Fracasé como alcohólico

Fracasé como alcohólico
Por:
  • larazon

Cuál es el mayor temor del borracho. ¿Cirrosis? ¿Disfunción eréctil? ¿Quemarse la quincena de una sola sentada? ¿Que lo corra su mujer de la casa? El miedo más profundo de un bebedor es el alcoholímetro.

Conozco un editor de apelativo Hígado que después de pasar un retiro espiritual de 72 horas en El Torito se juró converso. Atravesó por distintas fases. Hasta terminar profeso como miembro excelso de la comunidad pentecostés.

Aquí como me ven, tengo mis principios que no rompo nunca, así como Yoavi no rompe el cerdito en el cuento de Etgar Keret. Pero la maldita presión social es un mal ineludible que siempre viene a interponerse en nuestra existencia. El equipo de natación al cual pertenezco desde 2013 organizó su posada anual. Sería mejor llamarla bacanal. Yo había visto a grupos de gente comer, pero nunca a nadie meterle el acelerador a fondo como a los Bucaneros Master. Y ahí no acaba la cosa. Si asusta verlos comer, más miedo da verlos chupar.

En ciertos círculos se me tiene como el alma de la fiesta, pero en otros como un Grinch. Y todo el tiempo que estoy en casa lo aprovecho para cargar pila y vinilear, porque no siempre hay chance. La única excepción es el paryzón de los Bucaneros. Me encanta verlos empacar. Al cabo tienen vía libre. El coach siempre dice: “Usted coma, que para eso nada”. Y nadie ha desobedecido el consejo.

A alguien se le ocurrió que se armara la fiesta en una quinta. En la carretera a Mieleras. Traducción: en casa de la chingada. Pedir un Uber iba a ser un pedo. Así que contra mis jodidas convicciones tuve que sacar el carro. Llevaría a mi hija, y no quería estar una hora esperando a que apareciera un Uber que se dignara a recogernos. Por lo que tendía que sacrificarme. Esa noche no me pondría pedo. Tras la estampada contra la Plaza de Toros que me di en 2008 prometí no volver a conducir ebrio.

"Aquí como me ven, tengo mis principios que no rompo nunca. Pero la maldita presión social es ineludible".

La fama me precede, como a muchos. Apenas llegué a la fiesta me pusieron una chela en la mano. Y como una es inofensiva dije: pus me la chingo. Resumiré la noche: mientras los invitados comían como si acabaran de salir de una condena de treinta años y bebían como si tuvieran el hígado de Súperman, yo me goberné. Tomé sólo cuatro cervezas. Y además Ultra. Las más ligeras del mercado. Puedo cometer muchas estupideces, pero jamás manejaría pedo. Y menos con mi hija de pasajera.

Cuatro o cinco horas después se acabó el jelengue. Y emprendimos nuestro regreso a la civilización. El paisaje que nos circundaba bien podría haber servido de escenario para la última de Mad Max. Puse un disco de Elton John y me entregué al camino. Venían con nosotros dos secuaces. América Perales, prima putativa, más lo segundo que lo primero, y Gil. Ambos Bucaneros. Recorría el bulevar Revolución cuando me acordé de la maldita antialcohólica. Y como muchos esa noche, caí. Di la vuelta en Juárez y me topé de frente con la ley.

Ha consumido alcohol, me preguntaron. Respondí que nones. A ver, sópleme. Cómo no. Descienda del vehículo. Me lo dijo el agente muy claramente. Si no pasa la prueba usted se va al bote y el carro al corralón. Y mi miedo, que para estas cuestiones es una maldita caja registradora, hizo cálculos mentales y aprox el chiste saldría en quince mil pesos. Lo peor era el oso de tener que mandar a mi hija en Uber. Pero saben, la confianza que infunde el alcohol también se puede usar en sobriedad. Así que caminé seguro de mí mismo dispuesto a hacer el test.

Delante de mí había un sujeto que cada vez que le decían que soplara, aspiraba aire. A la quinta ocasión lo esposaron y lo remitieron directamente. Ahí van quince mil varos, pensé. Llegó mi turno y me leyeron la cartilla. Cinco segundos. Si llega a cuatro vas a la cárcel. Soplé y nada. Apenas me acerqué a los dos puntos. Se me puso una sanción y el médico me dejó ir. Pero como los tránsitos de Torreón son unos abusones, todavía el agente número 30813 quería mordida. Obvio, no le di.

Subí a mi carro y Gil reclama: por qué no me dijiste. Yo me lo hubiera traído. Porca miseria. Me hubieras dicho que sabías manejar, le grité. Si hubiera sabido eso desde el principio, me habría puesto una pedotota como el Bucanero honorario que soy. Mis kilos me ha costado ganarme el título. Quién lo diría. Que la ley me dejaría paso libre. Puta edad. Me he ablandado. Fracasé como alcohólico.