Para la eternidad

De acuerdo con una de las culturas más antiguas de la humanidad —y que sigue del todo vital e impetuosa
en estos tiempos—, el judío errante fue condenado a vagar por siempre, sin hallar jamás reposo
en la Tierra. El relato que ahora ofrecemos crea un vínculo entre ese personaje simbólico y la segregación,
dado que el primer ghetto para los hebreos se estableció en Venecia, ciudad en la que hoy conviven
su barrio antiguo y su barrio nuevo. El protagonista del cuento halla, sin buscarlo, el inicio de la trashumancia perpetua.

Ghetto Nuovo, Venecia.
Ghetto Nuovo, Venecia.Fuente: guias-viajar.com
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Al salir de la terminal de tren, la gente cruza el puente o toma el vaporetto, pero nosotros doblábamos por una callejuela a la izquierda. Para mí la llegada a Venecia no era feliz, era siempre ese recular hacia una zona que sentía alejada del resto, siguiendo a mi madre, el rígido avanzar de su falda de oficinista, el sombrerito, sus zapatos siempre más veloces que mi carrera. Yo a mi madre no la llamaba mamá, sino Pina, por su nombre. “Pina, espérame”. Era angustioso sentir que me dejaba atrás Cruzábamos frente al portal de una pensión que dejaba descubrir un huerto al fondo, donde se hospedaban jóvenes viajeros de mochila. Pasábamos a San Marcuola a comprar flores. Luego seguíamos hacia el Ghetto Nuovo. Las aguas del río eran de verde cetrino en el verano, y en invierno con la niebla daban impresión de un lecho helado. A pesar del mosaico de ventanitas caseras que daban al río, entrar al ghetto era como entrar a una fortaleza medieval. Las lanchas amarradas a los postes apenas aligeraban la impresión de un foso de castillo amurallado, y yo sentía al cruzar el puente de madera que caminábamos por un puente levadizo.

En otro siglo había que pagar al entrar y al salir, cuando todos los movimientos de los judíos eran vigilados bajo sospecha del uso que daban a sus dineros de prestamistas. Se decía que espiaban para los otomanos en contra de la Serenísima y que propagaban la peste. Los confinaron, por eso y más.

Ingresábamos al ghetto por la boca del soportal a un túnel de piso de losas, muros de ladrillo y piedra sillar, y con techo de vigas muy bajo. Daba la sensación de entrar en otro tiempo. Pasos adelante ya estábamos en la plaza rodeada de edificios de cinco, seis y hasta siete pisos, el Campo del Ghetto Nuovo con sus tres pozos de agua decorados con los leones de Judea, y los infaltables ancianos sentados en las bancas. Luego cruzábamos otro puente hacia las callecitas del Ghetto Vecchio, y al doblar la escuadra de las dos sinagogas nos perdíamos entre las casas, frente a puertas de madera muy estrechas, para ascender por fin la alzada escalera, más de tablones que de escalones, Pina y yo envueltos en un olor rancio de humedad mezclado con aroma de pan ázimo del horno del panadero que horneaba en la planta baja. Tocábamos a la puerta de la tía Sara. Su cabecita de ratón asomaba, con cabello plateado y enormes lentes, y sonreía sorprendida por los colores del ramo de flores que Pina le ofrecía. Yo corría a asomarme a la ventana de la sala para mirar la plazoleta Delle Scuole, con sus palomas, su pila de agua y sus muchachas que me enamoraban. Por ahí cruzaría un rabino seguido por una tropa de niños, pero había también cristianos avecindados y algunos comerciantes que no respetaban el shabbat. De las ventanas del edificio colgaban lazos de ropa puesta a secar al sol de la mañana.

Ingresábamos al ghetto por la boca del soportal a un túnel de piso de losas, muros de ladrillo y piedra sillar, y con techo de vigas. Daba la sensación de entrar en otro tiempo

Para tostarme un poco, me sentaba en el sillón donde mi tía pasaba horas mirando el cielo. Ella servía té y galletas. Hablaba de la familia y de sus muertos, a quienes yo confundía con la lista de víctimas de la Primera Guerra Mundial inscrita en la fachada de la sinagoga española. Y luego nos contaba chistes llenos de autoescarnio judío. Uno tenía esta moraleja: “La felicidad no dura, pero no te preocupes, lo que sí dura es la renuncia”. Risas de mi madre. No recuerdo el chiste, sólo se me quedó la frase. Una vez, al cruzar en góndola bajo el puente de San Pietro di Castello, el señor Valenzin, buen amigo de la familia, nos contó que en otro tiempo al pasar por ahí los féretros de los judíos difuntos, los venecianos les gritaban improperios y les arrojaban inmundicias. Tiempos terribles. ¿Habrían de volver? Mi madre y yo no éramos ya practicantes. Mi papá, a quien no se nombraba, fue cristiano, cosa no inusual en la comunidad israelita de Venecia, un zapatero cristiano. Sarita decía que en tiempos remotos los judíos vivían en la ciudad entremezclados con los goyim quienes, envidiosos de su prosperidad, los habían despojado. “Mataron a todos, excepto a un niño”, contaba mirándome a los ojos, “al niño lo convirtieron a la fuerza al cristianismo y lo casaron con una noble veneciana”. Pues por lo visto no mataron a todos, pensaba yo al ver a mi tía aposentada frente al muro con su espejo de marco dorado, entre cromos del Canaletto y también un retratito de León de Módena.

Una mañana salimos mi madre y yo al cementerio judío. Tomamos el vaporetto al Lido y luego caminamos por la costa hacia el monasterio de San Nicoló. El cementerio viejo estaba cerrado, pero bastó con solicitarle acceso al guardia del cementerio nuevo para que nos abriera la puerta. El lugar, rumoroso de chicharras, estaba sembrado de incontables lápidas en el abandono, inclinadas unas, otras ya vencidas, como campo de batalla en el que aún se acodaran los moribundos, todos acostados por el vendaval que sube de la laguna, dispersos entre la hiedra invasora. Sarcófagos tendidos detrás de las piedras semejaban tesoros saqueados. Por recomendación de Sarita habíamos ido a buscar la tumba de nuestro ancestro más antiguo. Había fosas vaciadas, sin señal, y estelas fuera de lugar, como arrojadas por ser ya inútiles, pero labradas en hebreo y con escudos heráldicos en bajorrelieve. Me impresionó que así se elevaran las familias judías, oblicuamente, como páginas desprendidas y dispersas de un libro de piedra. Podía sentir fragmentos de losas bajo mis pies, los sarcófagos eran barcas encalladas, la tarde se extendía muy despaciosa como las plantas parásitas de los saucos y el moho del cementerio. Había una roca trabajada en cantera que sobresalía por su rudeza, y que no llevaba más que una pobre inscripción: “1631 Hebrei”. “Será una fosa común, dijo Pina, los muertos de una peste”. Mi madre se perdió entre las piedras, y yo hallé un sarcófago abierto, lleno de hojas secas, donde me sumergí a investigar. Me tendí dentro para mirar el pestañeo del cielo azulísimo entre las frondas y ver caer las hojas, con la membrana roja de sangre de mis párpados como refugio.

El sueño de mi padre, el sueño de los hermanos de mi padre, el sueño de cuando nos alcanzó la noche en una brecha, el sueño de cuando dejamos la casa para siempre, el sueño de las lluvias copiosas, el sueño del estío y de la separación, el sueño de un cuerpo inmóvil, el bálsamo de la muerte. A un costado mío, una estela tenía forma del arca santa donde se guarda la Torá, y otra un arpa esculpida. Yo, tendido junto a la familia Sasso y junto a los Jesurum, me ataba a ellos y me olvidaba de la muerte. Pensé en Jacob, que llevaba luto por José aunque José estuviera vivo.

Mi madre se perdió entre las piedras, y yo hallé un sarcófago abierto, lleno de hojas secas, donde me sumergí a investigar. Me tendí dentro

Fue entonces que escuché los gritos de Pina. Me buscaba desesperadamente. Su hijo se había perdido entre las tumbas. En vez de salir a su encuentro, esperé maliciosamente a que me encontrara en el sarcófago. Pero no daba conmigo y seguía llamando. El guardia del cementerio nuevo acudió pronto y se puso a correr entre los sarcófagos abiertos. Yo me cubrí con las hojas secas para hacerme el desaparecido. Podía sentir cómo, al paso de Pina sollozante, las lápidas se ladeaban aún más, las ramas de los árboles braceaban forcejeando, y yo respiraba otro aire, el polvo de los levitas, de los prosélitos, de los huérfanos. No podía abrir la boca.

Por fin, el sufrimiento de mi madre me hizo levantarme y me puse de pie como si fuese un alma incorpórea. Estaba cubierto de tierra. Pina corría a saltos, encaramándose entre las losas. Me atravesé en su camino para que me encontrara, pero ya no pudo verme. Le grité, pero ya no pudo oírme. Me colgué de su falda, pero me arrancó de su lado. No me dejes, le pedí, anudándome a ella con ligamentos de carne, pero me dejó atrás en esa isla semisalvaje, entre las piedras disimuladas por la maleza, expuesto a la erosión de la sal que carcome los sepulcros, frente a la lápida de los Coen, con su símbolo de dos manos en gesto de bendecir, y las inscripciones tumbales de los lotes, que los judíos no consignaban a perpetuidad sino para la eternidad.