Envejecer

Envejecer
Por:
  • brenda-rios

Los jóvenes no creen en la vejez. Ateos del dios Cronos, piensan que envejecer es algo que sucede a padres, maestros, vecinos. Los jóvenes viven un instante eterno congelado, creen que será así en un siempre movible, cómodo. Un día, como todos, despertarán de ese sueño de dos maneras: gradualmente, tomando los cambios con calma, incluso las enfermedades que preparan para ello, o con la brutalidad de un balde de agua. Kavafis, que bien sabía de esto, llora garrafalmente en ese poema del hombre mayor que le pide a su cuerpo recordar cuando fue amado. Sabe que podría olvidarlo de un momento a otro. Y qué castigo fatal es la débil memoria.

UNO COMPONE el tiempo, entonces, como una conserva de comestibles: guarda para cuando ya no haya. La memoria para la sequía, el frío, los tiempos de guerra. Primer síntoma: el cambio de piel. La piel se endurece. Se vuelve como papel, se estruja por partes. Se decolora o amarillea. En eso nos parecemos a los libros. Los músculos son derrotados. Llega el sobrepeso y la caída del cabello. La juventud no necesita nada, sólo por ser es hermosa, se dice  a cabalidad. Pero ya en la vejez viene el castigo de lo que se cansa. Monigotes de papel, sudados, subiendo la escalera como si nos fuera a dar en ese instante el paro cardiaco definitivo. La energía languidece, como todo. Los pliegues nos convierten en seres de piel dura: un poco iguanas, con el cogote vencido y todo mezclado en capas y capas de grasa y piel colgante. Somos una versión de poco presupuesto de Jabba the Hutt, de La guerra de las galaxias. Nadie quiere morir. Es lógico. Pero el terror a la vejez viene de otra parte. De la epidermis. Del tiempo que no cesa y nos conduce de manera inevitable al último fin. La carne se transforma: las arrugas, los pliegues, la grasa. Todo es evidencia. De vida. Y de putrefacción. Ahí, a diario en el cuerpo que habitamos morimos un poco, apenas unos centímetros cada mañana.

Segundo síntoma: la aceptación del presente. Me sucede más de una vez: miro alrededor y veo esos seres de veinte y veinte y pico riendo en su inercia, su propia resolución de existir. Sin artificios, sin compromisos, sin deudas. Quiero envidiarlos. Quiero recordarme a esa edad. Lo que viene después es una sucesión de escenas contradictorias; la verdad es que no querría volver a ser joven. Por nada del mundo. La fragilidad, la curiosidad e incluso la ambición son partes de mí que se gastaron. Dieron lo que tenían que dar.

La presunción, la arrogancia, el tono altanero de quien cree saber más no los echo de menos. Con los años uno se pule, como madera, y queda liso y pronto para la suavidad del presente, más lánguido como los brazos y las piernas que nos sostienen.

Bill Murray, el actor de Perdidos en Tokio, tuiteó una frase que es el resumen de este siglo: La adultez se trata principalmente de estar cansado y desear no haber hecho planes. La edad es un sobrepeso en sí misma: calórica, grotesca y definitiva. Lo peor es recordarse en las fotografías antiguas más animado, más deseoso y optimista. El cuerpo es consciente de ser cuerpo. La espalda se siente, los brazos también. Uno ve las venas azuladas de los muslos, la celulitis, y sabe que tiene un cuerpo. Que siempre estuvo pero no se hacía tan visible. Con la edad el dolor de cabeza, la alergia, la espalda baja será un tractor de visibilidad, un elefante, una ballena atracada en la playa que respira los últimos días.

SOLEMOS DETESTAR el paso del tiempo porque es visible. Los productos de belleza, las cirugías, la cantidad de lugares para bajar de peso, eliminar el vello, las várices, los tantos y polémicos tratamientos de belleza son muestra de la pausa que se desea hacer. Hacer esperar al señor tiempo en la sala, que perciba la autoridad de quien detenta aún el poder. No abrir la puerta. Hacerlo sería reconocer que perdimos. Y en esa pérdida llegará la muerte.

El miedo a envejecer es quizá más profundo que el miedo a la muerte. Ésta se reconoce como un destino inminente pero la vejez no, creemos que se puede posponer, aplacar un poco. No pensar en ella no la hace menos visible también.

¿Cómo se describe la vejez? ¿Cómo es el proceso? ¿Cómo tiene uno conciencia de que está envejeciendo? ¿Cómo mira una generación a otra? ¿Dónde empieza y dónde termina la distancia insalvable entre ideales y referentes? Pienso en el poema de Sharon Olds, que no me parece una descripción lejana de mi propio cuerpo:

Cuanto más vieja me pongo, más

[me siento

casi hermosa —no mi cara, una cara

[común,

puritana, sino mi cuerpo. Y tendré

cincuenta, pronto, mi cuerpo

se marchita, huesudo, y me gusta su

rugosidad plateada, la piel que

[se afina,

la superficie de un lago rizada por el

[viento, un espectro

arrugado, un pliegue de humo [...]

si me inclino

lo suficiente, puedo ver la piel fina

de mi estómago frunciéndose

y colgando en pequeños picos,

[como yeso fresco.

NO ES UN EJERCICIO simple pensar en el cuerpo propio, en el deseo o en la falta de éste. En lo que se pierde, en lo que se gasta, en lo que solía ser. Ambivalentes entre un tiempo que dejó de existir y sin saber bien a bien cómo prepararnos para lo que sigue. Roy Andersson, el director de la película Canciones del segundo piso, es uno de esos seres que se preocupan por poner la cámara en el cuerpo más invisible: la persona mayor. Sus personajes son hombres y mujeres gordos desnudos. Son viejos desnudos. Gordos. Grotescos. Y la cámara se queda ociosa mientras ellos hacen lo que la gente hace antes de dormir: acomodar la almohada, preparar la pastilla en el buró, leer

un poco.

Llega entonces el tiempo de la contemplación. Lo que vendrá es el paisaje rocoso del cuerpo. En breve tendremos ese olor particular de viejo. Una mezcla de casa húmeda y cosa guardada, como periódico o libro. Nuestro cuerpo, al final, es un archivo en peligro de descomposición. Una biblioteca que fue inaugurada con bombo y platillo por un político de quinta y a la que no le dieron mantenimiento. Una fachada derruida. Cada cuerpo es una ciudad bombardeada. Vivir es caminar en los escombros mientras sean visibles.