Harold Bloom el canon o el caos
Desde el fondo de su grieta en el muro, el alacrán lee sobre el deceso del influyente y conservador crítico literario estadunidense Harold Bloom (Nueva York, 1930-Connecticut, 2019), ocurrido el pasado 14 de octubre, y lamenta la visión simplista de los medios culturales al reducirlo a una sola y pontificadora obra, El canon occidental (1994), ni con mucho el mejor o más recomendable de sus cerca de cuarenta libros, aunque sí el más conocido y vendido.
El venenoso admira el ejercicio de la crítica literaria (incluso ha caído en la tentación de ensayarla) y le interesan sobre todo los practicantes de esa “forma honesta de vivir”, como calificó Borges la tarea de quienes se dedican a valorar, comentar y escribir sobre libros ajenos. Pero en el caso de Bloom, su empecinado conservadurismo lo llevó a mostrar, como su rostro más visible, el del crítico extático cuya experiencia refinada, romántica y culterana de la lectura le impide apreciar escrituras ajenas a su idea occidental, blanca y aristocrática del canon.
Si bien Bloom incluyó entre los 26 autores canónicos de su libro a Borges y a Neruda, y dedicó dos páginas de pasadita a Cervantes, la lista de exclusiones es descarada (su francofobia, por ejemplo, era sabida). En su canon occidental ubica, entonces, a doce autores de habla inglesa, incluidas cuatro mujeres: Shakespeare, Chaucer, Dickens, Milton, Samuel Johnson, Wordsworth, Whitman, Joyce, Jane Austen, Emily Dickinson, George Eliot y Virginia Woolf, más “los otros”: Dante, Montaigne, Molière, Goethe, Tolstoi, Ibsen, Freud, Proust, Kafka, Pessoa y Beckett.
"Todo pudo evitarse si Bloom hubiera titulado su libro Mi canon occidental personal".
A quienes criticaron su orgulloso elitismo, Bloom los llamó integrantes de “la escuela del resentimiento” (el escorpión parece escuchar a Zaid), porque le exigían incluir, en su purista visión estética, juicios de orden político, social, de género o étnicos.
Todo pudo evitarse si hubiera titulado su libro Mi canon occidental personal, pero se sabe del ego desmedido de los críticos, que incluso publican diccionarios de literaturas nacionales para canonizar sus preferencias personales. El arácnido percibe en Bloom un cierto temor al caos, a la disrupción y el desarreglo de su ordenado mundo literario, de ahí su ninguneo a críticos de altura como Wilson, Steiner, Paulhan o Blanchot, su desprecio por intelectuales como Barthes, Derrida, Foucault, Bourdieu, Said, y su ceguera ante la crítica feminista y postcolonial.
El alacrán opta mejor por el Bloom enigmático del Manifiesto de la crítica antitética: “No hay interpretaciones, sino solamente malas interpretaciones y, por lo tanto, toda crítica es poesía en prosa”.
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