El ocaso de la verdad en la era de Trump

El ocaso de la verdad en la era de Trump
Por:
  • naief_yehya

Por Naief Yehya

Los diccionarios Oxford eligieron Post-truth (o posverdad) como la palabra internacional del año, la cual definen como algo que “se relaciona o que denota circunstancias en las que los datos objetivos son menos influyentes para determinar la opinión pública que los llamados a las emociones y las creencias personales”. Para volverse popular un concepto como éste necesitaba de un candidato como Donald Trump y de una campaña presidencial tan procaz, deshonesta y contenciosa como la que culminó el pasado mes de noviembre en Estados Unidos y que arrastró al país por el fango político durante dieciocho meses. La cantidad y la desfachatez de las mentiras que Trump, y en menor grado Hillary Clinton, repetían ante sus seguidores y los medios no tienen precedente. En particular el bombardeo de acusaciones y noticias falsas en contra de Clinton no se limitaba a lo que el candidato declaraba en eventos públicos, entrevistas y especialmente en su cuenta de Twitter, sino que también se desató una vorágine

mediática de procedencia dudosa en el ciber-espacio. Es probable que Trump ni siquiera hubiera planeado esta estrategia ni imaginado su éxito, sino que simplemente se había dejado llevar por su mitomanía compulsiva y su egolatría patológica, pero de cualquier forma sus arrebatos dieron lugar a una campaña de desinformación que contaba con que algunas de estas presuntas revelaciones lograrían volverse virales y trending topics y así engañar y provocar a las masas. La intención era desestabilizar a la maquinaria de comunicación de la candidata demócrata y de paso apropiarse de los ciclos informativos, con lo que obligaban al rival a pasar gran cantidad de su tiempo a la defensiva, negando escándalos, desmintiendo falsificaciones y denunciando absurdos.

El hecho de que llamemos a ésta la era de la posverdad no implica que antes hubiéramos vivido en una era de honestidad y decencia política, pero se refiere a que en el clima político imperante un individuo es capaz de mentir sin el menor pudor, sin importarle que existan incontables pruebas fácilmente accesibles que demuestran la falsedad de sus afirmaciones, y aún así no perder ni un solo seguidor. Trump conquistó la presidencia al capitalizar el descontento y frustración social con promesas de volver a un pasado glorioso y de hacer “buenos en vez de malos negocios”. Su plataforma es de una simpleza apabullante ya que se limita a denunciar y satanizar supuestos enemigos internos y externos en lugar de proponer soluciones, más allá de su muy repetido “solamente yo puedo hacerlo”. Con este mensaje logró cautivar a millones de ciudadanos frustrados por el deterioro de la economía, que ven a los inmigrantes como parásitos y amenazas, a las élites como depredadoras, a la prensa como una herramienta de los poderosos y a los intelectuales como cobardes y traidores. A lo largo de dieciocho meses, Trump y su séquito se dedicaron a diseminar acusaciones, insultos, difamaciones y distorsiones. Lo que inicialmente parecía una distracción se volvió un poderoso movimiento reaccionario y populista que logró conquistar el voto electoral, aunque no el voto popular. Su triunfo se debió a que además de ganar todos los estados tradicionalmente republicanos y los oscilantes, logró convertir a varios estados demócratas, en particular a los del cinturón del óxido en el noreste del país: Pensilvania, Wisconsin y Michigan.

Propaganda

La mentira es tan vieja como la suciedad. El simple hecho de que no seamos capaces de leer la mente de nuestros semejantes puede imaginarse como un mecanismo evolutivo para permitirnos ocultar la verdad con el fin de avanzar y sobrevivir en un mundo con recursos escasos. La mentira es indisociable de nuestra naturaleza y por milenios se ha tratado de combatir con la religión, la ley y la moral. La prensa moderna nace con el ideal de ser un portavoz de la verdad, un medio neutral, con la ambición de ofrecer perspectivas balanceadas, legítimas y desinteresadas de

la realidad, de dar herramientas

de juicio y evaluación, de convertir a la

población en una masa crítica y abierta, capaz de decidir de manera inteligente cursos de acción en su beneficio. Se nos ha repetido hasta el cansancio que una prensa libre es indispensable para la democracia. Sin embargo hay una contradicción esencial y fulminante: censurar la mentira y la propaganda en una sociedad abierta es una forma de limitar la libertad de expresión.

La propaganda moderna nace con Edward Bernays, un sobrino de Sigmund Freud, a quien se atribuye entre otras cosas el haber logrado que se considerara chic que las mujeres fumaran en público, que los estadunidenses desayunaran huevos con tocino y que el plátano fuera imaginado como un súper alimento con propiedades casi mágicas. El trabajo de Bernays consistía en tratar de despojar al público de la capacidad crítica y el escepticismo al apelar a sus emociones y prejuicios. Este rabioso anticomunista trabajó para numerosas corporaciones, entre ellas la United Fruit a la que ayudó a crear las condiciones psicológicas en el pueblo guatemalteco que tuvieron como resultado el golpe de Estado en contra de Jacobo Arbenz en 1954. Bernays empleó la psicología para manipular poblaciones, así como transformar a los consumidores y al electorado en una masa maleable. Su método echaba mano de la estadística y del conocimiento del funcionamiento del cerebro, además de que sistematizaba el uso de información falsa, incompleta y descontextualizada. La propaganda moderna usualmente no se valía de mentiras obvias ni exageraciones ridiculizables. Sin embargo, en estos tiempos eso parece haber cambiado, debido a que hay un sector amplio de la población que ha renunciado a cualquier ilusión de entender la verdad y acepta las versiones de sus ídolos mediáticos sin la menor tentación crítica.

Esto se puede deber a un fracaso de las ideologías, a una sensación de abandono por parte de los políticos establecidos, a un desencanto con los ideales de la modernidad y a un desplome de los valores occidentales. Basta considerar el #pizzagate, una historia en la que se acusaba a Hillary Clinton,

a su jefe de campaña John Podesta y a

otros demócratas de organizar una red de tráfico sexual de menores.

Ahora la elaboración de propaganda no opera de arriba hacia abajo, o más bien no lo hace únicamente de esa manera sino que también lo hace de abajo hacia arriba, así como en todas direcciones. La maquinaria desinformativa de Trump cuenta con sitios populares entre la derecha como Breitbart News (cuyo presidente Stephen Bannon es ahora uno de los principales asesores de Trump), Infowars y otros más que no cuentan con periodistas profesionales ni respetan un código ético mínimo, sino que son arietes propagandísticos que se presentan como medios independientes, alternativos, radicales e imparciales. Sin embargo, se dedican a diseminar propaganda sin pudor y no se preocupan por ofrecer ninguna ilusión de balance. Este tipo de propaganda es extremadamente corrosiva y siniestra, más resbalosa y engañosa que la propaganda tradicional manufacturada por los regímenes, en gran medida debido a que no hay una entidad a la que se pueda responsabilizar por sus tergiversaciones y abusos ni por el daño que pueden provocar. Estos sitios tienen un gran impacto en la era de las redes sociales en que la gente comparte compulsivamente artículos que por una u otra causa le llaman la atención, muy rara vez verificando la información y en ocasiones sin siquiera leer más allá del título. Esto no es raro en tiempos de Trump, quien en numerosas ocasiones ha justificado sus estrambóticas opiniones diciendo que las leyó en internet.

Prensa nueva

y no tan nueva

Desde el inicio de su campaña, Trump estableció una relación de antagonía y dependencia con los medios masivos, a los que atacaba por ser supuestamente injustos con su campaña y prejuiciados contra su persona, aunque sin falta los medios le dedicaban un tiempo desproporcionado en comparación con sus rivales y críticos. El entonces candidato no perdía oportunidad en sus mítines de azuzar a sus seguidores para que hostigaran, acosaran y quizás atacaran a los periodistas que cubrían sus eventos. La intensidad de los ataques y la virulencia de sus seguidores fue en aumento hacia el final de la campaña y una vez electo siguió con su campaña antiprensa, con la clara intención de crear una atmósfera de terror entre los informadores y sentar las bases de lo que sería su relación con los medios en cuanto llegara a la Casa Blanca. Esta relación tiene como eje a Twitter, un canal directo e instantáneo con sus seguidores mediante el cual puede tener reacciones y respuestas inmediatas y donde no necesita pruebas para lanzar sus alegatos, certezas, rabietas y condenas. Así Trump se creó un espacio sin filtros para sus opiniones espontáneas que puede distorsionar eficientemente la realidad. Esto para muchos de sus seguidores es sinónimo de honestidad y de “decir las cosas como son”, cuando en realidad sus exabruptos son cada día más comprometedores y tóxicos.

Durante la contienda electoral, a medida que Trump conquistaba espacios y sobrevivía a un escándalo tras otro, ganando seguidores a pesar de que se expusiera su ignorancia, su misoginia y sus comentarios racistas, muchos afirmaban que Trump era un verdadero genio de la manipulación mediática. La realidad es que los medios masivos se entregaron eufóricos al juego de Trump ya que intuyeron que sería muy bueno para sus ratings. Una vez que entendieron lo que habían hecho al regalarle miles de millones de dólares en cobertura gratuita, trataron de dar marcha atrás y mostrarse críticos. Pero a esas alturas era demasiado tarde y lo que lograron fue poner en evidencia los prejuicios que Trump aseguraba que tenían. Como castigo, Trump ya insinúa que desalojará a la prensa crítica de la Casa Blanca.

Hasta hace algunos años, el concepto de ciudadano reportero era sinónimo de una sociedad civil comprometida, de individuos que tomaban la iniciativa de investigar por sí mismos para poner en entredicho la veracidad de los medios informativos profesionales y de los comunicados oficiales. Así deseaban presionar a las instituciones (tanto gubernamentales como privadas) para obligarlas a comportarse con honestidad y cumplir con sus responsabilidades.

En la etapa anterior a internet estos investigadores rara vez tenían plataformas donde hacer públicos sus descubrimientos, pero desde que el ciberespacio se volvió un medio popular se abrieron posibilidades sin precedentes para la libertad de

expresión; asimismo, desaparecieron viejas jerarquías y se crearon miles

de nuevos canales de comunicación de

gran alcance. De esta forma la información disidente podía evadir los mecanismos tradicionales del control mediático y la censura. Sin embargo, esta gran utopía se pervirtió con el abuso de las herramientas de comunicación. Muy pronto aparecieron oleadas de improvisados periodistas, divulgadores, informadores y personalidades dedicadas a las teorías conspiratorias como Alex Jones y Roger Stone, así como seudo documentalistas al estilo del fraudulento James O’Keefe, quienes cuando no están pregonando hipótesis absurdas y delirantes emplean tácticas para emboscar opositores (mediante noticias completamente inventadas, distorsiones de la realidad, entrevistas editadas y filmaciones comprometedoras clandestinas) para escandalizar al público y manipularlo. La campaña de Trump tiene vínculos con algunos de estos desinformadores incluso subvencionándolos y es claro que su complicidad en el éxito les ganará un lugar privilegiado en la maquinaria propagandística del régimen entrante.

Espionaje,

traición y Rusia

Durante la campaña apareció de modo constante el tema de que Trump tenía una relación demasiado cercana con Vladimir Putin. El candidato que hablaba de “volver a la grandeza” y de poner “América primero” mostró una extraña fascinación por el autócrata ruso al que en numerosas ocasiones comparó favorablemente con Obama. En su conferencia de prensa del 27 de julio de 2016, Trump invitó a los rusos a hackear el correo de Hillary para encontrar los 30 mil correos que supuestamente borró para eliminar evidencias comprometedoras de una presunta diversidad de delitos. Al fin su petición fue respondida: WikiLeaks hizo públicos numerosos

correos privados, algunos de ellos con información confidencial y conversaciones privadas. De acuerdo con los servicios de inteligencia, la información fue filtrada a la organización de Julian Assange por hackers rusos vinculados con el Kremlin. Aunque hasta el momento no se han ofrecido pruebas contundentes que incriminen a Rusia, es muy reveladora la actitud de Trump, quien ha negado que exista dicha conexión y en cambio ha denunciado a los servicios de espionaje de su país por querer poner en duda su elección. Los cuestionamientos a la relación entre Trump y Putin no terminaron con la elección, sino que se han complicado debido a que el primero ha puesto a los senadores y representantes republicanos en la difícil posición de tener que justificar las palabras de su líder sin sonar entreguistas o pusilánimes.

La extraña relación entre Trump y Putin al parecer comenzó cuando a Putin se le preguntó su opinión sobre Trump y él respondió que lo consideraba una persona “muy colorida” —yarkiy, lo cual también puede traducirse como “de colores brillantes”—, pero Trump sólo quiso escuchar que era una persona brillante. A partir de entonces comenzó a insistir que él buscaba una mejor relación con Rusia y elogió en muchas ocasiones a Putin como un líder fuerte con el que podría trabajar. Asimismo, prometía no intervenir más en los asuntos de Rusia con sus vecinos y quizás incluso dejar la OTAN. Una vez derrotada Hillary Clinton, estas aperturas, así como el presunto hackeo de las cuentas de correo demócratas fueron aprovechadas por seguidores de Clinton, quienes vieron en ellas una posibilidad de cuestionar la autenticidad de la elección. El problema es que aun si los responsables de ese hackeo fueron rusos, su conexión con el Kremlin no ha sido demostrada. Los documentos presentados como evidencias no van más allá de conjeturas, especulaciones y comentarios cobijados en mala sintaxis que abre espacios a la ambigüedad.

Resulta ominoso el hecho de que desde antes de tomar el poder Trump ha lanzado una guerra contra las agencias de espionaje. Los encargados de descubrir la verdad entre las mentiras y la propaganda extranjera, así como las amenazas domésticas, han sido puestos en tela de juicio e incluso despreciados. Estas agencias explotan las medias verdades y la mentira en su beneficio, pero ser acusadas de ineficiencia en un foro público por el próximo presidente de Estados Unidos es una señal inconfundible de que vivimos en la era de la posverdad. A manera de amenaza poco velada, Trump anunció que vendrían cambios radicales en la CIA y la NSA. A los espías no les gusta ser objeto de críticas y amenazas del propio presidente al cual van a servir, y sin duda tienen los recursos y habilidades para contraatacar.

Desde hace meses, un dossier creado por el ex agente británico y diplomático Christopher Steele, y pagado por algún enemigo de Trump, ha estado en manos de políticos y numerosos medios —como Mother Jones—, y tanto Obama como el

propio Trump fueron informados de su existencia. Misteriosamente el documento fue filtrado a varias agencias noticiosas, incluyendo el sitio BuzzFeed, que decidió hacerlo público. Al parecer contiene errores, imprecisiones y otras señales que han hecho a los expertos dudar de su legitimidad. El texto habla de que el Kremlin llevaba meses “cultivando” a Trump para más adelante poderlo “explotar” y chantajear; menciona deudas, contratos y compromisos financieros, pero el punto candente es que se refiere a

un video sexual de Trump filmado

en un hotel de Moscú en el que se muestra al próximo presidente con prostitutas rusas llevando a cabo un acto escatológico: una golden shower o lluvia de orines, sobre una cama en la que habían dormido Barack y Michelle Obama. Esta práctica fetichista parece muy factible para un personaje como Trump, por tanto la historia adquirió una magnitud enorme. Se trata de un acto erótico de dominio y sometimiento que no

involucra obligatoriamente una erección y tiene una evocación al oro (ese metal que fascina a Trump) tan sólo por el color de los orines. Si en buena medida la pornografía depende de la eyaculación como imagen validadora del orgasmo así como de la masculinidad, aquí

el disparo espermático es sustituido por el

chorro de orines o lluvia dorada, la cual ofrece una ilusión de prodigalidad a través de un torrente abundante que irriga y humilla a la vez. La vulgaridad ostentosa de Trump no podía haber encontrado una mejor metáfora.

La mayoría de las agencias se abstuvieron de publicar las revelaciones que al parecer fueron sincronizadas para coincidir con la primera conferencia de prensa de Trump desde julio. BuzzFeed publicó el artículo señalando que las acusaciones no habían sido verificadas, que contenían errores evidentes y que al hacerlo trataban de mitigar los crecientes rumores. CNN no las publicó pero las mencionó y eso bastó para causar la ira de Trump, quien durante su primera conferencia de prensa le negó la palabra a un reportero de esa organización a la que acusó de propagar falsas noticias. Paradójicamente, Trump se apropió así del término que en gran medida ha sido acuñado para denunciar la forma en que él y sus seguidores han transformado las noticias.

Cualquier político en una situación semejante hubiera evitado hablar del tema, se hubiera negado a reconocer siquiera un documento que se ofrecía sin pruebas y programado para causar máximo daño en un momento de clave de la transición. Sin embargo, Trump hizo justo lo contrario: dedicó una buena parte de su conferencia de prensa a denunciar a los medios y a las agencias de espionaje. Con esto desvió la atención del asunto que debía dominar ese evento: las explicaciones de cómo pensaba impedir los conflictos de interés entre sus empresas y la presidencia. Trump se presentó a su conferencia a un lado de una mesa cubierta de folders llenos de papeles, los cuales aseguró que eran tan sólo unos cuantos de los muchos documentos relacionados a los trámites para disociarse de sus muchísimas empresas. En esencia, lo que ofreció fue dejar sus negocios a sus hijos y aseguró que ellos no hablarían con él de esos temas. Una solución ridícula e inaceptable. Curiosamente, no se permitió a la prensa acercarse a los folders, los cuales no estaban marcados ni numerados ni tenían notas visibles y al parecer tan sólo contenían papeles en blanco. Se podría pensar que el reporte de inteligencia fue usado como una cortina de humo para ocultar el verdadero escándalo que es el hecho de que Trump estará violando las leyes éticas más elementales desde su primer minuto en la presidencia.

¿Será posible

regresar a la verdad?

Si las mentiras llevaron a Trump a la Casa Blanca, es predecible que seguirá echando mano de ellas, junto con su poderosa cuenta de Twitter. Como es evidente, llegó al poder debido a que vivimos en una era de la posverdad, resultado de varias décadas en que la ficción ha conquistado terreno sobre la realidad. No se puede tener ilusión alguna de que Trump cambiará su actitud, que se volverá “presidencial” y aprenderá mágicamente a respetar la verdad. El “líder del mundo libre” ha demostrado su obsesión por imponer su perspectiva estrecha, su intolerancia por la disidencia y su compulsión por vengarse de quienes percibe como sus enemigos.

Trump es una prueba imponente para la democracia. Veremos si el sistema puede sobrevivir a un déspota mediático que se ha rodeado de

reaccionarios con la intención expresa de desmantelar los logros de la sociedad civil. Trump promete hacer a “América grandiosa otra vez” y lo más importante es preguntarnos: ¿cómo haremos para volver a un tiempo en que la verdad vuelva a ser reconocida como el criterio de juicio fundamental de todo quehacer humano?