Fuera de escena (canciones)

Si en algo no hemos cambiado gran cosa los humanos es en la vulnerabilidad emocional ante el ser amado.
La literatura y las artes en su conjunto revelan que desde hace siglos nos arrebatan el deseo,
la ternura, y padecemos con idéntico rigor los celos, la infidelidad o la separación de los amantes, según
Igor Caruso. Los matices subrayan las particularidades de cada historia de pareja. En este cuento,
el amor lésbico se muestra en toda su potencia, su dolor, con un marco musical como la banda sonora de un adiós.

Fuera de escena
Fuera de escenaFoto: Especial
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Fuiste el puente frágil entre las dos existencias de una mujer de riesgos. Encantadora y letal, tu apariencia de señora con tres hijos no era más que una fachada que escondía artes de bruja, eficaces y sin bondad. Me volví insensible a la realidad y ciega ante la evidencia mientras tocaba el piano con una limpieza de aire frío, potencia destilada y dulzura perturbadora que mostraba no simplemente técnica sino un punto de madurez particular. Vivía un momento personal azaroso, en el que llegaste tú a complicar el panorama con la fuerza de un rito de paso. Nos conocíamos sin amistad desde hacía años, pero un día te vi a las puertas del Aula Magna, en la Universidad Central de Venezuela, acompañada por tu novia. Con olfato de veterana capté las energías de la mezzosoprano de reconocida voz, sutilmente encubiertas por su maternidad. Una ola de malos pensamientos turbó el aire de la tarde atravesado por la música de Inocente Carreño; se fueron por donde vinieron pues intentaba rescatar una relación sin sentido, finalizada luego de intentos vanos.

Ya separada, adelgacé y me dispuse a entrar en el mercado amoroso. Me miraste de arriba a abajo, descaro sorprendente, en un toque entre músicos que culminó en un baile, tú y yo enlazadas al ritmo de una canción cualquiera, flotando en la felicidad invencible de nuestros colegas, gente ebria y virtuosa, capaz de sacarle chispas a un cuatro con "Libertango", de Piazzola, o con un joropo tuyero. Los percusionistas, las voces, un bajo, el piano, la sesión suspendida por tu canto a capela: “Llorarás y llorarás sin nadie que te consuele, así te darás de cuenta que si te engañan duele”. La especialista en lieder improvisando sobre las letras del sonero Oscar D’León, a quien adorábamos. Me gustaste, claro que sí. Inolvidable tu entrada a mi casa días después, bien vestida y mejor dispuesta a quitarte la ropa, detalle estupendo que llevó a la habitación el oro de la luz mañanera tamizado por el verde de los árboles y por la emocionante resaca de leve mareo pero cuerpo feliz.

No es poca cosa que al día siguiente de tu agitada visita me comunicaras que habías puesto fin a una relación, de la cual te expresaste en términos nada halagüeños. Sentí una chispa de inquietud, sofocada por mi emoción, esa explosión de químicos que convierte a cualquier pendeja en diosa. Conforme pasaban los días, los mensajes telefónicos de tu ex daban fe de una desesperación tremenda; caías en la impaciencia mientras yo tocaba a Ginastera, Rachel Portman y Teresa Carreño. Te sorprendía la belleza de las piezas, aguda como tus ojos de gavilán, pero a veces un mohín despectivo, absolutamente fuera de lugar, asolaba tu boca. Tal vez las imperfecciones de mi cuerpo en paños menores sentada al piano te molestaban pero ninguna de las dos era una modelo. Aclaro, resultabas arrebatadora, con justa y absoluta razón.

Adelgacé y me dispuse a entrar en el mercado amoroso. Me miraste de arriba a abajo, descaro sorprendente, en un toque entre músicos que culminó en un baile, tú y yo enlazadas al ritmo de una canción cualquiera, flotando .

TE DIO POR JUGAR deportes de riesgo conmigo como si mi presencia afirmara que tu vida real en terreno firme no me tocaba. Un día llegabas con un disco de Buika en la mano pero le dabas vuelta a la dedicatoria mientras yo, enamorada digna de ansiolítico, tenía claro lo que quería que me dijeras. Lo mismo ocurrió cuando te apareciste con uno de Lila Downs. Nuestros encuentros me escocían de deseo entre posturas atrevidas, orgasmos largos dignos de cronometraje y una inquietud que crecía en mí confundida con felicidad. Por lo visto la pianista que tocaba sonriente y desinhibida en ropa interior no te gustó suficiente y me dejaste en plena pasión poco tiempo después. Para colmo, me mandaste a paseo por teléfono y desde Mérida, al día siguiente de un concierto memorable en el que Lorin Maazel dirigió la décima sinfonía de Shostakovich con la Sinfónica en el Aula Magna de la Universidad Central. La misma sinfonía que habíamos oído en un amanecer insomne en tu casa mientras el sol despuntaba. Yo recién separada de verdad y tú separada de mentira, volviste con tu ex, la mujer más abnegada que el mundo lésbico haya conocido, y dejaste mi cama flotando en los recuerdos de nuestras experimentaciones eróticas. Las tomabas más en serio que yo pues me recordaban juegos de viejas películas dedicadas al poder del sexo y el sexo como poder, lo cual me resultaba gracioso. Pero la gracia ante tu curiosa incursión en prácticas poco convencionales no quiere decir que no me fascinara compartir contigo sábanas y humedades. Si existiera un Oscar a la mejor amante, tú te lo ganarías en dos categorías: protagonista y dirección. La verdad es que tanta euforia entre ambas merecía dos horas de trote al día y largas sesiones de mindfulness, pero qué se le va a hacer. ¿Por qué las amadas fingen, se preguntan siempre las despechadas? Traviesa euforia de las amantes, droga que nos vuelve sumisas a la fantasía, convertidas en protagonistas del amor perfecto.

No quedaron en nada los juegos musicales de nuestro breve romance, surgidos cuando ensayábamos juntas y respondía con armonías diversas a las vocalizaciones tuyas, tan paródicas como afinadas. Pocos años después te envié el CD de Fuera de escena (canciones), piezas que nacerían de esas ideas incidentales, dotadas de la entidad propia del oficio y sin las viscosidades del despecho por lo que había sido apenas un affaire. Me invitaste a salir, con el diablo de tu parte para variar.

Pasaron los días.

Todo era amor, nada más que amor. De nuevo mi piano y tu voz jugaron y convertimos boleros de Concha Valdés en piezas con aires de lieder de Hugo Wolf, chapucería que nos divertía como nada. “De este corazón, voy a entregarte la mitad”. Recostada en el piano cantabas hasta morirte de risa y luego moríamos en la cama con eficacia de final de concierto para piano y orquesta o del acto final de Carmen, de Bizet, en el que Don José ponía fin a la vida de la amante indiferente que asolaba sus días. Ni hablar de que yo fuese Don José en esta historia, no pasaba de Madame Butterfly en manos de Pinkerton. Las dos, demasiado conscientes de nosotras mismas pero sin ganas de confesarlo, nos sumergimos en el vino, las sábanas y la música, acompañadas de amistades que nos aplaudían, ignorantes de nuestras debilidades comunes potenciadas. Tu mal humor y desparpajo eran combustible para mi naturaleza demasiado expansiva, que siempre ha sido el acicate de lo mejor de mi vida pero también de lo peor. Peleabas conmigo sin ton ni son mientras yo te miraba con la boca abierta; otras te contestaba cruel y deslenguada, molesta por tu tendencia irrefrenable a las escenas, en las que yo participé porque al fin y al cabo soy mujer de pecados capitales, no veniales.

Fuera de escena
Fuera de escenaFoto: Especial

UN BUEN PRETEXTO para montar el ring eran los celos que le tenías a una amiga, los cuales resultan incomprensibles vistos desde ahora; además, celos debía sentir yo de las merodeadoras enamoradas de ti hasta sin darse cuenta. Para divertirse a tu costa, mi amiga se prestó en una cena a las provocaciones que le lanzaste pero me cobraste caro el torneo. Te fuiste de mi casa y te seguí por las calles de Caracas a pie a la medianoche, una prueba irrefutable de cariño conociendo la ubicuidad de los malandros capitalinos. Por fin detuviste a un taxi, otra temeridad, pero Dios protege a la gente como nosotras; yo no estaba más cuerda que tú en esa época pero semejante soltura ante el peligro me sorprendía.

Te disculpaste, modosa, al día siguiente, estabas sinceramente arrepentida, ansiosa ante mi tono sereno y determinante. Demasiado riesgo sin sentido. La verdad es que no te faltaba autocrítica ni a mí tampoco pues ambas íbamos a terapia psicoanalítica. Además, la ausencia de serenidad no sólo era tuya; en mí se expresaba en hablar demasiado, grave defecto que para colmo es de familia. De joder, las dos jodíamos, sin embargo, por alguna razón oscura seguíamos intentándolo ya que también había risa y celebración, momentos de paz con largas conversaciones, divertidas reuniones con tus hijos y parientes, tragos, viajes. Eras un encanto, un peligro y un regalo; padecer de semejante locura por ti fue un don. Te recuerdo como una cueva iluminada por el fuego, una inmensa marmita hirviente, un lugar para perder el miedo y luego no regresar.

Nuestras respectivas psicoanalistas lidiaban sin demasiado éxito con esos temperamentos de mujeres que se quitaban los límites frente a la otra con suma facilidad. Pero mientras los excesos eran la medida de tu ascendiente sobre los demás, de la tolerancia incansable de su amor hacia ti, en mi caso me consumía la culpa pues le rindo culto, quién sabe por qué, a la virtud cívica. Te escondías detrás de tus hijos, quienes apreciaban mi afición por la política y el cine, por no hablar de mis habilidades culinarias, ajenas completamente a tu naturaleza. Bien vale una novia para la madre si puede sustituirla en los fogones. Me contabas problemas familiares para los que no querías solución y yo te solía importunar con mi imperturbable sentido práctico de la existencia, necedad de mi parte que hiciste bien en señalar. Querías que escuchara tus quejas, no soluciones. Yo también me quejaba de los típicos problemas entre hermanos cuando los padres empiezan a hacerse muy mayores. A veces lloraba ante la inminencia del cierre del Conservatorio, sometido a las intemperancias gubernamentales, y me dolían los inconvenientes que mis posturas políticas me acarreaban en el mundo de la música. Empezaste paulatinamente a rechazarme so pretexto de afecciones ginecológicas, pero la idiotez que me generaba tu presencia me hizo creer a pie juntillas en tus excusas.

Tanta euforia entre ambas merecía dos horas de trote al día y largas sesiones de mindfulness, pero qué se le va
a hacer. ¿Por qué las amadas fingen, se preguntan siempre las despechadas? Traviesa euforia de las amantes

UNA NOCHE DE PARRANDA tuve una crisis de pánico que se disparó por un choque de vehículos con un vecino a medianoche, del que salí bien parada de milagro. Durante unos días vacilaste pero al fin me dejaste con un seco “No te amo”, la única y definitiva verdad de nuestros dos episodios. Luego de tan deslucida situación cambié el psicoanálisis por la terapia cognitivo- conductual, comencé a trotar sin dejar el vino y me entregué a la música más que nunca.

Salomé, heroína amante de otra época, médica y verdadera señora de tu existencia, te recibió de nuevo. Seguramente le contaste mis oscuridades como a mí me contaste las suyas. Imagino que yo ganaba en temperamento sin domesticar en comparación con el amor de tu vida, pero me da la impresión de que fuiste injusta en la valoración que le transmitiste acerca de mí. La pobre me miraba después en lugares públicos con el seguro temor de que le lanzaría el piano por la cabeza; en realidad, tú te merecías el piano de sombrero pero semejante tarea era superior a mis fuerzas y propia de comiquitas. Además, amo al instrumento de tal modo que jamás le haría daño siquiera a una tecla de un piano propio o ajeno; tampoco te lo hice a ti porque dañar a alguien supone una víctima, nada más lejos de la realidad en tu caso.

Sufrí, Cayetana, pero no me querías y el haberme dejado permitió que llegara la mujer con quien me quedaré hasta la muerte. Se trató de un premio divino pues tu abandono me hizo sentir vieja y acabada por primera vez aunque me salvó de seguir a tu lado en la neblina del desamor. De aquella aventura quedan Fuera de escena (canciones) y la certeza de que ante al abismo se perfilan caminos verdaderamente nuevos. Gratitud, siempre.