Finnegans Wake en un espejo

Finnegans Wake en un espejo
Por:
  • praxedis_razo

Luego de agotar su primera edición en cinco meses, se podría decir que James Joyce, encarnado en su traductor argentino Marcelo Zabaloy, revisó de nuevo, a fondo, la primera traducción íntegra del Finnegans Wake al castellano —publicada en 2016—, que sigue levantando ámpula entre los iniciados. Ochenta años después de su primera edición en Faber and Faber, Zabaloy nos cuenta que esta obra sigue siendo el gran juego.

En lugar de un libro que te propones leer de corrido, Finnegans Wake parece una manzana que nunca se acaba...

Cierto, tiene algo de infinita. Así lo viví después de muchos años de haber terminado con la traducción del Ulises. Comencé a abordar el Finnegans para ver de qué diablos se trataba, y leí y leí. Llegó un momento en que ya no pude entender hasta que recomencé de manera organizada, con los tratados que se habían escrito a los que yo tenía acceso, y empecé a comprender, a ver de qué se trataba en lo que se puede ver, porque no todo se puede entender en esa obra. Lo cierto es que las frases del Wake son siempre una diversión.

¿Cómo llegaste a traducirlo?

De 2005 a 2009 traduje para mi gusto, sin esperar nada a cambio, el Ulises. Luego iniciaría una historia de revisiones y esperas, hasta la primera edición de 2015. Acabé diez días antes del 16 de junio de 2009 (Bloomsday), y luego caí en un pozo depresivo en el que no sabía si matarme con una escopeta o tirarme al mar, que acá es poco profundo. Al ver que no tendría éxito respiré y, pensando qué hacer, a fines de 2009 inicié la lectura del Wake para salvarme de esa depresión.

Pasaron siete años para terminar tu traducción, de 2009 a 2016.

Sí, siete años en que también hice diez u once revisiones del Ulises con el editor de El cuenco de plata, Edgardo Russo. Esas dos traducciones están encimadas, tenía en la cabeza las peripecias de los prólogos del Ulises que nunca llegaron —uno de Jorge Monteleone, otro de Ricardo Piglia—, y al mismo tiempo las revisiones del Finnegans, que igual fueron diez, sin contar las de la segunda edición.

¿Cómo comenzó esa locura?

Edgardo, ante mi desesperación de que con Ulises no pasaba nada, me pidió que le leyera lo que llevaba del Finnegans. Me senté con Russo y con Pablo Hernández, el editor que iba quedar a cargo del Wake en El cuenco, y les leí fragmentos que los dejaron hipnotizados, porque no entendían nada y a la vez se daban cuenta de que mi lectura sonaba y les gustaba el sonido.

Russo me dijo que no sabía de qué carajos le estaba yo hablando pero que le parecía fascinante, “y si el cuenco se tiene que preciar de ser una editorial audaz te hacemos el contrato desde ya para esta traducción también”. Ahí mismo improvisaron el contrato y lo firmamos. Fue una de esas reuniones que ocurren una vez en la vida, en las que hablas de cosas desconcertantes, del sinsentido y su imposible explicación.

Luego, ya avanzado el proceso editorial, invité a un profesor de literatura inglesa de la Universidad de La Pampa, Eugenio Conchez, a revisar tanto Ulises como Finnegans Wake. Con este último me dijo que lo hiciéramos punto por punto. Puede ser desesperante, pero a mí lo único que me motiva son las cosas que alguien declara imposibles. Este libro se pasó ochenta años sin traducción al español porque durante ochenta años se le consideró imposible, luego de que alguien lo dijo. Lo más fácil es reconocer que algo no se puede hacer, sobre todo si nadie lo intenta.

Si me dijeras que ya se suicidaron cuatro traductores del Finnegans porque no han podido con él sería distinto. Que uno llegó a la página 500 y como nadie se lo publica se pegó un tiro, entendible. Que otro señor se tiró del Empire State porque veinte años después no logra pasar de la página tres, entendible también. Pero nadie llegó a eso. Al único que hizo algo, Víctor Pozanco, lo crucificaron por hacer una síntesis de doscientas y pico páginas para Editorial Lumen. Luego está la página esa de Salvador Elizondo de la que no puede pasar y ya, no más.

¿Qué encontraste en la obra?

Todo el libro está lleno de falsos dichos, por ejemplo: “Cuanto más corto el garrote se encona más el salvaje”, que a pesar de que nunca se ha dicho Joyce lo hace pasar como si fuera del ámbito popular. Y si yo te dijera que se parece a cosas que hemos soñado y que Joyce fue escribiendo así su Finnegans, ¿me lo creerías?, porque soñando aparecen frases extraordinarias, fantásticas, pero de ellas no se puede recobrar más que su sedimento al despertar, y ése es el material del Wake.

Son pequeñas perlas metidas en embrollos, como cuando Joyce se da vuelo con la belleza de las letras, de la A a la Z, describiéndolas con sus patitas, las tres lomitas de la M, el camello de la N, en fin. Y eso lo sacó de Rudyard Kipling, de Just So Stories, una historia de un papá aborigen que le cuenta a su niño porqué la A es A, y el porqué de las palabras.

Joyce tomó de todos lados, y ya había sido detectado —pero yo no lo sabía— en The Books on the Wake, de James S. Atherton, donde están todas las fuentes consultadas por Joyce que se han podido rastrear. Finnegans Wake es una recreación de la literatura que ese tipo leyó desde su infancia, y cosas mucho más complejas, como la descripción de la primera página del Libro de Kells, que Joyce tomó del inglés antiguo, lo pasó al wakeano, y de ahí yo tuve que pasarlo al castellano actual. Sus propios libros, Ulises, El retrato del artista adolescente —que también traduje, entre Ulises y el Wake aunque no se haya publicado, y que lo considero como un gimnasio hacia el Finnegans—, también son fuentes importantes de las que abreva en este libro de 1939.

"Hervé Michel aportó mucho con un descubrimiento en la traducción que la comunidad francesa se obstina en ignorar: hacer coincidir cada palabra al inicio y al final de cada página".

¿Cómo trabajaste la traducción?

Para Finnegans repetí el método que apliqué con Ulises: una traducción palabra por palabra, una vivisección absoluta, así todo. Tenía dudas siempre: con el Finnegans todo se pone en duda, por la tentación de enderezar el texto cuando ves una palabra distorsionada, y quieres hacer una perífrasis, cambiar el orden de las palabras o alisar lo que está arrugado, lo cual hubiera sido un crimen, pero no caí, aunque sí tuve esa tentación.

Llegué al capítulo ocho y soñaba con que hubiera una edición del Finnegans en la cual Joyce hubiera trabajado, como lo hizo con la edición de  Valery Larbaud del Ulises, codo a codo con un traductor. Como eso no pasó, me procuré un viaje —porque a mí nadie me va a dar una beca para nada, ni la voy a pedir, ni tengo los estudios para obtenerla. Me fui dos meses a la Biblioteca Nacional de París, y ahí me quedé cuarenta días a leer todo lo que había a propósito del Finnegans. Joyce había participado de la traducción al francés sólo en fragmentos del capítulo ocho, y lo que vi me encantó porque tenía el tono de lo que yo estaba haciendo: persistir en las distorsiones del lenguaje joyceano.

En esa búsqueda encontré el trabajo de Hervé Michel, que aportó mucho con un descubrimiento en la traducción que la comunidad francesa se obstina en ignorar de modo cruel: el paginado, hacer coincidir cada palabra al inicio y al final de cada página. En otro texto no tendría sentido, sólo en el Finnegans adquiere una dimensión que valida ese aporte.

Traducir no sólo el mismo número de páginas, sino incluso el mismo número de palabras por página...

Donde se puede. Requirió un trabajo de edición importante y un engañaojos porque no todas las páginas tienen la misma cantidad de líneas. Yo quería que esta traducción, la primera, le facilitara la vida al tipo que hace una tesis doctoral sobre la traducción de algo complejo. Si este libro de 628 páginas, que es exactamente el número de páginas del original en inglés, lo hubiera hecho de 823, 1200 o 2000 —por las notas que podría incluir—, las traducciones ya no podrían compararse.

Estuve en una conferencia sobre este trabajo en Bilbao, y les señalaba con amarillo las distorsiones del lenguaje en cualquier fragmento de Finnegans. En un pasaje de 137 palabras, el corrector de Windows no reconocía 35, es decir, poco más de un 25 por ciento de neologismos. En Finnegans Wake hay 250 mil palabras y los neologismos son aproximadamente 62 mil. Si yo me hubiera dedicado, por lo menos, a hacer 62 mil entradas tratando de explicar cada neologismo, sería interminable. No digo que eso a nadie le importa, porque el mexicano Juan Díaz Victoria está haciendo ese trabajo que es terrible: sumar a los textos traducidos del Wake las casi 60 mil notas que puede incluir en ese aspecto. También está la página de internet fweet.org, a la que hago referencia en mi nota de traductor, que cuenta ya con 80 mil entradas en torno a palabras y frases de la novela, sumadas de manera dinámica, con la participación de todo lector del Finnegans que descubre algo nuevo. Pero las notas en mi traducción no tenían ningún sentido, pues lo que yo pretendí fue hacer un espejo del original, una ilusión óptica que permita comparar el wakeano y el castellano, o como quieras llamar lo que hice.

Siempre pones por delante que tú no perteneces al mundo literario.

Toda la familia, desde mi abuelo, se dedicaba a la reparación y venta de máquinas de oficina. Cuando murió mi padre, yo tenía 18 años y tuve que seguir esa línea, cuando todavía se reparaban máquinas de escribir, de calcular. Después seguí con la informática y haciendo instalaciones de redes. Me dediqué durante veinte años a proveer a la Coca-Cola, casi como único cliente. Entonces conseguí un dinero, aunque no mucho, que sostuviera a mi familia de seis hijos, mientras por otro lado me entretenía en mis ratos libres a hacer esto, que de otra forma no hubiera logrado. Yo hacía un trabajo muy físico, subía y bajaba escaleras con el taladro, la hacía de albañil. La lectura es un gusto adquirido en la infancia. Para mí, traducir, leer y escribir es un gusto.

¿Soñaste con Joyce y sus textos durante el proceso?

Sí, demasiado. La madeja que tenía en la cabeza cuando traducía y revisaba el Finnegans, paralelamente al Ulises, era para poner en riesgo la salud mental de cualquiera. Si no estás algo bien de la cabeza corres peligro, porque el esfuerzo de ver a través de las palabras distorsionadas equivale a subir todos los días a lo Sísifo. Cada página era una cuesta cargando la piedra. Soñaba con frases enteras, párrafos distorsionados en el original y en mis traducciones, que me dejaban en estado de calambre. Pero me salvé porque tampoco me tomo en serio la pose del hombre que escribe tratados. Me queda, entonces, el gusto y la libertad de escribir con cierto humor.