El gobierno de AMLO y la diplomacia implícita

El gobierno de AMLO y la diplomacia implícita
Por:
  • rafaelr-columnista

Durante su larga campaña por la Presidencia de la República, el candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, y su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), fueron deliberadamente opacos sobre la política exterior que seguirían de llegar al poder. Fueron omisos en cuanto a sus relaciones con Europa, Asia y África, y ambiguos sobre sus futuros vínculos con Estados Unidos y América Latina. A las preguntas sobre esa opacidad, López Obrador respondía con la máxima aislacionista de que la “mejor política exterior es la interna”. En un tuit de hace unos días, el candidato electo ha dicho lo contrario: que Morena es un “fenómeno mundial”.

Desde un punto de vista normativo, la izquierda reitera su apego a la máxima juarista de que “el respeto al derecho ajeno es la paz”, refrendada luego por las doctrinas Carranza y Estrada, entre 1918 y 1930, como afirmación del carácter inviolable de la soberanía nacional y la autodeterminación de los pueblos. La teoría de las relaciones internacionales y la historiografía más actualizadas sostienen, sin embargo, que dichos principios tienen una validez relativa, ya que dependen del mayor o menor activismo internacional de cada gobierno en temas de interés global como los derechos humanos, el medio ambiente, el terrorismo, la migración o el narcotráfico.

En una primera lectura, la política exterior de López Obrador pudo dar la impresión de un giro aislacionista o nacionalista, encaminado a proteger el ámbito doméstico mexicano, frente a los crecientes mecanismos supervisores de la comunidad internacional. Desde el tramo final de la campaña, aquella suposición se vio refutada con la propuesta, ya no de mantener en pie el Tratado de Libre Comercio (TLCAN), sino de profundizarlo por medio de una “nueva Alianza para el Progreso”, que incorporaría a Centroamérica, y que se basaría en una estrategia de desarrollo regional compartida por Estados Unidos, México y los gobiernos del área.

Que Washington era una prioridad de la estrategia internacional del nuevo gobierno se comprobó en los días posteriores al triunfo de López Obrador. Donald Trump sostuvo una conversación telefónica de media hora con el candidato electo y el 13 de julio se celebró una reunión con el secretario de Estado, Mike Pompeo, en la que participaron el virtual canciller del nuevo gobierno mexicano, Marcelo Ebrard, y los titulares del Tesoro y la Segu-

ridad, más el yerno y asesor de Trump, Jared Kushner. Según declaraciones de Ebrard, la

posición de México frente a Venezuela y Nicaragua sería de respeto a la “no intervención en asuntos internos” de esos países, pero no aclaró si, a su juicio, la del actual gobierno de Enrique Peña Nieto y su canciller Luis Videgaray es intervencionista.

[caption id="attachment_773556" align="alignright" width="330"] Ilustraciones: Staff La Razón[/caption]

¿NUEVA ALIANZA PARA EL PROGRESO?

Es extraño escuchar, en un líder de la izquierda latinoamericana, el anuncio de una “nueva Alianza para el Progreso”. Aquella iniciativa del gobierno de John F. Kennedy, a principios de los años sesenta, fue concebida para contrarrestar el efecto expansivo de la Revolución Cubana en la región. En el verano de 1961, durante la célebre reunión del Consejo Interamericano Económico Social de Punta del Este, Uruguay, el Che Guevara denunció la Alianza para el Progreso como un

vehículo destinado a separar al pueblo de Cuba de América Latina, esterilizar el ejemplo de la Revolución Cubana y domesticar a los pueblos de acuerdo con las indicaciones del imperialismo.

En su libro 2018. La salida. Decadencia y renacimiento de México (2017), López Obrador da algunas pistas de cómo entiende esa iniciativa. Propone, en esencia, un proyecto de desarrollo agropecuario y recuperación del sector energético que reduzca la importación de alimentos y combustibles, dilate el mercado interno, rescate la infraestructura industrial y genere empleos, como fórmula para contener la emigración y atenuar el crecimiento desigual entre los países firmantes del TLCAN. En un pasaje de su libro, López Obrador deja claro que no entiende esa nueva Alianza para el Progreso como una negación sino como un complemento del Acuerdo de Libre Comercio desde América Latina:

Con los países integrantes del TLCAN debemos procurar la negociación de diversos esquemas de cooperación por la vía de acuerdos complementarios que coadyuven a superar las asimetrías existentes en tecnología, productividad y apoyos al campo. Independientemente de estas negociaciones, es necesario hacer valer todos los instrumentos (aranceles, salvaguardas, normas técnicas y otras disposiciones) que México tiene en el TLCAN y en otros acuerdos comerciales para proteger ramas importantes de nuestra producción interna de alimentos y evitar prácticas desleales de comercio internacional. (p. 203).

Un aspecto de la nueva política de López Obrador, el de la retención de la emigración fronteriza, debió de agradar al gobierno de Donald Trump. La promesa de contener la emigración ilegal converge con la brutal ofensiva de la actual administración norteamericana contra las comunidades de migrantes latinos, sin necesidad de pasar por un diferendo en cuanto a la política de deportación y criminalización. Donald Trump y

su gabinete de migración y seguridad siempre han sostenido que México “envía lo peor” del país y que revertir esa situación es responsabilidad del vecino del sur.

A primera vista, López Obrador parece dar la razón al mandatario estadunidense. Jorge Durand, uno de los más acreditados estudiosos del tema migratorio en México, ha llamado la atención sobre esa errónea percepción, que sustentaría políticas contraproducentes. En “Cambio de narrativa” (La Jornada, 8 de agosto de 2018), el profesor del CIDE señala que “no es pertinente ligar el tema del desarrollo —y, lo que es más grave, de la seguridad— a reducir la migración”, porque “ya no corresponde a la realidad”. Durand y otros estudiosos del fenómeno migratorio, como los profesores de Princeton Douglas Massey y Alejandro Portes, han sostenido, desde hace años, que hay una tendencia decreciente en la migración mexicana hacia Estados Unidos. En el texto citado agrega:

La emigración mexicana a Estados Unidos, según el último reporte del Pew Hispanic Center fue de 165 mil personas (regulares e irregulares) para el año 2014. Simplemente, para comparar, en 1991 se registraron 295 mil personas. El saldo migratorio es negativo, bajo cero, menos 6 por ciento. Ese es el argumento fundamental en una negociación bilateral,

que el flujo migratorio cambió radicalmente, aunque los agoreros de desastres e iluminados digan lo contrario.

Lo que ha trascendido de la reunión entre López Obrador, Ebrard, Pompeo y demás secretarios de Estados Unidos apunta a que se mantiene en pie la renegociación del TLCAN, sobre bases de un mayor acuerdo bilateral, en torno a estrategias de desarrollo regional para contener la migración, y de políticas de seguridad contra la delincuencia, el crimen organizado y el narcotráfico. Según Ebrard, en la reunión del viernes 13 de julio en la

Colonia Roma, no se habló del muro ni del tráfico de armas, pero el equipo de López Obrador se habría mostrado contrario a la retención de centroamericanos en territorio mexicano.

En la propuesta del gabinete de López Obrador al gobierno de Trump, hasta donde sabemos, tampoco se trató el tema de Venezuela y Nicaragua, por lo que, en la práctica, no sabemos en qué consiste la aplicación del principio de “no intervención” con respecto a esos dos países envueltos en graves conflictos internos. ¿Se retirará México del Grupo de Lima, cambiará su posición en la Asamblea General de la OEA, dejará de mostrar preocupación por los asesinatos de estudiantes o ataques a religiosos por parte de las fuerzas represivas de Daniel Ortega? No hacerlo equivaldría a demandar que la comunidad internacional no se solidarice con los padres de los 43 de Ayotzinapa o con las víctimas de la violencia en la pasada campaña electoral.

Donald Trump y su gabinete de migración y seguridad siempre han sostenido que México envía lo peor  del país y que revertir esa situación es responsabilidad del vecino del sur.

¿REGRESAR A AMÉRICA LATINA?

En una conversación de Luis Hernández Navarro con Yeidckol Polevnsky, para el programa “Cruce de Palabras” de Telesur, canal de la televisión oficial venezolana, la dirigente de Morena argumentaba en enero de 2016 que en contra de cierta imagen aislacionista, Andrés Manuel López Obrador no es ajeno a la izquierda bolivariana, es-

pecialmente a los proyectos de Fidel Castro en Cuba y Hugo Chávez en Venezuela. Según Polevnsky, López Obrador no es muy expresivo sobre su visión de América Latina porque sabe que se “le criticará severamente” e intenta “cuidar el proceso” para ganar el poder.

Sin embargo, durante la campaña presidencial de 2017 y principios de 2018, López Obrador mostró un interés en América Latina que eludía el circuito de la izquierda bolivariana. Si en la campaña de 2006 dijo seguir el modelo de Lula en Brasil, no el de Chávez en Venezuela, ahora diseñó una gira por América Latina en la que visitó Ecuador y Chile durante el verano de 2017. Los encuentros de López Obrador con Lenín Moreno y Michelle Bachelet se enmarcaron en la coyuntura del distanciamiento entre el nuevo gobierno ecuatoriano y Rafael Correa y del apoyo de Chile al Grupo de Lima, que cuestionó la legitimidad de la nueva “asamblea constituyente”, la neutralización del parlamento opositor y la represión política en Venezuela.

Durante toda la campaña, López Obrador no mostró simpatía por cualquiera de los regímenes bolivarianos y no criticó la política exterior del gobierno de Enrique Peña Nieto, que jugó un papel destacado en la crítica al autoritarismo venezolano en Lima, en la OEA y en los intentos de diálogo en Santo Domingo. El mensaje que el equipo de López Obrador transmitió durante toda la campaña fue contrario a cualquier alineamiento con el chavismo y, a la vez, favorable a la izquierda democrática del Cono Sur, especialmente a la personificada por José Mujica en Uruguay. Aun así, el programa de gobierno de Morena no contemplaba, centralmente, algunas de las demandas que han caracterizado a dicha izquierda, como la despenalización de las drogas, el matrimonio igualitario, la legalización del aborto y el nuevo marco jurídico ambiental.

Partidarios de López Obrador han dicho que su política exterior propiciará una vuelta a América Latina. Habría que recordar que ese llamado se ha reiterado en México desde los años del gobierno de Vicente Fox, cuando el conflicto con Cuba y Venezuela llegó al borde de la ruptura de relaciones con ambos países. Desde el sexenio de Felipe Calderón, la política exterior mexicana ha reforzado lazos con América Latina. Calderón negoció con Lula la ampliación del Grupo de Río entre 2008 y 2009; en 2010, en Playa del Carmen, con la presencia de Hugo Chávez, Raúl Castro, Rafael Correa, Evo Morales y demás líderes de la Alianza Bolivariana, se decidió la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC). México ha estado comprometido con la CELAC, sin renunciar a su pertenencia a la Alianza del Pacífico, rechazada por los gobiernos bolivarianos.

Durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, como han estudiado Guadalupe González, Rafael Velázquez Flores y Ana Covarrubias, tampoco se descuidaron las relaciones con América Latina. México condonó la deuda de Cuba en un 70 por ciento; en 2014, el presidente viajó dos veces a La Habana en visita de Estado, y en 2016 asistió a los funerales de Fidel Castro. El gobierno mexicano relanzó sus relaciones con Brasil y Argentina, durante la visita de Dilma Rousseff en 2015 y el viaje de Peña Nieto a Buenos Aires en 2016. Las buenas relaciones, lo mismo con gobiernos de izquierda —como los de Tabaré Vázquez y Michelle Bachelet— que de derecha —como los de Mauricio Macri y Juan Manuel Santos—, colocan a México en una posición de gran realismo y flexibilidad en el hemisferio, que no tiene sentido deshacer.

Los llamados a “volver a América Latina”, que desde sus propias bases se lanzan a López Obrador, no sugieren una interlocución pragmática con todos los gobiernos de la región, sino un giro ideológico a favor de los regímenes bolivarianos que podría ser dañino para México. Hay en la tradición diplomática mexicana suficiente experiencia y sabiduría para preservar el principio del respeto a la soberanía nacional, con el rechazo a cualquier recurso punitivo contra gobiernos legítimos, sin boicotear el marco interamericano ni dejar de expresar públicamente el desacuerdo con la represión política y la violación de derechos humanos. La legitimidad democrática del nuevo gobierno mexicano facilitará, aún más, esa vocación hemisférica.

Frente a la tendencia contra el libre comercio que encabezan Donald Trump, Vladimir Putin y algunos líderes de la nueva derecha europea, el Pacífico es un área que puede afirmar la apuesta de México por la globalización.

¿Y LA DIVERSIFICACIÓN?

Algunas versiones estereotipadas de las relaciones internacionales presentan a México como un país absorto en sus vínculos con América del Norte. Sin embargo, en las últimas décadas, las relaciones con la región de Asia-Pacífico han alcanzado un nivel altísimo, que ronda entre el 20 y el 30 por ciento del comercio global del país. Especialmente con China, Japón, Corea del Sur, Malasia y Taiwán, el vínculo se ha intensificado en los últimos años. Hoy México cuenta con doce embajadas y veintitrés consulados en esa región y el intercambio comercial rebasa los 150 mil millones de dólares. Frente a la tendencia contra el libre comercio que encabezan Donald Trump, Vladimir Putin y algunos líderes de la nueva derecha europea, el Pacífico es un área que puede afirmar la apuesta de México por la globalización.

[caption id="attachment_773557" align="alignright" width="331"] Ilustraciones: Staff La Razón[/caption]

A diferencia de otros proyectos de la izquierda latinoamericana, como el de Lula en Brasil o el de Chávez en Venezuela, el nuevo gobierno de López Obrador aparece sin una estrategia geopolítica clara. Lula y Dilma impulsaron la relación sur-sur y los Brics (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), como fórmulas para descentrar el vínculo regional de la pugna histórica de las potencias atlánticas y de la hegemonía de Estados Unidos en el hemisferio. Chávez y Maduro, por su lado, han optado por una geopolítica más agresiva, basada en relaciones privilegiadas con Rusia y algunos regímenes extractivistas y autoritarios, sobre todo en el Medio Oriente, como Irán, Libia, Siria y, más recientemente, Turquía.

Puede ser una ventaja que el nuevo gobierno mexicano carezca de una estrategia geopolítica definida, ya que le permitiría dar continuidad a los elementos positivos de la política exterior heredada de las últimas administraciones. Los mecanismos de diversificación de las relaciones internacionales, emprendidos tanto en la región Asia-Pacífico como en la Unión Europea, se pondrían en riesgo si dicha estrategia intenta alinearse plenamente con alguno de los nuevo polos del conflicto global. Incluso con Rusia, la administración saliente deja un saldo favorable, tras el viaje del canciller Luis Videgaray a Moscú en noviembre de 2017, en medio de la alarma por una posible intervención digital de Moscú en las elecciones mexicanas.

Junto con la región Asia-Pacífico, con China a la cabeza, la otra zona del mundo que todavía apuesta mayoritariamente al libre comercio es Europa. En los nexos europeos, México tiene otra salida a la ineludible lógica de diversificación de sus redes diplomáticas y comerciales. En una coyuntura como la actual, marcada por una guerra comercial de baja

intensidad con Estados Unidos y por el avance electoral de la extrema derecha europea, la presencia de México en Europa y de Europa en México no puede quedar fuera de las prioridades del nuevo gobierno. El papel de contención de las tendencias centrífugas o euroescépticas, nacionalistas o xenófobas, que actualmente juegan líderes como Angela Merkel, Emmanuel Macron y, en menor medida, el presidente de Italia, Sergio Mattarella, debería recibir el apoyo del gobierno mexicano.

La próxima cumbre del G-20 en Argentina, pocos días antes de la toma de posesión del nuevo presidente, será una buena oportunidad para que el gobierno saliente y el entrante reiteren el compromiso expresado en las últimas semanas, por una política exterior consciente del lugar de México en la comunidad internacional. No reporta ninguna ganancia abandonar foros y plataformas de inserción comercial y diplomática que podrían dar un mayor rendimiento tras una reorganización de la política económica nacional. La reorientación de la economía a que aspira el nuevo gobierno, al otorgar un rango de prioridad al combate a la corrupción y la pobreza, requiere de un tejido multilateral de relaciones internacionales.

Una diplomacia cuidadosa con Donald Trump, para poder avanzar en puntos prioritarios de la agenda bilateral, puede liberar sus distancias con las políticas racistas de la Casa Blanca por medio del respaldo a las posiciones más responsables dentro de la Unión Europea. Las tensiones entre Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia y China ofrecen a México un campo de acción para una diplomacia soberana, muy parecido y, a la vez, más complejo que el de la Guerra Fría. Son más las oportunidades que los obstáculos que esta nueva fase multipolar ofrece a un gobierno de izquierda en México, siempre y cuando no ceda a la presión ideológicamente sectaria de un sector de sus bases, que apuesta por una geopolítica confrontacional.

La reorientación de la economía a que aspira el nuevo gobierno, al otorgar un rango de prioridad al combate a la corrupción y la pobreza, requiere de un tejido multilateral de relaciones internacionales.

¿UNA DIPLOMACIA IMPLÍCITA?

La teoría contemporánea de las relaciones internacionales acepta que las esferas doméstica y exterior de una política nacional están interrelacionadas, aunque poseen relativa autonomía. Muchas veces, esa interrelación se da por contraste, como sucedió en Estados Unidos durante la presidencia de Richard Nixon, cuando una política severamente anticomunista en el ámbito doméstico era acompañada de una diplomacia realista, en busca del entendimiento con la Unión Soviética y China. Más o menos lo mismo que podría decirse de la política exterior de Vladimir Putin y Serguei Lavrov de los últimos años, que corteja a las élites económicas y políticas de Estados Unidos a la vez que desafía los foros globales de la democracia y los derechos humanos.

Para México sería perfectamente idóneo combinar una política doméstica que gira a la izquierda, por medio de la recuperación del rol del Estado en el desarrollo y el aumento del gasto público en derechos sociales, y una política exterior que conduce con pragmatismo y diversificación su red diplomática global. Sin embargo, ese realismo puede enfrentarse a un límite en la normatividad internacional de derechos humanos y ambientales si no se cuida el respeto a los protocolos de la globalización. De ahí la importancia de no desaprovechar las instancias de integración global a las que México se ha sumado en las tres últimas décadas.

[caption id="attachment_773558" align="alignright" width="349"] Ilustraciones: Staff La Razón[/caption]

La tesis de la “democracia implícita” no debería ser pretexto para devolver el país a viejas formas de ensimismamiento, reñidas con la realidad cada vez más interconectada del siglo XXI. Un buen ejemplo del ejercicio de la política interna como política exterior es la iniciativa de pacificación del país con apoyo de la ONU. La violencia de los últimos años ha desangrado a México y ha empañado la imagen internacional del país. El gobierno de Enrique Peña Nieto intentó contrarrestar el descrédito con costosas campañas publicitarias que resultaron inútiles. Un verdadero esfuerzo de pacificación, además de la reforma de los aparatos de seguridad, supone el involucramiento de la comunidad internacional.

Durante el largo periodo del autoritarismo priista, los reflejos de la clase política eran contrarios a cualquier mecanismo de observación o escrutinio internacional. En los últimos sexenios esa actitud ha cambiado lentamente, pero todavía quedan resabios de un excepcionalismo que utiliza el argumento de la “no intervención” como subterfugio de la impunidad. La legitimidad democrática de México ha salido reforzada tras las últimas elecciones por lo que el nuevo gobierno, si no abre nuevos flancos autoritarios, no tendría por qué apelar al aislamiento internacional como fórmula de protección.

En el debate reciente sobre la “sociedad civil fifí”, algunas voces del nuevo oficialismo han cuestionado la amplia red de organizaciones no gubernamentales que opera en el país. Esa red es prueba del avance de la globalización en México y las reacciones en su contra, muy parecidas a las de los pocos regímenes cerrados que quedan en América Latina, transmiten mensajes de retroceso. La iniciativa de pacificación, con todo el seguimiento de los manuales de resolución de conflictos y “justicia transicional” que propone la nueva Secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, es una buena noticia porque reafirma el apego de México a las normas internacionales en materia de derechos humanos.

La recuperación de la credibilidad internacional del país, que se apodera de la narrativa global sobre México, se traducirá en una mayor demanda de activismo internacional; especialmente en América Latina, donde se vive la creciente tensión generada por las derivas autoritarias de Venezuela y Nicaragua. La tradición diplomática del México postrevolucionario, en el siglo XX, actúa a favor, no en contra, de ese rol. Con frecuencia se considera el legado de principios de las doctrinas Carranza y Estrada en términos estrictamente nacionalistas, pero lo cierto es que el papel de México en la región siempre ha sido activo.

Una buena parte de ese activismo colaboró a la resolución de conflictos regionales, como en tiempos del Grupo Contadora o los Acuerdos de Paz de Chapultepec. Entonces la credibilidad de México se debía al hecho de que el orden institucional de la Revolución Mexicana había conjurado el peligro de las dictaduras militares y las guerras civiles. Hoy, en cambio, el crédito exterior parte de la consolidación del régimen democrático por medio de una alternancia que favorece claramente a la izquierda. El contundente triunfo de López Obrador hace de México el país latinoamericano con la mayor izquierda democrática en el poder. Es lógico que las expectativas de su papel en la región apuesten a la consolidación de la democracia en el hemisferio, sin dejar de ejercer contrapesos al intervencionismo de Estados Unidos.

Rafael Rojas (Cuba, 1965), historiador e internacionalista, Premio Anagrama de Ensayo en 2006 por Tumbas sin sosiego, acaba de publicar La polis literaria (Taurus, 2018), un formidable estudio sobre la Guerra Fría y los escritores de la generación del boom.