Imaginarios

Imaginarios
Por:
  • alma murillo

Para Luz, siempre hermosa a su manera

NO NOS ASOMBRAMOS de que los niños tengan amigos imaginarios. ¿Por qué extrañarnos de que los tengan los adultos? Esa pregunta que ha resonado en mí desde que leí Niveles de vida de Julian Barnes hace algunos años, hoy se me presenta con un brillo intenso, como un rayo de lucidez.

REPARO EN QUE todos mis objetos, todo lo que me rodea, desde mis libros o mis fotos y las flores en mi escritorio hasta el par de tenis que llevo puestos, mis aretes, los tatuajes en mi cuerpo, son todos y cada uno el relato de mis afectos. Todo el imaginario de mis amores representados en un símbolo.

Y me entra de pronto una gratitud por todo lo que me rodea, que no son objetos ni muebles inanimados, sino la narrativa de una vida y un montón de querencias.

ANOCHE ME EMBORRACHÉ con mi amiga Luz, nos emborrachamos porque su padre acaba de morir de un modo inesperado y recibió la noticia mientras ella estaba del otro lado del mundo. Una putada.

Llegué al restaurante donde quedamos, atravesé el lugar y cuando llegué hasta ella se puso de pie, se abrazó a mí y lloró como una niña, sin pudor, dejando que el dolor la sacudiera hasta los huesos. Y lloré con ella porque es inevitable. Acompañar un duelo es llorar con quien llora.

DOS MUJERES de cuarenta años, de pie en medio de un espacio público, abrazadas con más de veinte años de amistad acompasando llantos, mocos y corazones. Tuvo su momento de gracia, debo decir.

El pobre mesero vino tres veces sin atreverse a interrumpir; cada vez que parecía que ya íbamos a tranquilizarnos, el hombre se acercaba a nosotras pero entonces le ofrecíamos un aluvión renovado de llanto y exhalaciones que volvía a ahuyentarlo.

Por fin nos sentamos y hablamos y lloramos y hablamos y lloramos y bebimos vino tinto. Y luego lloramos y reímos y lloramos y reímos y bebimos vino tinto.

Algo comimos, creo.

"Nos hizo llorar de nuevo mientras relataba cómo salió de su oficina para escuchar a un hombre mayor que cantaba My Way como si lo hiciera sólo para ella".

Y AHÍ SENTADA, frente a ella, deliberando la fecha en que se tatuará una breve pero entrañable y poderosa frase en honor a su padre, caí en cuenta de que, en los últimos

tres años, cuatro amigas cercanas hemos enfrentado la muerte del padre.

La real, la de carne y hueso, la de cuando no lo puedes creer y te preguntas si sí pasó y por qué tan joven y por qué así y te sientes más adulta y a la vez más niña y comprendes lo que significa pasar los treinta y llegar a los cuarenta y masticar esa masa extraña que hace la mezcla de adultez y plenitud en una vida, y tragarla. Somos adultas. Rondamos los cuarenta años de edad, y nuestros padres han muerto.

EL DOLOR TRAJO una hermosura especial a Luz. El brillo del llanto que renueva los ojos, que paradójicamente enciende la mirada buscando alivio para esa zona oscura, para ese vacío donde hay un trozo informe que te falta. —Me duele aquí, como si me hubieran quitado un pedazo —me dijo poniendo la mano entre su cintura y su costado izquierdo. Y yo la vi más bonita que nunca, con su estar como si estuviera en otro lado, distraída, encantadora, suavizada toda por la infinita tristeza de la pérdida.

Hablamos mucho de las señales, esas señales que sólo quienes amamos lo perdido reconocemos, cuando el universo habla, cuando las sincronías se suceden una tras otra. —La canción favorita de mi papá era “My Way” —me dijo. Y luego me contó una escena que me cimbró toda y nos hizo llorar de nuevo mientras relataba cómo salió de su oficina para escuchar a un hombre mayor que cantaba “My Way” acompañado con su guitarra sobre la banqueta de enfrente, como si lo hiciera sólo para ella, como una serenata venida  de otra dimensión a los pocos días de la muerte de su padre.

—¿Verdad que no estoy loca?

Y AHÍ PENSÉ en aquella pregunta de Julian Barnes en Niveles de vida, ¿por qué habríamos de estar locos cuando conectamos la intuición de adultos para comunicarnos más allá de lo explicable? ¿Es que sólo está permitido sentir así cuando somos niños?

MANTENER CON VIDA a quienes amamos, aunque ya no estén con nosotros, es uno de los impulsos más poderosos y conmovedores de nuestra especie, es quizá lo que perpetúa lo mejor de nosotros, sin afán de ofender descendencias. Dice Barnes en el mismo título, cuando habla de la muerte de su esposa luego de treinta años de estar juntos:

Comprendí que, en la medida en que mi mujer estaba viva, lo estaba en mi memoria. Claro que también pervivía intensamente en la mente de otras personas; pero yo era quien más la rememoraba. Si ella estaba en algún sitio, era dentro de mí, interiorizada. Esto era normal. Y era igualmente normal —e irrefutable— que no podía matarme porque entonces también la mataría a ella.

Moriría por segunda vez...

Imagino redes, tejidos, membranas que se encogen y luego crecen. Pienso ahora en ese fragmento bellísimo del Libro del desasosiego donde Fernando Pessoa relata que el mozo de la oficina se fue y cómo por ese hecho él cae en cuenta de que cada pérdida de lo que forma su cotidianidad, lo disminuye.

Cada cosa que ha sido nuestra, aunque sólo por los accidentes de la convivencia o la visión, porque fue cosa nuestra se vuelve nosotros. El que se ha ido hoy, pues, a una tierra gallega que ignoro, no ha sido, para mí, el mozo de la oficina: ha sido una parte vital, por visual y humana, de la substancia de mi vida. Hoy he sido disminuido. Ya no soy el mismo del todo. El mozo de la oficina se ha ido.

CADA PÉRDIDA, lo que se va, los que se van, nos mata de cierta manera. Lo que fuimos para ellos, estar ante su presencia, se muere. Así nos queda, en el intercambio, ser la parte muerta (en ellos que ya no están) pero viva que los mantiene aquí; para que ellos sean la parte viva (en nosotros) pero muerta de facto.

El duelo es una enfermedad que no se cura con medicamentos ni con analgésicos, aunque ayuden a mitigar la lucidez de la pérdida; quizá lo único que equilibra el vacío es llenar con el impulso vital de los recuerdos, de los símbolos, de la comunicación real o imaginaria, un lugar en el mundo cuya dimensión no comprendemos, pero existe.

Cuando hay amor, no hay mensaje sordo ni homenaje vano.