con canas. (Ibid.)

La mente juvenil, como un balcón de ideas claras y floridas, se sabe mortal. Y su corazón “con canas” se viste de luto. Difícil creer que el poeta cuenta con escasos veinticinco años. Sentimos estupor ante esta conciencia mortuoria, ante el Weltschmerz que lo acompaña. Acaso tenía la premonición del hachazo homicida que lo derribó —tan temprano—, algunos años más tarde. Lo rondan las tres heridas, amor, vida y muerte, en turbulenta conjunción. Francisco Lobera Serrano nos regala una anécdota ejemplar sobre la condición quevedesca del poeta:

Deseo recordar aquí al gran maestro y gran hispanista Carmelo Samonà, que pocos meses antes de su temprana muerte, durante unos exámenes orales en la Universidad de Roma, y tras haber leído el soneto de El rayo que no cesa, que dice:

Ya de su creación, tal vez, alhaja

algún sereno aparte campesino

el algarrobo, el haya, el roble, el pino

que ha de dar la materia de mi caja.

Ya, tal vez, la combate y la trabaja

el talador con ímpetu asesino

y, tal vez, por la cuesta del camino

sangrando sube y resonando baja.

Ya, tal vez, la reduce a geometría,

a pliegos aplanados quien apresta

el último refugio a todo vivo.

Y cierta y sin tal vez, la tierra umbría

desde la eternidad está dispuesta

a recibir mi adiós definitivo.

riéndose decía: “Este soneto es de Quevedo. Increíble. Aquí hay un error, dice que es de Hernández”. Y concluyó: “Pero Quevedo habría deseado que fuera suyo.” (II, 533-534).

Podríamos hacer eco de Carmelo Samonà y adjudicar sonetos, octavas, liras, décimas de Miguel Hernández a Garcilaso, Góngora, Fray Luis, Calderón o Quevedo, sin riesgo a deshonrarlos. Bebió como pocos de las fuentes del Siglo de Oro y en su destreza formal alcanzó cumbres admirables.

EL CEREBRO DEL POETA

En verdad no hay poema de Miguel Hernández que no esconda una sorpresa verbal, que no seduzca al oído y procure “halagos sonoros”, como finamente los llama Ricardo Gullón. Su absorción de la retórica clásica y barroca fue contundente. Luis Miravalles se dirigió a Valladolid para entrevistar a uno de los Fenoll, Efrén, “el chico negro que rima con tren” (OC, 303), amigo muy querido del poeta. Junto con su hermano Carlos y su hermana Josefina, Pepito Marín —o “Ramón Sijé”— y otros muchachos, se reunían en la tahona de los Fenoll, en el número cinco de la calle Arriba, para leer poesía y representar obras de teatro.6 Miguel decía de aquel recinto juvenil: “En este horno se hacen versos como panes y panes como lunas” (OC, 303). Ellos fueron los primeros en escuchar sus versos. Efrén lo acompañaba a cuidar las cabras a su huerto y en ocasiones a bañarse al río. Recuerda los viajes de Miguel a Madrid y sus alegres regresos al pueblo. Nos interesa uno en especial:

—Un atardecer oscuro de invierno, en una de sus visitas aisladas desde Madrid, nos cuenta Efrén, yendo al cine los dos, durante el camino me leyó la égloga de Garcilaso y me explicó que el cerebro del poeta es como un prisma encendido, un cerebro poliédrico, capaz de transfigurar lo cotidiano en imágenes, en belleza. (Miravalles, 301).

Si bien se maravilló con la obra de Góngora, cuando se acerca el cuarto centenario de la muerte de Garcilaso de la Vega, en 1936, “Miguel sustituye el culto a Góngora por el de Garcilaso” (ibid.).7 De familia noble y acaudalada, Garcilaso fue un humanista cabal de educación cortesana. Trajo el Renacimiento italiano a la poesía española. Guarda imperial de Carlos V, murió en Niza en 1536. Garcilaso se disfrazó de pastor y dejó las más célebres églogas del Siglo de Oro. Por el contrario, Miguel Hernández, pastor, lee su obra cuatro siglos más tarde y escribe una égloga en que lo retrata de una manera memorable:

Un claro caballero de rocío

un pastor, un guerrero de relente

eterno es bajo el Tajo, bajo el río

de bronce decidido y transparente.

(OC, I, 540).

Este cuarteto captura la delicadeza del hombre Garcilaso y de su suelo natal. Si atendemos a la idea de Paul Valéry de que el primer verso es un regalo de los dioses, este endecasílabo inicial lo confirma. Miguel Hernández absorbió con maestría la lección del toledano, una de las más finas plumas de la lengua. Con elegancia, dejó plasmada su eternidad, su ilustre posición en la lírica española:

El tiempo ni lo ofende ni lo ultraja,

el agua lo preserva del gusano,

lo defiende del polvo, y lo amortaja

y lo alhaja de arena grano a grano.

Un silencio de aliento toledano

lo cubre y lo corteja,

y sólo va un silencio a su persona

y en el silencio sólo hay una abeja.

(OC, 540).

La égloga, publicada por la Revista de Occidente en junio de 1936, deslumbró de nuevo a la comunidad artística. Es una de las composiciones más bellas del oriolano, con líneas suaves y cristalinas, un verdadero “halago sonoro”, brillante homenaje al “caballero de rocío” que reposa a orillas del Tajo, en la Iglesia de San Pedro Mártir, en Toledo.

Elegías gemelas

Siempre he pensado que la “Elegía” dedicada a Josefina Fenoll, novia de Ramón Sijé, debería ser parte de El rayo que no cesa (1936). Es un poema admirable. No demerita al dedicado a su “compañero del alma”. Algún día, alguien se atreverá a ponerlo en su lugar. Según Concha Zardoya, el mismo Miguel Hernández lo hubiera querido así. En carta dirigida a Carlos Fenoll, en febrero de ese año, le escribe:

Recién editado mi libro El rayo que no cesa, en cuanto me den ejemplares estará entre vosotros. Incluyo en él la elegía a nuestro compañero, que es lo más hondo y mejor que he hecho. Es una edición preciosa [...]

Estoy a punto de acabar una segunda elegía sobre la muerte de Sijé y en ella la persona a la que me dirijo es tu hermana.

Tengo ya el alma ronca

[y tengo ronco

el gemido de música traidora...

Arrímate a llorar conmigo

[a un tronco:

retírate conmigo al campo y llora

a la sangrienta sombra

[de un granado

desgarrado de amor, como

[tú ahora.

Caen, desde un cielo

[gris desconsolado,

caen ángeles cernidos para el trigo

sobre el invierno gris desocupado.

Arrímate, retírate conmigo:

vamos a celebrar nuestros dolores

junto al árbol del campo

[que te digo.

Panadera de espigas y de flores,

panadera lilial de piel de era,

panadera de panes y de amores...

Siento mucho haberla hecho después de haber publicado mi libro: me hubiera gustado incluirla en él también. (OC, III, 2367-68. El subrayado es nuestro.)8

Miguel Hernández sabía de la estatura de ambos poemas y los quería juntos, porque se pertenecen. De Luis y Urrutia asienten en este sentido al señalar: “La Elegía es, en realidad, pareja de la dedicada a Ramón Sijé. Gemela hasta en su forma” (OPC, 251). Se adelantó la edición de Manuel Altolaguirre. Hernández plasmó el dolor que albergaba el corazón de Josefina Fenoll, novia del compañero fallecido y hermana de sus amigos panaderos, Efrén y Carlos. Miguel la llama, con inmensa compasión: “Novia sin novio, novia sin consuelo, / te advierto entre barrancos y huracanes / tan extensa y tan sola como el cielo” (OC, I, 516). El inminente desposorio de los enamorados fue quebrado por la muerte:

Ibas a ser la flor de las esposas,

y a pasos de relámpago tu esposo

se te va de las manos harinosas. (Ibid.).

Con qué elegancia y sutileza se teje la idea del pan, la harina, el trigo y la novia panadera: “A echar copos de harina yo te ayudo / y a sufrir por lo bajo, compañera, / viuda de cuerpo y de alma yo viudo” (OC, I, 517). La “Elegía”, compuesta de veintiún tercetos encadenados y un cuarteto final, recuerda el soneto XI de Garcilaso, en el que incita a las ninfas del río a dejar un rato su labor y a escuchar su lamento: “que o no podréis de lástima escucharme, / o convertido en agua aquí llorando, / podréis allá de espacio consolarme” (en Rivers, 36). Miguel Hernández se duele junto con su amiga: “¡Cuántos amargos tragos es la vida! / Bebió él la muerte y tú la saboreas / y yo no saboreo otra bebida” (OC, I, 517). El poeta le pide a Josefina que deje su labor en la tahona y que, llorando juntos, hagan que nazca hierba de las rocas:

Retírate conmigo hasta que veas

con nuestro llanto dar las piedras

[grama

abandonando el pan que pastoreas.

Finalmente, le aconseja que se disponga para velar a su enamorado:

Levántate: te esperan tus zapatos

junto a los suyos muertos

[en tu cama,

y la lluviosa pena en sus retratos

desde cuyos presidios te reclama

(Ibid.).

Cierra la dolorosa imagen de los zapatos enlutados en la cama nupcial. Calzados, juntos, en la íntima alcoba, los novios han sido estrellados por la muerte. Sobreviven retratos que encarcelan la memoria de su amor, y una “lluviosa pena” que inunda de lágrimas la escena.

Tal vez algún día veremos las elegías unidas en alguna edición de El rayo que no cesa y escucharemos la dedicada a Josefina Fenoll, con la espléndida voz y la música de Joan Manuel Serrat, como ya lo hizo, magistralmente, con la de José Marín Gutiérrez, “Ramón Sijé”, fallecido en la Nochebuena de 1935. Ojalá.

Y este año que se conmemoran los 75 años de la muerte de Miguel Hernández, debemos celebrar —sin elegías— que el

hachazo homicida que lo derribó no haya terminado con el manantial claro de su poesía, con el rayo de sus versos que no cesa.

Laney Collage, Oakland