El Síndrome Hello Kitty

El Síndrome Hello Kitty
Por:
  • francisco_hinojosa

Conocido también como “síndrome de Florencia”, “estrés del viajero”, “enfermedad de los museos” o “hiperkulturemia”, el síndrome de Stendhal tiene como síntomas —en casos severos— psicosis, mareos, alucinaciones, paranoia, depresión, vértigo, amnesia, elevado ritmo cardiaco y otros más provocados por estar expuesto a una gran cantidad de obras de arte. Sugirió su nombre el autor de Rojo y negro luego de que en un viaje a Florencia sufriera esa sobredosis de belleza: “Al salir de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba acabada para mí, caminaba con temor de caerme”.

Un placer que se torna dolor. Ciertamente sensibilidades como la de Henri-Marie Beyle pueden ser presas de este tipo de experiencias que devienen en cuadros clínicos. Se han documentado muchos casos similares, algunos de los cuales llegan a ser atendidos por médicos. La psiquiatra Graziella Magherini, que fue quien le dio nombre a este trastorno hacia fines del siglo pasado, lo hizo en un hospital de Florencia. Los afectados a los que trató eran casi todos extranjeros que sabían que estaban frente a una obra original que admiraban y que debían apreciarla en ese momento porque quizás no se les presentara en la vida otra oportunidad.

Ese síndrome a mí me ataca de una manera distinta: ni desmayos, ni impulsos autodestructivos, ni desvanecimientos: simplemente me desconecto. Después de haber visto con detenimiento, digamos, veinte o treinta paisajes italianos del siglo XVIII en el Museo del Prado, los restantes —más otros franceses, alemanes o españoles— ya no los veo. Me detengo frente a ellos, leo la cédula y sigo como si nunca los hubiera tenido al alcance de la vista. Se me confunden con la guía que explica a un grupo de argentinos un cuadro, con las selfies que se toma una pareja de japoneses y con el guardia que le pide a un turista que no use su cámara con flash. Puedo haberlos observado detenidamente y no haber retenido nada. Museos de ese tamaño —como el Metropolitan, el Louvre o el British— no están a escala humana: habría que visitarlos casi sala por sala a lo largo de muchos días para apreciarlos en todo su valor. Sin embargo, el tiempo de sobra es justamente una de las desventajas de ser turista. La otra manera de visitarlos es elegir de antemano qué ver, localizarlo en el plano y alcanzar los objetivos sin distraerse en el camino, no vaya a ser que el lobo de Caperucita se engulla el cuadro que queríamos ver antes de llegar.

Hay un síndrome que opera de una manera totalmente opuesta: la impresión que nos puede dar el exponernos a un conjunto de objetos feos que deviene en un cuadro psicosomático no muy alejado del que padece el de Florencia. Hace poco —que nadie pregunte por qué— fui en Cuernavaca a un conjunto de tiendas ubicadas en la colonia Tres de Mayo (día de la Santa Cruz), en el vecino municipio de Emiliano Zapata. Se venden allí, a lo largo de varias calles, piezas de cerámica, madera, barro, vidrio, papel, mimbre, plástico y otros materiales que, de una manera amable, calificaría de kitsch. Los sábados y domingos este mercado atrae a turistas y sobre todo a quienes compran estos objetos a precio de mayoreo para venderlos luego con buenas ganancias. Vi a mucha gente ir allí de paseo, con la familia. Chamoyada o michelada en mano, los visitantes recorren las tiendas como quien va a un museo a admirar obras de arte. Casi todos los comercios tienen letreros que advierten que está prohibido tomar fotografías. Uno de ellos cobra cinco pesos por foto, con el riesgo de que alguien les piratee la idea de hacer un hombre de araña, un bob esponja o un minions de cerámica parecido al que fabrican y venden.

Los mismos síntomas que padeció Stendhal en Florencia me cayeron a mí por razones contrarias, al tiempo que a otros los castigaban con similar impresión de estar frente a una pieza de gran atractivo. No cabe duda: la belleza es relativa, al menos desde el punto de

vista clínico.