En un bosque de símbolos

En un bosque de símbolos
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Por Mary Carmen Sánchez Ambriz

Malcolm Lowry

La vida de Malcolm Lowry está directamente relacionada con su obra, ambas se nutren de las mismas perturbaciones e instantes caóticos. En el universo lowriano resulta complicado separar su producción literaria de su vida, el narrador asimila lo que experimenta cotidianamente y más tarde lo incorpora a la ficción. Para entenderlo, acaso habría que retomar varios momentos de su infancia y adolescencia con el propósito de suponer por qué decidió vivir de la manera que lo hizo. Indagar en su biografía remite a desentrañar pasajes que conducen hacia ámbitos contrastantes: tanto al paraíso como al infierno que protagonizó.

Seguirle los pasos a Lowry no es una tarea sencilla, se requiere de la habilidad de un espeleólogo que desentraña con paciencia los intrincados laberintos forjados por el autor. La ruta a seguir en esta travesía que el propio Lowry habría llamado “El viaje interminable”, se apoya en la azarosa vida que llevó el escritor inglés y en su incursión narrativa,

poética y epistolar. Publicó en vida un par de libros: Ultramarina (1933) y Bajo el volcán (1947). Los otros títulos son póstumos: las historias cortas vertidas en Escúchanos, oh Señor, desde el cielo tu morada (1961); el poemario Un trueno sobre el Popocatépetl (1962); y las novelas La mordida (1966), Piedra infernal (1968), Oscuro como la tumba donde yace mi amigo (1968) y Ferry de octubre a Gabriola (1970).

A Lowry le gustaba escribir cartas, incluso guardaba borradores de algunas de ellas. A veces redactaba una y luego pensaba en cuál de sus libros vendría bien agregarla. Sus misivas resultan fascinantes. Si bien la mayoría se encuentran recopiladas en la correspondencia que va de 1926 a 1957, traducidas por Carmen Virgil en El viaje que nunca termina (2000), hay un par de cartas memorables incluidas en El volcán, el mezcal, los comisarios, dentro de una colección que hizo circular la Universidad Veracruzana en 2008, en donde se hace énfasis en la faceta de Sergio Pitol como traductor.

El número siete

En la primera de esas epístolas, dirigida a Jonathan Cape, editor inglés de Bajo el volcán (1947), el narrador elabora una defensa de su novela y analiza cada uno de los doce capítulos que la integran. La carta parece más bien un lúcido ensayo sobre la poética de Lowry, está impregnada de pasión y defiende con argumentos las críticas que le hace un lector de su novela en vías de una posible publicación. En dicha misiva, Lowry refiere la importancia del número siete en su historia, por eso él habla de correspondencias mágicas o coin-cidencias misteriosas y fatales.

Habría que recordar que desde la antigüedad, esta cifra encerraba un halo enigmático. Pitágoras lo consideraba como un número perfecto, Dante Alighieri lo usa en sus obras y en la Biblia aparece con frecuencia. Existen principios universales ligados a ciertos dígitos que son avalados por todas las religiones y civilizaciones. Entre los más importantes está el siete que, según la Cábala, representa la ley que rige el universo.

El número siete, por sus virtudes ocultas, tiende a realizar todas las cosas; es el dispensador de la vida y fuente de todos los cambios, pues incluso la Luna cambia de fase cada siete días: este número influye en todos los seres sublimes —sostiene Hipócrates.

La simbología del número siete se obtuvo, muy probablemente, a partir del orden del septenario que está formado por el sol, la luna y los cinco planetas visibles: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. La mayoría de los símbolos de siete elementos derivan del modelo celeste de las siete esferas.

Lowry sabía que el número siete es considerado mágico porque se compone del sagrado número tres (Platón decía que el tres era la imagen del ser supremo en sus tres personalidades: la material, la espiritual y la intelectual) y del terrenal número cuatro, y que de esta manera se establecía un puente entre el cielo y la tierra. Si se asocia el número cuatro con los cuatro elementos (y sus cuatro puntos cardinales) más el número tres que pertenece a lo divino, se obtendrá el siete que representa la totalidad del universo en movimiento.

En la carta a Cape, Lowry recuerda que en el capítulo siete de Bajo el volcán, un caballo que tiene grabado el número siete en las ancas es el que mata a Yvonne (personaje inspirado en su primera esposa, la actriz Jan Gabrial) y a las siete es la hora en que muere el Cónsul, Geoffrey Firmin. Fuera de la ficción, el autor identifica que también el siete ha estado en su vida: el 7 de junio de 1944 se incendió la cabaña donde vivía él con su segunda esposa, Margerie Bonner; también se quemó el manuscrito de En lastre hacia el Mar Blanco. La casa estaba ubicada en Dollarton, cerca de Vancouver, en la Columbia Británica. “Cuando volví al sitio incendiado alguien había trazado, por vaya uno a saber qué razón, un número siete en un tronco quemado”.

Otra coincidencia es que vuelve a Dollarton, a otra vivienda a la que se muda el siete de enero.

El número siete continuará acompañando al escritor. Malcolm Lowry conoce la ciudad de Cuernavaca (Quauhnáhuac en su novela) en 1937, recorre las cantinas, prueba el mezcal y el tequila. En esa época escribe la primera versión de Bajo el volcán. La novela se publica en 1947, casi de manera simultánea en Estados Unidos (19 de febrero en la editorial Reynal & Hitchcock) y en Inglaterra (1 de septiembre en la editorial Jonathan Cape).

En 1967 la editorial Galerna en Argentina publicó Bajo el volcán con prólogo de Juan García Ponce, uno de los acercamientos más lúcidos que se han hecho de la novela.

Gracias a Margerie

Tras el incendio de la cabaña donde vivían los Lowry, su esposa Margerie Bonner hizo lo posible por reunir y rescatar las hojas dispersas de aquel manuscrito (Bajo el volcán) que el escritor llevaba tiempo trabajando. Mucho se debe a Bonner esa dedicación y empeño por reestablecer lo más que se pudiera de la novela, aunque también existe una historia paralela: en un artículo de D. T. Max, publicado

en el New Yorker, traducido por Roberto Diego Ortega en julio de 2008 para

Nexos, se menciona que Lowry escribía a mano, en tanto que su compañera le ayudaba a mecanografiar su historia:

El ritmo del manuscrito mejoró gracias a Margerie, y tuvo un extenso acabado gracias a Lowry, que fue un admirador de Baudelaire. “Siento que es el primer libro de verdad que he escrito”, le confió entonces a Conrad Aiken... Estoy más que satisfecho, sin ella jamás hubiera tenido la oportunidad de terminarlo.

Margerie Bonner no sólo estaba dedicada a mecanografiar los textos de su marido, sino que incursionaba en la ficción. Ella le cuenta a Douglas Day, autor de Malcolm Lowry: Una biografía, publicada en 1973 (la segunda gran biografía lowriana es Perseguido por los demonios, de Gordon Bowker, 1993) que estaba ocupada en la escritura de Las formas que se mueven sigilosas y El último giro del cuchillo, títulos que más tarde fueron publicados por la editorial Scribners. D. T. Max tuvo acceso a los archivos de Lowry que su esposa vendió a la Universidad de Columbia Británica, en Vancouver, y pudo constatar que

varias versiones de la novela tenían anotaciones tanto de Margerie como de Lowry. Esto quiere decir que ambos participaron en el proceso de edición de la versión final, pues como relata el propio autor, el manuscrito fue rechazado en doce ocasiones hasta que con apoyo de su compañera pudo lograr una versión más depurada.

Es posible imaginar que la vida de Bonner al lado de Lowry era muy intensa, acelerada. Acompañaba a Lowry en su proceso de escritura, en sus borracheras, cuidaba de la salud de su compañero, quien tarde o temprano tendría que sobreponerse a la cruda y continuar con la reescritura de Bajo el volcán; mientras tanto ella buscaba tiempo para dedicarse a su novela en turno, pues desde que conoció a Lowry cuando era actriz de cine mudo, nunca abandonó su interés por escribir.

De la hermandad

al odio

D. T. Max detalla que a Margerie también le gustaba beber y que la vida caótica al lado de su marido era totalmente previsible si ya conocía su forma de relacionarse con el mundo. No obstante, había un amigo cercano a Lowry que nunca simpatizó con ella, Conrad Aiken. ¿Por qué fue importante este escritor estadunidense en la carrera literaria de Lowry? ¿Qué tanta influencia tuvo en él?

Tiempo atrás, cuando Lowry conoció Blue Voyage (Viaje azul), novela de Aiken, supo que se trataba de alguien capaz de crear en medio de un estado de angustia interior y desasosiego. Tras su lectura, Lowry reconoció que “su obra cayó sobre mi psique herida... como un rayo”. Su curiosidad se acrecentó al percatarse que el nombre de Conrad Aiken era prácticamente desconocido en Inglaterra y que la mala crítica al libro que tanto admiraba lo había considerado como un pésimo imitador de James Joyce. En ese entonces tenía 18 años, su conciencia quedó cimbrada por la fuerza de un relato de gran intensidad psicológica y filosófica, su imaginación quedó arrobada y nunca pensó que con el tiempo su obra iba a ser más celebrada que la de su admirado maestro.

En 1929 Arthur Lowry, el padre de Malcolm, costeó el viaje de su hijo a Boston para emprender unas clases con el autor vivo que más lo había impresionado. La sorpresa de Aiken fue que el joven inglés sabía de memoria pasajes vertidos en Blue Voyage, incluso Aiken sugirió con ironía que Malcolm conocía sus libros tan bien que debía haberlos escrito en otra vida. Para Lowry fue muy valioso tener a alguien que podría haber sido su padre, con quien conversaba libremente sobre sexo y literatura.

A Malcolm Lowry le gustaba decir que había llegado a Nueva York tan sólo con una playera de futbol y un ejemplar de Moby Dick. Además de la admiración que sentía por la obra de Melville, desde su juventud adoptó a escritores tutelares: Robert Holmes (cuyos cuentos causaron siempre admiración en él), P. G. Wodehouse (gran ejecutor del humor inglés) y Rudyard Kipling (por sus magistrales relatos de aventuras); en esa época Conrad Aiken se convirtió en su maestro, amigo y cómplice de arriesgadas juergas.

Tanto Aiken como Lowry tenían debilidad por el alcohol. Ambos escritores oscilaban en los límites de la conversación amena y los excesos, su cercanía literaria aceptaba cierto trato rudo entre ellos y bromas pesadas que derivaban muchas veces en la violencia. En una ocasión, Lowry le hizo una fractura en el cráneo a Aiken con la tapa de un inodoro. Años después, Aiken se refería a este episodio tan altamente emblemático y premonitorio como “el comienzo de una bella amistad”.

Tras el primer acercamiento con Aiken, Lowry salió de Nueva York

con dirección a Liverpool. Cumplió su deseo: viajó en el barco de vapor Cedric, en donde Aiken escribió Blue Voyage. Así transitó en el imaginario Pequod para, al igual que el capitán Ahab, encontrarse con su ballena blanca.

Deslumbrado por el talento de Aiken, motivado por la fuerza narrativa del escritor noruego Nordhal Grieg, autor de la novela La nave sigue adelante y, por supuesto, bajo la influencia de Melville, Lowry emprendió la escritura de Ultramarina.

A Gordon Bowker le llama la atención que el héroe autobiográfico de Ultramarina, Dana Hilliot, sea visto por el novelista como “un niño pequeño perseguido por las Furias”. Añade Bowker, autor de la biografía más completa de Lowry:

Se puede reconocer su sensación de haber sido elegido por dio-

ses de su propia invención para recibir castigos crueles, tema recurrente en toda su poesía y en su ficción y que se confirmó por muchas experiencias dolorosas.

El capítulo seis de Bajo el volcán tiene mucho de Ultramarina. Como el propio Lowry reconoce en la carta que le mandó a Cape, acabó dándole al libro un aire marítimo muy necesario. Para el personaje de Hugh,

sus problemas con la guitarra representan las frustraciones, triunfos, derrotas y problemas de todos-los-hombres aunque el pretexto sea una guitarra (Lowry tocaba el ukelele). Y su deseo de ser compositor o músico es el deseo innato de todos-los-hombres de ser de algún modo poetas, mientras que su deseo de ser aceptado en el mar representa el anhelo consciente o inconsciente de todos-los-hombres de formar parte —aunque ésta no exista— de la comunidad humana.

Bowker registra una anécdota interesante que puede leerse como una necesidad de Lowry de superar a su maestro. En cierta ocasión, Aiken le espetó a su discípulo inglés que se proponía reinventarlo,

y en ese preciso instante emergió la bravura y rebeldía del joven Lowry, más seguro de sí mismo. El alumno reviró diciendo que absorbería a Aiken hasta el punto de la aniquilación y de esa manera el parricidio quedó sentenciado.

En esa época de su vida, Lowry estaba cansado de que Aiken le dijera que al escribir Ultramarina le había plagiado Blue Voyage. Juan Villoro asienta que para Martin Amis,

la innecesaria tendencia de Lowry a plagiar revela el alcance de su masoquismo. Tarde o temprano, el plagiario es descubierto: el verdadero móvil de su transgresión no es engañar sino humillarse al ser desenmascarado.

El primero de abril de 1933, Lowry realizó un viaje de Tilbury a Gibraltar, a bordo del Ormonde, en compañía de Aiken, su esposa Clarissa y del escritor Ed Burra, quien rivalizaba con Lowry por la amistad de su tutor. Cada vez que Aiken estaba con Burra, Lowry prefería irse a otra parte, caminar solo por la cubierta del barco, leer, evitar a Burra que cada vez subía más su tono irónico y ridiculizaba a Lowry a la menor oportunidad. Lowry se llevó las pruebas tipográficas de Ultramarina, el Ulises, su ejemplar de La nave sigue adelante y su inseparable ukelele.

Durante ese recorrido por España tanto el maestro como su alumno presumían cada vez que podían su atracción por la fiesta brava y Aiken no perdía la oportunidad de contar que tenía un preciado tesoro: una fotografía de Hemingway, firmada por él, posando junto a un toro. “¡Qué maravilla!”, exclamaba Lowry, mientras chocaban sus vasos de whisky en las rocas.

Mientras viajaba por la península ibérica conoció a su primera mujer, la actriz Jan Gabrial, en quien se inspiró para crear el personaje de Yvonne. (Cuando Lowry estaba enfrascado en la reescritura de Bajo el volcán, Margerie le sugirió que Yvonne fuera el amor del Cónsul y que no sostuvieran una relación fraterna, como originalmente lo había pensado).

Relata Bowker que Aiken fue el primero que se fijó en la belleza de Jan Gabrial, incluso mandó a Clarissa a que le invitara un helado a la joven y así comienzan una amistad. Luego se unieron a la conversación Aiken, Burra y Lowry, como abejas a la miel, buscando que la actriz le hiciera caso a alguno de ellos. No obstante, Lowry fue al que ella prefirió y este hecho provocó que Aiken guardara cierto rencor hacia ella y su alumno, pues en algún momento el mentor acarició la idea de que él y Lowry podrían compartir el cariño de la rubia Jan y así convertirse en un trío amoroso, cómplices de una sólida amistad y su atracción por las letras. Sin duda, la presencia de una mujer como Gabrial despertaba la

creatividad no sólo de Aiken sino de otros hombres que la veían pasar.

Lowry se enamoró de la belleza de Gabrial y de su sensibilidad. A ella le gustaba leer y escribir. Él arribó a su vida como la persona ideal para mantener una conversación y lo que enamoró a la actriz de Lowry no fue su físico ni las simpáticas ocurrencias que tenía cuando estaban en una fiesta o verlo feliz tocando el ukelele, sino las cartas de amor que le enviaba:

Te quiero, Jan, te quiero con el corazón encendido, alguien dijo que la voz de tus ojos es más profunda que la de las mismas rosas (se refiere a un poema de e. e. cummings incluido al principio de la carta) y, por Dios, que podría llorar cuando pienso en ti, nadie, ni siquiera la lluvia, tiene unas manos tan pequeñas... ¿Acaso puede haber una palabra más cruel que “aventura”, una palabra más despreciable, cruel y asesina que ésa? “No voy a tener una aventura con usted, señor Lowry, si eso es lo que me propone.” Pero supongo que tenías razón. Ni Dios Todopoderoso, ni todos los principados, postestades y arcángeles, incluido el que se llama como tú, podían saber lo que se proponía el señor Lowry, aunque quizá Dios sí lo sabía —bueno debía saberlo, ya que fue él quien lo había planeado—, y guiñando su gran ojo (el otro ojo miraba hacia otro lado) al tiempo que se ajustaba las gafas, dijo: “Dios eternamente maldice y rechaza la palabra aventura, tal como la usan Jan Gabrial [y] Lowry”, y alguien dijo... De otro modo, si deseas estar cerca de mí, yo y mi vida nos cerraremos de súbito, como cuando el corazón de esta flor imagina que la nieve cae cuidadosamente por todas partes; nada de lo que podríamos percibir en ese mundo iguala el poder de tu intensa fragilidad, cuya textura me deslumbra con el color de sus campos, exhalando la muerte y la eternidad cada vez que respira... ¿Fue Edward Estlin Cummings quien dijo esto un día, a las Dios y media, en Granada?

México, un país

de contrastes

Los Lowry se casaron en París, el 6 de enero de 1934. Vivieron en varias ciudades de Estados Unidos. A finales de 1935 se encontraron con Waldo Frank, un intelectual de izquierda, que los alentó a conocer México, lugar que tenían planeado visitar pero que aún no estaban seguros de hacerlo. “Frank conocía bien México y sin duda los animó en su proyecto de ir allá, hablándoles de las reformas campesinas del presidente Cárdenas y del emocionante movimiento artístico que representaba Diego Rivera”, refiere Bowker.

Para ese momento, Lowry ya había leído Mañanitas en México y La

serpiente emplumada de D. H. Lawrence y quería seguir los pasos de su autor admirado. La inquietud por visitar México estaba latente, más tarde logró su objetivo.

Como D. H. Lawrence, Hart Crane, Graham Greene, Jack Kerouac, William Burroughs, John Reed, Evelyn Waugh, André Breton, Antonin Artaud, Aldous Huxley, Ambrose Bierce, Paul Morand, Italo Calvino, Joseph Brodsky y tantos otros, Malcolm Lowry llegó a México en pos de oráculos salvajes —comenta Juan Villoro en “Mezcal, dijo el Cónsul”, ensayo que forma parte del libro De eso se trata (2008).

Entusiasmados por conocer ese nuevo país del que mucho les habían hablado, Jan y Malcolm llegaron al puerto de Acapulco el 30 de octubre de 1936, aunque en realidad a él le agradaba recordar que fue el Día de Muertos, fecha en la que transcurre Bajo el volcán.

México fue para Lowry el lugar que inspiró su gran novela, el sitio donde probó el tequila y el mezcal. Conocer México del brazo de Lowry es descender a un universo marginal, etílico y voraz, es como estar en un sitio lleno de contrastes: ver el mar y el bosque, experimentar la calma y el estallido de la conciencia, hablar con Dios y, al mismo tiempo, arribar a un escenario infernal.

No fue sino hasta ocho años después de su amistad con Aiken, cuando el narrador estadunidense visitó al matrimonio Lowry en su casa de Cuernavaca, que Malcolm se dio cuenta de lo perturbado que estaba su viejo maestro. Según relata Edward Butscher, autor de Conrad Aiken. Poet of White Horse Vale, a la edad de nueve años poco le faltó a Aiken para que presenciara la muerte de sus progenitores; estando en la recámara de al lado, presa de un arranque de celos, su padre le dio dos balazos a la madre y después se quitó la vida con la misma arma. Aiken encontró los

cadáveres ensangrentados y culpó a su madre de la tragedia. A partir de ese momento, “empezó a ver a todas las mujeres como rameras indignas de confianza, y pasó el resto de su vida vengándose, humillando cruelmente a cuanta mujer pudo”.

La presencia de Aiken con su nueva esposa Mary y Ed Burra se convirtió en la peor pesadilla para Jan. Aiken odiaba México, pero le convenía económicamente pasar un tiempo hospedado con su amigo Lowry, mientras lograba divorciarse de su anterior mujer, Clarissa. Como era de esperarse, la relación entre Lowry y Aiken se fue empañando, pasó de la hermandad al odio. Mientras Aiken escribía su novela A Heart for the Gods of Mexico, en donde no perdió la oportunidad de incluir a Lowry como el ridículo y amable Hambo, Lowry se ocupaba de la redacción de Bajo el volcán, y el Cónsul, su protagonista, adquiría cada vez más rasgos de Aiken.

En una carta a Jan, Lowry reconoce el otro rostro de su amigo:

Finge la más estrecha amistad conmigo y su admiración a mi obra, pero en secreto sufre de envidia, de falta de razón o de amargura, pero la única medida de nuestra relación es la inconmensurable malicia de su odio; pero odia también la vida. Es la miseria convertida en maldad...

México fue para Lowry un sitio de claroscuros: de calidez y abandono, un estallido de color en sus buganvilias y flores de cempasúchil y, al mismo tiempo, opacidad; fue el espacio donde supo de la facilidad con que se hacen los amigos y de la fatalidad con la que terminan esos pactos entre compadres. Estaba embelesado por los exuberantes paisajes y majestuosos volcanes que veía a su alrededor, y colmado de angustia por todos esos trámites burocráticos que tuvo que enfrentar cuando fue deportado del país.

Cuando regresa a México, ya con su segunda esposa, con la idea de pasar unas vacaciones y mostrarle la cultura (para que ella fuera testigo del culto a la muerte), la bebida y los escenarios naturales que lo cautivaron, se llevó un gran desencanto. Descendió en el infierno al verse inmiscuido con papeleos, resellos, trámites, firmas, adeudos (sembrados por el gobierno mexicano), largas horas de espera (días, semanas), todo lo que implica el calvario de la burocracia en México; esa epidemia parasitaria, peor que la salmonela, la vivieron los esposos Lowry.

Era la primera vez que Margerie visitaba México y, por supuesto, no le quedaron ganas de volver. Los detalles de este mal momento están ampliamente descritos por Lowry en una carta a Ronald Paulton, su abogado en California. La misiva cuenta con una versión de Sergio Pitol, incluida en El volcán, el mezcal, los comisarios. Es brutal el trato que reciben, con total inconsistencia en los trámites. El motivo que llegó a oídos de los funcionarios del gobierno mexicano fue que el narrador inglés estaba acusado de hablar mal de México, eso le dijeron al final del viacrucis.

La Secretaría de Gobernación se hallaba en ese entonces encargada a Primo Villa Michel, un oscuro abogado jalisciense, ya que Miguel Alemán, quien había sido su titular por casi cinco años, se encontraba en campaña, y la subsecretaría, responsable de los asuntos migratorios, la ocupaba desde junio el doctor Héctor Pérez Martínez, hombre de confianza de Alemán, y por sugerencia del consulado británico, Lowry intentó verlo pero su intento resultó infructuoso. Fueron enviados con su equipaje a la cárcel migratoria de Bucareli 113, en donde permanecieron incomunicados, y con el temor de que se les fuera a aplicar la “ley fuga”, dándoseles el trato de criminales viciosos, hasta que fueron enviados por tren a Nuevo Laredo para ser expulsados de México, al ser puestos en la línea fronteriza, ignorando los policías mexicanos que habían deportado a uno de los mayores escritores del siglo —escribe Luis Javier Garrido en un artículo publicado en Proceso, el 7 de enero de 2001.

Juan Villoro relata que él y otros colaboradores del suplemento sábado de unomásuno, tuvieron la oportunidad de conversar con Fernando Benítez, director del suplemento, sobre el aciago episodio migratorio que vivió Lowry, ya que años atrás Benítez trabajaba en Gobernación como secretario particular de Pérez Martínez:

Solíamos preguntar al decano de la prensa cultural si no tenía remordimientos de haber contribuido a sacar del país a uno de los mayores novelistas del siglo. Con voz grave, de obispo que catequiza en la nave de una iglesia virreinal, el autor de Los indios de México respondía invariablemente: “Era un borracho miserable”.

Tocar el ukelele

La música, la literatura, el deporte, el amor, el mar, los barcos y el alcohol se fusionaron de manera aleatoria en su vida. Los días y las noches interminables de Lowry estuvieron marcados por el alcoholismo. Comenzó a beber desde una edad temprana. Para que Lowry no les diera molestias a sus niñeras, le daban un vaso con vino antes de irse a dormir y así el pequeño las dejaba en paz.

Era el menor de cuatro hermanos varones, su padre se comportaba de una forma estricta con ellos y su madre estaba cansada de cuidar a sus hijos, además de que con frecuencia caía en estados depresivos. Arthur Lowry, su padre, era un acaudalado comerciante de algodón, creyente de la iglesia metodista y abstemio por convicción.

El niño Malcolm Lowry creció en un hogar sin amor, desamparado, sintiendo que le estorbaba a su madre y que era difícil sostener una buena relación con su progenitor. Hay una escena que

da pie a que Gordon Bowker crea

que Lowry, desde su niñez, se propuso ser alcohólico de manera inconsciente.

En uno de sus cuentos de juventud, Lowry evoca que todas las mañanas acompañaba a su padre a que abordara el ferry para que se dirigiera a sus oficinas en Liverpool. Durante el trayecto en auto, se encontraban a un vecino que hacía el mismo recorrido que ellos, pero él iba a pie. El vecino era un abogado que, al verlos pasar, los saludaba con su bastón de una forma un tanto burlona ante la total indiferencia de su padre. Cuando el pequeño Lowry quiso saber por qué su padre no respondía al saludo, le dijo: “Ese hombre es un borracho sin disciplina”. La narración termina con una conclusión del pequeño: “Él ignoraba que secretamente yo había decidido convertirme en borracho cuando fuera mayor”. Bowker conjetura que a esa decisión llegó como una manera de rechazar el puritanismo y la rigidez paterna.

Al igual que sus otros hermanos, a los siete años de edad ingresó a un internado. De esta manera se alejó del ambiente familiar. Cuando terminó sus estudios, a los 21 años, el padre de Lowry le pidió que hiciera un brindis; reinó el silencio y luego Lowry confesó que para él su infancia había significado un sufrimiento perpetuo porque la mayor parte del tiempo se sintió ciego, tullido o constipado.

El alcohol fue un demonio para Lowry, una compañía de la que nunca pudo alejarse. Aunque pasaba temporadas en hospitales, tratando de curar su adicción, recaía. También estuvo internado en un psiquiátrico a causa de los delirium tremens que lo atormentaban. En el poema “Consuelo”, que forma parte del libro Un trueno sobre el Popocatépetl, escribe:

No eres el primer hombre que

[padece delirium tremens,

vértigos, horrores, se contagia de

[gonorrea,

ni siquiera la puta invencible

acosada por miradas como redes.

[Al inclinarte, duele

el rostro de hierro con ojos de ágata,

[y despierta el ángel

de la guardia, que mira en el pasado

un partenón de posibilidades...

No eres el primer hombre al que se

[sorprende mintiendo

ni el primero al que se le dice que

[está a punto de morir.

A Lowry le gustaba repetir una frase de

Baudelaire: “La vida es un bosque de símbolos”. El número siete se volvió a presentar por última vez en la vida de Lowry: en 1957, el 27 de junio, falleció, en Ripe, Sussex, la región de los lagos, al norte de Inglaterra. Sucumbió ahogado en su vómito, por exceso de barbitúricos ingeridos durante una crisis alcohólica. “Muerte por desventura”, fue el diagnóstico del médico que certificó la defunción.

“El Cónsul, Hugh, Yvonne, Jacques, Laruelle nos comunican con dolorosa intensidad esa sensación de destierro inevitable, de un viaje sin fin, que tan unida está a la concepción del mundo de Lowry”, propone Juan García Ponce.

En la casa que el matrimonio Lowry alquiló en Cuernavaca durante su primera visita a México, había un lema en la pared que más tarde el escritor incorpora en su novela: “No se puede vivir sin amar”. La frase se volvió esencial en Bajo el volcán y también lo fue para el autor. Durante su infancia y adolescencia vivió sintiendo que era un estorbo, y que acaso merecía la serie de infortunios que ocurrieron a lo largo de su vida, como si los dioses se hubieran puesto de acuerdo y confabularan en su contra. En el fondo, Lowry seguía siendo un niño desamparado que buscaba la aprobación de su padre y el amor de su madre: un chico que sólo quería seguir tocando el ukelele.

Mary Carmen Sánchez Ambriz (Ciudad de México, 1970) es autora de Entre la pluma y la brújula (crónicas, reportajes y entrevistas) y compiladora de la antología de ensayos La mirada del centauro. Publicó junto con Alejandro Toledo la antología Historias del ring

(Ca l y Arena, 2012).