El viaje del poeta

El viaje del poeta
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Por Neeli Cherkovski / Traducción Gerson Gómez

El viaje del poeta no ha escapado a mi atención. Ha estado en mi mente desde los 12 años, cuando decidí que yo era poeta. Poco sabía entonces qué implicaba esto, pero entendí que me permitiría ser mi propio jefe y que el camino por delante tendría que ser por mi cuenta. La poesía todavía no se había convertido en una profesión como lo es hoy, entonces había pocos maestros de escritura en Bellas Artes. Me inscribí para el programa de Estudios Americanos y más tarde me quedé con el poema. Un largo aprendizaje siguió, uno en el cual yo recogía trucos del oficio y construía una bolsa de ellos. Me gustaba escribir a mano para empezar, pero luego aprendí a usar una máquina de escribir. Los cuadernos eran todavía de uso, y algunos trabajos comenzaron como juegos al azar. En este camino me encontré con Charles Bukowski, una generación mayor. Me invitó a visitarlo. Nos hicimos amigos y amigos bebiendo. A finales de los años sesenta coeditamos una revista y, con Paul Vangelisti, una antología de poetas de Los Ángeles.

Bukowski rara vez daba conferencias, pero ofrecía un ejemplo de lo que puede contener la vida de un poeta. Había sido un lector voraz y yo también lo era. Cuando yo iba a la biblioteca y veía un libro de poesía, ése era el comienzo del viaje. Nada podía detenerme y tenía que pasar de mis libros a clases aburridas y leer furtivamente el poema, o memorizar las palabras y permitirles tomar posesión: munición suficiente para hacer un día de escuela entero rapsódico y gratificante. El hábito de la memorización me sirvió bien y construí una antología que no costó nada y estaba siempre disponible.

Descubrí cómo conocer un poema, y lo aprendía de nuevo, y de nuevo. De hecho, mi apreciación de la palabra escrita viene de revisar poemas, encontrando en lo que a menudo parece complejo una profunda sencillez y, por el contrario, la apertura de pensamientos y sentimientos complejos en un poema que en principio parece simple.

El trayecto de mi yo poeta ahora me ha llevado a Monterrey, estado de Nuevo León, México, al sur de la frontera con Estados Unidos, una frontera que no necesita muro pero requiere más comprensión. Me siento honrado de conocer escritores de esta tierra de innumerables historias. Cuando estoy en el norte, en esa frontera y frontera, a menudo pienso en mis viajes a México: el antiguo mercado de San Cristóbal de las Casas, un hotel destartalado en Tehuantepec con un ventilador reventado en una noche sofocante, la ansiosa madre que intentó casarme con su hija en el malecón de Mazatlán, el policía que se reía con buen humor cuando salté el camellón en mi coche de alquiler en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, y me llevó a la Plaza Garibaldi donde compartimos una comida con las bandas de mariachi tocando su música desordenada. El trayecto me recordó entonces que a los doce años el Ballet Folklórico de México vino a presentarse a mi escuela secundaria. Esa tarde bajo un sol ardiente se quedó conmigo. Tuve un sabor de la música tradicional mexicana y el vestido. Toda la presentación me obsesionó, al igual que la ropa colorida de los artistas. Esta huella indeleble siguió siendo una parte importante de mis pensamientos sobre otras culturas, en especial las de América Latina.

He sido un turista en México y un invitado. Mi primera lectura fue en el instituto de Artes Gráficas de Oaxaca y luego viajé a la Ciudad de México, a leer para Generación, la revista editada por el legendario Carlos Martínez Rentería. Él me condujo por el camino de la extraña tradición de la cultura mexicana, mostrando los poemas de Jaime Sabines y otros inconformes.

Era muy romántico observarlo a través de la visión del sur de California. Tenía concepciones simplistas en gran parte basadas en una visión operística de la reunión de Hernán Cortés y Moctezuma.

Octavio Paz me dio una idea

(realista) del pueblo mexicano con El laberinto de la soledad, algunos pensamientos se hundieron en mi mente adolescente. Paz escribió con claridad sobre el pasado del país, uniendo fuerzas dispares, ofreciendo un conjunto compacto de ideas sobre la conquista española y la Revolución de 1910. La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes me fascinó con el retrato afilado de cómo fue traicionada la revolución a través de la codicia y la ambición. El magnate del periódico presentado en sus páginas, y la metrópoli salvaje y astuta del Distrito Federal, me cautivaron. Utilicé la geografía de ese libro para hacer mi camino a través de la capital mexicana, como antes lo hice con Walt Whitman en Hojas de hierba, que fue mi hoja de ruta para Nueva York y apunta hacia el oeste.

En la novela de Fuentes, los olores acre de las calles estrechas, la promesa de riquezas justo detrás del muro de un patio —la mezcla de memoria y deseo— me lanzó a la profundidad del laberinto mexicano, tal vez tan profundo como un poeta de California podría esperarlo.

¿Qué es el viaje de un poeta? Parte de ello se refleja simplemente en el trabajo que uno hace, día a día, hora a hora, momento a momento, encontrando las palabras correctas, identificando las que funcionan. A menudo hago listas de palabras en mis cuadernos o en mi cabeza y las u so al azar. Los ingleses tienen muchas palabras, como while (como conjunción, verbo, sustantivo o adverbio) en lugar del “While” que pongo en mis poemas.

Rescato viejas palabras, las conservo para uso contemporáneo.

De César Vallejo aprendí a retorcer las palabras, a combinarlas, y cosas por el estilo. También viajo a través de la poesía de otros poetas. Recientemente, perfeccioné a Dylan Thomas y encontré la energía que necesitaba para completar algunos pensamientos poéticos. La primera línea de sus Collected Poems es “Veo a los chicos del verano en su ruina”, y yo me enamoré de todo de nuevo. A los trece años leí ese pensamiento por primera vez. Las letras simples estaban impregnadas de magia, como creían los antiguos cabalistas, al igual que las palabras. Los poemas son lugares donde prospera la magia.

Yo poseía una edición de los poemas y la llevaba a la escuela, por no dejar, mirando poemas en particular mientras estaba en clase o en el patio de la escuela. He leído esa línea una y otra vez durante décadas, tanto como tengo poemas de tantos otros. Hay una cualidad mágica en la expresión “Los chicos del verano en su ruina”. Este es un nuevo giro en las cosas. ¿Por qué “su ruina”? ¿Tal vez pensó en lo que les esperaba a estos jóvenes, que sus propios cuerpos se convertirían en ruinas con el tiempo? Casi todos los poetas conocen las líneas de T. S. Eliot en “Los hombres huecos”: “Así es como se acaba el mundo. Así es como se acaba el mundo. Así es como se acaba el mundo. No con un golpe seco sino en un largo plañir”. La repetición del final del mundo es mágica y chamánica, y tocada por los aspectos mágicos de la conciencia.

Pero luego debemos salir por nuestra cuenta. Hace mucho tiempo surgió la idea de “ir de excursión al interior”, y con eso quiero decir al propio paisaje mental. Lo que está dentro de nosotros mismos. Es en la “fábrica de la mente”, como la llamo, donde se hace el verdadero trabajo. En esa compleja y misteriosa región encuentro lo que se requiere para completar un poema.

Allí encuentro el verdadero objetivo, allí hago descubrimientos que sorprendan o diviertan o generen temor. Nuestras mentes son calderos o crisoles inmensos que nos entretienen y nos instruyen. Eso es lo que Sigmund Freud entendió. Hizo un mapa de la mente. Ha resultado ser una guía para mi propio proceso de pensamiento, una útil herramienta poética.

Llegué a creer que existe un territorio compartido de la memoria. La mente hace malabarismos con tanta información, y una buena parte de ella, creo, proviene de este campo de sentimiento humano común incrustado en nuestro ser psíquico. Cuando miro la forma del arte rupestre hace 30 mil años, no sólo pienso que es arcaico, sino que de alguna manera tiene un brillo de lo intemporal. Hay tiene reverencia en gran parte de ese arte, un sentimiento por otros animales, una creencia de que algo está más allá de nosotros. Este es un fragmento de mi poema que expresa un vínculo con nuestros antepasados de tiempos prehistóricos:

puedes vagar

durante una tormenta de nieve

mientras duermes lo considero

un milagro porque la verdad

[paleolítica ha

tocado sus costillas y

el sol del anciano ha fluido a

[través de

las persianas como si fueran

vides o una renovada forma

ha comenzado a ser

Esta “verdad paleolítica” desciende a través de nuestros cuerpos —somos anatómicamente lo mismo que los pintores de la cueva— y de nuestra conciencia también. En el viaje de mi poeta, cierro los ojos y visualizo el profundo pasado de nuestro sueño racial.

Mis habitaciones están llenas de libros, poesía y prosa. ¿Cuántas

veces he sacado el Quijote de una estantería para hojearlo, o Moby Dick de Melville, desafiado por la incansable búsqueda del capitán Ahab de la ballena que le arrancó la pierna? La divina comedia es quizá mi mejor guía. Es, por supuesto, un viaje, y que encaja muy bien con mi tema. Comienza con “nuestro viaje”, no “mi viaje”. Y luego nos lleva a la profundidad de los muchos caminos que conducen a nuestras profundidades y hacia lo alto en nuestra aspiración más fina. Es una brújula que necesito. Me ayuda a mantenerme concentrado en el pensamiento de que la poesía es útil, que significa algo grande e importante, que un haikú de diecisiete sílabas puede ser tan poderoso como un poema épico o una buena novela.

El viaje no tiene fin, y muy probablemente no tuvo comienzo. Debí ser un poeta cuando escribí mis primeros poemas. No los tengo, pero sé que cubrían tres temas: Gandhi, África y el Buda en Kamakura, Japón. Yo tenía 12 años y estudiaba para mi bar mitzvah, el rito de paso judío. ¿Pero era yo un poeta desde el principio? No lo sé, pero si Freud está en lo correcto, cada bebé en la cuna tiene una mente poética que es relegada por otras necesidades. Ahora, a los 71 años, me siento en la casa de la poesía, a pesar de la necesidad de orden en un mundo desordenado. Es suficiente que mis escritos busquen el orden, y prefiero pensar que alguna locura se desliza en el cuadro, no soy simplemente un artesano.

¿Qué es el viaje de un poeta? Para algunos conduce a una posición universitaria, para Edgar Allan Poe terminó en una zanja donde tropezó borracho y nunca se levantó. Para Ezra Pound, terminó luego de más de una década como un preso político no reconocido en un manicomio, y para Federico García Lorca terminó ante un pelotón de fusilamiento formado por miembros del ejército fascista de Franco. Para Emily Dickinson significó cuatro poemas publicados entre miles y para Roque Dalton una expresión suprema de lo que la libertad significa en realidad. Supongo que mi viaje no ha tenido bastante incidentes en términos del mundo global. Enseñé durante doce años en un pequeño colegio en San Francisco, viajé a muchos países, trabajé en política, protesté contra la guerra de Vietnam, perdí muchos años por el camino equivocado y por último encontré a alguien que apoyaría mi trabajo de manera desinteresada. Camino desde el dormitorio de arriba hasta un taller lleno de libros y de manuscritos. Hay una computadora portátil en el escritorio que encontré en las calles y una impresora en una vieja mesa para máquina de escribir. Después de teclear, mientras tomo un café express doble, entro al jardín donde leo o escribo con una pluma estilográfica en un cuaderno. Los cuadernos rara vez contienen poemas terminados, pero son notas para una reflexión más profunda.

El año pasado mi poesía me llevó a Nueva York, así como a Italia. En el área de Nueva York leí entre las torres de Manhattan, en una librería, Brooklyn, y en la ciudad de Woodstock, que se encuentra en las montañas de Catskill.

Había viejos bohemios, gente que conozco desde hace décadas, nuevos conocidos, fantasmas, grandes poetas y gente que ama la poesía. Fue, para utilizar el término de Ernest Hemingway, “una fiesta portátil”. Una parte del viaje. Me encontré más reflexivo que nunca en este viaje, en especial en Woodstock, un entorno rural pese a la proximidad de Nueva York. Me enamoro de los árboles y las aves y la gente de allí. Nunca sabemos qué nos hará un terreno, cómo actuará sobre nosotros. Escribí este poema en ese lugar, justo antes de leer en una galería de arte local:

Los árboles dormidos se despiertan

[pronto

los sacudimos cuando nos

[acostamos en la cama

nos atamos en nudos

debajo de las mantas

a dibujar colores exquisitos

El viaje continúa

En las paredes de la galería de

[nuestros ojos

El viaje de mi poeta es un viaje de amor. Collected Poems de Lorca y Collected Poems de Pound, ambas ediciones de New Directions, fueron compañeros constantes desde el principio. Eran tan pesados como nuestros libros de gramática, pero tenían un peso que me pareció reconfortante. Cincuenta y cinco años más tarde parecen tan pesados como la tierra misma. Me encantan estos dos poetas, uno español que leí en traducción y el otro un expatriado americano. El “duende” de Lorca, una inquietud difícil de explicar en el alma, y el ojo generoso de Pound por una poética internacional, llevándolo a China, a Japón y a toda Europa, forman parte de mi viaje.