El cementerio marino
Techo tranquilo, senda de palomas,
Que palpita entre pinos y entre tumbas;
El Mediodía exacto en él se enciende
El mar, el mar que siempre en sí comienza...
¡Qué recompensa, tras un pensamiento,
Es contemplar la calma de los dioses!
¡Qué pura obra de fulgor absorbe
Tantos diamantes de invisible espuma!
¡Y cuánta paz parece aquí alcanzarse!
Cuando sobre el abismo el sol reposa
—Puras labores de una eterna causa—
Relumbra el tiempo y el saber es sueño.
Firme tesoro, templo de Minerva,
Suma de calma y lúcido secreto,
Agua que tiembla y Ojo que en ti guardas
Bajo un velo de llamas tanto sueño.
¡Oh, mi silencio... Edifica en mi alma,
Mas, Techo, colma de oro las mil tejas!
Templo del Tiempo, junto en un suspiro:
A esta pureza asciendo y me descanso
De mi mirar marino rodeado;
Y así a los dioses en suprema ofrenda,
Ese sereno centelleo siembra
Un desdén soberano en las alturas.
Como la fruta en gusto se disuelve,
Como en delicia múdase su ausencia
En una boca en que su forma muere,
De mi humo futuro el aire aspiro
Y el cielo canta al alma consumida
El cambio de riberas rumorosas.
¡Cielo cierto y hermoso, he aquí mi cambio!
Después de tanto orgullo y tanta extraña
Ociosidad, aunque llena de fuerzas,
A tu brillante espacio me abandono,
Por mansiones de muerte va mi sombra
Que me aprisiona en su moverse frágil.
Expuesta el alma a antorchas del solsticio,
Yo te respeto, admiro, la justicia
De la luz, la de armas sin piedad;
Te vuelvo, pura, a tu lugar primero.
¡Mírate!... Aunque la luz que se devuelve
En su lugar deja una triste sombra.
Para mí solo, solo en mí, en mí mismo
Cerca del corazón, fuente del verso,
Entre el vacío y el suceso puro,
De mi interior grandeza espero el eco:
¡Amarga, oscura y sonora cisterna
Que porvenir vacío ofrece al alma!
¿Sabes, falso cautivo del follaje,
Golfo roedor de estas frágiles rejas
—Secretos deslumbrantes a mis ojos—
Qué perezoso cuerpo aquí me arrastra,
A esta tierra de huesos qué le atrae?
Es un fulgor que ahí piensa en mis ausentes.
Cerrado, sacro, ardiendo sin materia,
Casco de tierra a la luz ofrendado,
Me place este lugar lleno de antorchas,
Formado de oro y piedra y umbríos árboles,
Que tanto mármol tiembla en tantas sombras.
¡El mar fiel duerme aquí entre mis tumbas!
[caption id="attachment_1091584" align="alignright" width="254"] Fuente: Alba Editorial / d.facebook.com[/caption]
¡Ahuyenta, perra espléndida, al idólatra!
Mientras solo, en sonrisa de pastor
Apaciento corderos misteriosos
—Albo rebaño de tranquilas tumbas—,
Aléjame las prudentes palomas,
Los vanos sueños, los curiosos ángeles.
El porvenir, aquí, sólo es pereza;
El claro insecto escarba en sequedades;
Todo quemado, mustio, sube al aire,
A yo no sé qué esencia rigurosa...
La vida es vasta, como ebria de ausencias
Y es dulce el amargor, claro el espíritu.
Los muertos se hallan bien en esta tierra
Que recalienta y seca su misterio.
Fijo en lo alto, el alto Mediodía
Se piensa en sí, y a sí mismo se ajusta...
En ti yo soy el cambio más secreto,
La cabeza total y su diadema.
Sólo yo puedo detener tu angustia.
Mi contrición, mis dudas, mis afanes,
Defectos son de ése tu gran diamante...
Mas en su noche de pesados mármoles
Un pueblo incierto entre raíces de árboles
Ya lentamente se abrazó a tu suerte.
Allí, fundidos en espesa ausencia,
La roja arcilla se sorbió lo blanco
Y el don de vida se pasó a las flores.
¿Dónde están las palabras de los muertos,
Su arte original, sus almas únicas?
La larva teje donde fue la lágrima.
Los gritos de muchachas con cosquillas,
Ojos, dientes y humedecidos párpados,
Seno cautivador que en fuego juega,
Sangre que brilla al labio que se entrega;
Dedos que acogen últimas caricias;
¡Todo en la tierra llega a su destino!
Y tú, alma mía, ¿aún esperas el sueño
Que ya no tenga este color de engaño
Que la onda y oro ante mis ojos muestran?
¿Aún cantarás cuando vapor ya seas?
¡Todo huye! Es vana mi existencia
Y la santa impaciencia también muere.
Seca inmortalidad, negra y dorada:
Consoladora tú, de horrendos lauros,
Que en seno maternal cambias la muerte,
Bella mentira de piadoso engaño:
¿Quién no conoce y quién no los rechaza
Ese cráneo vacío en risa eterna?
Padres profundos de cabezas hueras
Que bajo el peso de las paletadas
Tierra sois ya, y confundís mis pasos:
El roedor gusano verdadero
No está en aquel que duerme tras la losa:
¡Vive de vida y no me deja nunca!
¿Amor, tal vez, tal vez odio a mí mismo?
Tan cerca siento lo íntimo que muerde,
Que cualquier nombre puede convenirle.
¡Qué importa! Él mira, quiere, sueña, toca,
Ama mi carne y hasta en el lecho
Yo vivo de vivir en su dominio.
¡Zenón, cruel Zenón! ¡Zenón de Elea!
¡Me has traspasado con tu flecha alada
Que vibra y vuela, y que no vuela ya!
¡Nazco del son y mátame la flecha!
¡Ah, el sol! ¡Qué sombra de tortuga al alma
Cuando, inmóvil, Aquiles va en carrera!
¡No, no! ¡En pie, en el tiempo futuro!
¡Rompe, cuerpo, esta forma pensativa!
¡Bebe, mi pecho, este nacer del viento!
Una frescura que este mar exhala
Me vuelve el alma... ¡Oh, poderoso mar!
¡Corramos a la onda en salto alegre!
¡Oh, sí, gran mar tan lleno de delicias,
Piel de pantera y clámide horadada
Por mil y mil imágenes del sol!
Hidra total, de tu carne azul ebria,
Que te muerdes la cola refulgente
En confusa pareja del silencio.
¡Se alza el viento!... ¡Tratemos de vivir!
Abre y cierra mi libro el aire inmenso.
La ola en polvo hace brillar las rocas.
¡Volad, volad, páginas deslumbradas!
¡Romped, olas alegres, el tranquilo
Techo donde las velas picotean!
Nota
El texto original francés de estos versos, publicados por primera vez en La Nouvelle Revue Française el primero de junio de 1920, lleva, en griego, el siguiente epígrafe: “Alma mía, no aspires a la vida inmortal. Apura antes bien el imperio de lo factible”. Píndaro, Píticas III.
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