Isaac Bashevis Singer, un idioma de exilio y resistencia

Isaac Bashevis Singer, un idioma de exilio y resistencia
Por:
  • gilda_waldman

En 1978, la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel de Literatura a Isaac Bashevis Singer “por su apasionado arte narrativo, con raíces en la tradición cultural polaco-judía, que trae a la vida la condición humana universal”. El premio fue sorpresivo, no porque la vasta obra de Bashevis Singer fuera cuestionada (al contrario, Henry Miller afirmaba: “si tuviese hoy que volver a empezar a escribir, tomaría como modelo a Singer”), sino por tratarse de un escritor en idish. Una lengua nacida en los ghettos de Alemania, que llegó a ser hablada por millones de judíos desde Holanda hasta Ucrania y los Balcanes pero siempre fue marginal: lo mismo con respecto a las lenguas ilustradas como en relación a la santidad del hebreo, y casi desaparecida luego del Holocausto, obtuvo de ese modo fama y reconocimiento mundial.

Nacido en la pequeña aldea polaca de Radzymin —cuando Polonia formaba parte del imperio ruso—, hijo y nieto de rabinos educado en la tradición talmúdica, Bashevis Singer creció en las calles del barrio judío más pobre de Varsovia y desde muy joven, siguiendo el ejemplo de su hermano mayor Israel Yeoshua [ver El Cultural, número 169], rompió con la ortodoxia judía e inició una carrera literaria. En 1935 emigró a Nueva York, donde sobrevivió escribiendo para periódicos en idish, hasta que Saul Bellow tradujo uno de sus relatos al inglés y lo publicó en The New Yorker. Ese hecho catapultó la fama literaria de Bashevis Singer entre el público de habla inglesa; sus cuentos y libros comenzaron a ser traducidos a ese idioma, pero él continuó escribiendo en idish, lengua que evoca la oralidad cotidiana del hogar y el mercado, cercana al fogón y al saber doméstico. Una lengua que brotaba desde la humildad, los recuerdos, los sueños y las esperanzas de quienes ocupaban el borde de la historia.

[caption id="attachment_854529" align="alignright" width="281"] Isaac Bashevis Singer (1902-1991). Fuente: smithsonianmag.com[/caption]

Abundante en humor e ironía, el idish es, como señala Isaac Bashevis Singer en su discurso de aceptación del Premio Nobel, un “lenguaje de exilio, sin una tierra, sin apoyo de un gobierno; un lenguaje que no posee palabras para dar nombre a las armas, municiones, ejercicios militares o tácticas de guerra”.

Este es el idioma que, según Bashevis Singer, podía ser también el “de la temerosa humanidad”. Profundamente anclado en el universo cultural y espiritual del judaísmo de Europa Oriental, en especial el polaco, para él escribir en idish fue un acto de resistencia y protesta contra la suerte de millones de judíos muertos en el Holocausto y cuya memoria corría el riesgo de ser sepultada por la amnesia.

"Recorrió las zonas relegadas al olvido para recuperar la memoria de los derrotados por la historia, los desventurados que desean creer, pese a las desgracias, que aún existe algo valioso".

COMO ESCRITOR, asumió la responsabilidad de resucitar un mundo brutalmente extinguido de la faz de la Tierra: el de los villorrios judíos diseminados por el territorio limitado por los mares Báltico y Negro y las cuencas de los ríos Vístula y Dnieper, así como el de la vida judía de Varsovia, desde fines del siglo XIX hasta principios de la Segunda Guerra Mundial. Entre los escombros de un mundo devastado, este escritor recorrió las zonas relegadas al olvido para recuperar la memoria de los derrotados por la historia, es decir, los desventurados que desean creer, pese a las desgracias, que aún existe algo valioso y significativo en la vida: la fe ilimitada, la alegría sobrenatural, la esperanza, el amor y la sencillez de sus antepasados, a quienes Bashevis Singer recrea, por ejemplo, en su libro autobiográfico En el tribunal de mi padre, una espléndida conjugación de memoria e imaginación.

En ese libro relata la historia de Reb Asher, un lechero. Este infatigable trabajador acude cada mañana a la sinagoga, al encuentro con su Dios, para luego conducir su carreta a la estación del tren y trasladar baldes de leche en jornadas diarias de hasta dieciocho horas; los sábados se refugia para estudiar una porción del Pentateuco. En el tribunal de mi padre incluye también la historia de Moshe Blecher, hojalatero, un soñador pobre y erudito quien, a pesar de vivir durante generaciones como expatriado, conserva en el corazón y en el pensamiento la Tierra Santa perdida e imaginada. En Un día de placer, otra recreación de su infancia, Bashevis Singer relata la historia de Shprintza, la energética dueña de una tienda de comestibles cercana a la casa de sus padres en la calle Krojmalna,

quien no paraba: quedaba embarazada, daba a luz, trabajaba en la tienda, aprovisionaba el almacén, preparaba pepinillos en conserva, hacía sauerkraut, vigilaba el agua para el té del sábado, e incluso encontraba tiempo para ejercer la caridad.

Otro personaje inolvidable es Abba Shuster, protagonista de su cuento “Los pequeños zapateros”, a quien un saco cubre las rodillas mientras él mide, hace hoyos en el calzado y clava, al tiempo que entona cánticos tradicionales. Su alegría emana de la certeza de que cada puntada lo liga con Dios. Su trabajo es su religión y la religión es su vida. Al atardecer, después de dieciséis horas de faena, se levanta, lava sus manos, se pone su largo gabán y se dirige a la sinagoga de los zapateros.

Y qué decir de Shmuel Leib (de su cuento “Viernes breve”), “medio sastre, medio peletero y totalmente pobre”, quien sólo usa hilos firmes y ninguna de sus costuras se deshace: compra las mejores telas, aunque gane menos, y entrega a sus clientes los pedazos que le sobran. De su padre ha heredado un grueso libro de pastas de madera que guarda con celo, el cual contiene los ritos y las  leyes de cada uno de los días del año. Su pobreza no le impide comprar a los vendedores ambulantes libros sobre temas religiosos e interpretaciones morales que lee junto con su esposa.

Inolvidable también es Moishe, el deshollinador (del cuento “Lo dijo el mendigo”), puro y crédulo, quien llega al mercado de Yanov en una carreta con sus pocas pertenencias y demanda la tarea de limpiar las chimeneas porque un mendigo —que bien podía ser el profeta Elías— así se lo ha ordenado. ¿Y cómo olvidar a Gimpel, el más estremecedor símbolo de fe creado por Bashevis Singer (“Gimpel, el tonto”), quien a pesar de los constantes engaños a que es sometido, exclama con naturalidad: “sucedieron toda clase de cosas, pero yo no vi ni oí. Creí, y eso es todo”. De todos estos personajes escribiría Bashevis Singer: “Y a los judíos como ellos los llevaban a Treblinka”.

De su pluma surgieron artesanos, tenderos, pequeños comerciantes, obreros, rabinos, maestros, unidos todos por el doloroso mapa de la extranjería pero permeados, profundamente, por una fe sin límites en un marco de responsabilidad y solidaridad colectivas. Cierto que no todos los personajes de Isaac Bashevis Singer alcanzan la bondad de los mencionados. Como afirma el propio autor: “No todos mis judíos son buenos. ¿Por qué tendrían que ser diferentes a todos los demás?”. Entre ellos hay también eruditos tramposos, pecadores, avariciosos, adúlteros, asesinos, estafadores, en fin.

ISAAC BASHEVIS SINGER se convirtió en el depositario de la memoria de un pueblo; incluía su lengua, su tradición, su ley, pero también sus conflictos, que mostró sin reparos en su vasta obra. También plasmó el destino del judío en su proceso de inserción en la modernidad, similar al del hombre europeo por la pérdida de identidad en un mundo de fronteras móviles y nihilismo espiritual. La soledad humana en la trampa laberíntica en que se ha convertido la historia, el desgarramiento del hombre cuando los viejos dioses han sido destronados y los nuevos aún no han sido coronados.

Si bien los ecos de la Revolución Francesa llegaron tardíamente a Polonia, el Iluminismo tuvo un profundo impacto en la vida judía tradicional. De allí que uno de los grandes ejes temáticos de la obra de Bashevis Singer se centre en ese momento de ruptura de la sociedad tradicional judía y su paso a la modernidad occidental, con la esperanza depositada en la libertad, el individualismo, la ciencia y el progreso. Con esta línea, en sus más grandes novelas, La casa de Jampol y Los herederos (que comienzan en 1863 y concluyen a fines del siglo XIX), así como en La familia Moskat (que transcurre entre 1911 y 1939), Bashevis Singer retoma la vertiente de la saga familiar para recuperar la centralidad de la narración histórica y recrear la declinación familiar como parte de un proceso histórico. No era casual, pues tradujo del alemán al idish Los Buddenbrook, de Thomas Mann, lo cual le proporcionó una gran cercanía con este modelo literario.

"Uno de los grandes ejes temáticos de la obra de Bashevis Singer se centra en ese momento de ruptura de la sociedad tradicional judía y su paso a la modernidad occidental, con la esperanza depositada en la libertad".

AL ABORDAR EL PROBLEMA de la libertad desde la perspectiva judía, Bashevis Singer apunta al momento en el que el judío quedó alienado de su comunidad, de sí mismo y de su Dios. Rompió con el universo cultural y espiritual que permaneció inalterado durante siglos para abrirse a las fascinantes posibilidades que el mundo moderno ofrecía al hombre. En efecto, los protagonistas de La casa de Jampol, Los herederos y La familia Moskat viajan rumbo a Varsovia desde los pequeños villorrios —mundos geográficos y espirituales que dieron significado a la vida judía durante cientos de años—, en el momento en que Polonia empezaba a convertirse en una sociedad industrial y urbana, proceso en el cual los judíos desempeñaron un papel sustancial. Educados en el espíritu de la Ley e imbuidos de los preceptos talmúdicos, se destierran de su pasado para vivir libremente, sin el peso de las generaciones. Fascinados por Kant, Spinoza, Hegel, Goethe, Schiller, Heine, Darwin y Malthus, dejan atrás un mundo fincado en la jurisdicción de Dios para internarse en la modernidad que promete una vida más próspera, aunque también sin resonancias de grandeza espiritual. Separados de sus raíces religiosas y metafísicas, convertidos en seres aislados que reducen su vida a la mera sucesión de presentes puntuales, sus protagonistas, al mismo tiempo que intentan dar respuesta y sentido a su caos interior, llevan la libertad hasta sus límites: a la ausencia de todo valor. Desarraigados voluntariamente de su mundo anterior, transformados en identidades anónimas que buscan lo perdido en el constante peregrinar de mujer en mujer, o de lugar en lugar, viven su viaje hacia la modernidad como un proceso de degradación de valores similar al recreado por Hermann Broch en su trilogía Los sonámbulos.

Asa Heschel, quizá el personaje literario más puro de Bashevis Singer (en La familia Moskat), podría ser el Esch judío de Hermann Broch, para quien los valores del pasado siguen siendo importantes aunque no sepa a ciencia cierta qué representan. Podría ser asimismo el protagonista judío de la novela Hambre, de Knut Hamsun, que lleva la soledad del hombre a su extremo más radical. Asa Heschel es, por lo tanto, la conjugación del judío y el hombre moderno que asiste a la muerte de Dios en el itinerario de su libertad, desterrado de sí mismo y para quien cualquier valor puede ser intercambiable. Como Meursault en  El extranjero, o Joseph K., errante en un mundo sin sentido. Tanto ellos como Aarón Greidinger (protagonista de Shosha) o Yasha Mazur (protagonista de El mago de Lublin) elevan la condición judía a símbolo del desamparo radical del hombre moderno. Sabedores del mutuo destierro entre ellos y la divinidad, erosionados en su conciencia, están atrapados, como la Europa de su tiempo, en un escenario de máscaras que culminará en el papel grotesco de algunos líderes del siglo XX. Para estos personajes de Bashevis Singer, la metáfora de la vida es la de quien busca, sin encontrarla, una señal en el camino peligroso y destructor de la modernidad. Suya podría ser la exclamación existencial de Kierkegaard: “Hundo mi dedo en la existencia —no huele a nada. ¿Dónde estoy? ¿Qué es esta cosa llamada mundo?”.

"Bashevis Singer impulsó el florecimiento de la literatura de las naciones aplastadas por la historia. fue precursor de uno de los fenómenos más interesantes de la narrativa contemporánea: la llegada de los bordes al centro".

PERO LA OBRA de Bashevis Singer contiene otro punto radical del desarraigo humano: el destierro absoluto de los sobrevivientes del Holocausto, dispersos en Nueva York, Canadá, Israel o Buenos Aires. Arrancados de cuajo no sólo de la tradición, la lengua y las raíces judías, sino hasta del entorno y la cultura polacos, a los cuales ya se habían incorporado.

Todos ellos sienten una profunda culpa por estar aún con vida. Herman Broder (protagonista de Enemigos) y Aarón Greidinger (protagonista de Shosha, que reaparece más tarde en la novela Meshugah), por ejemplo, están suspendidos en el espacio y en el tiempo. No sólo recorren frenéticamente Nueva York de un extremo a otro y de una mujer a otra, sino el pasado mismo, imposible de olvidar, y también el presente que se niegan a aceptar. Son como cuerpos sin alma, disecados de toda fuerza espiritual, incapaces ya de distinguir entre la vida y la muerte, la realidad y la ilusión.

Víctimas no sólo de la Emancipación sino de una ideología que hizo del exterminio judío el hilo conductor de su política, además de las fuerzas irracionales generadas por la propia Ilustración y la contra-Ilustración, el Holocausto significa para ellos la erradicación del pueblo judío, pero también el exilio del hombre en un universo donde los códigos éticos han sido trastocados. Con la moral anulada y el mal implantado, encuentran que la futilidad de la vida humana equivale a la futilidad de Dios. Para Herman Broder y Aarón Greidinger, Dios ha callado y su silencio equivale al exilio de la humanidad.

A PESAR del juicio humano a la justicia divina, de las imprecaciones del hombre a las acciones del Creador y de la respuesta que Aarón Greidinger espera en vano, Dios se refugia en el silencio, en la muerte de la palabra, definitivamente aniquilada en septiembre de 1939, cuando las tropas nazis entran en Varsovia. Singer escribe en La familia Moskat que en ese momento “el Mesías era la muerte”, pues descree de todas las ideologías seculares modernas que, convertidas en programas políticos, prometieron un futuro esperanzador. Inmune al hechizo que contagió no sólo a vastas masas europeas, especialmente en el periodo de entreguerras, sino también a muy diversos filósofos, artistas y literatos, Bashevis Singer rompió radicalmente con todos los ismos que seducían e hipnotizaban al hombre y le ofrecían soluciones definitivas para una Europa moderna “llena de planes, pero que demandan sacrificios humanos”. Si personajes como Ezriel y Asa Heschel pensaron que integrarse en la sociedad moderna significaba encontrar arraigo, hogar y seguridad, fracasaron. La literatura de Kant, Spinoza, Hegel, Schopenhauer, Lessing o Tolstoi no les proporcionó paz espiritual, ni la integración económica-social les otorgó ciudadanía de modernidad.

Si para ellos la Redención se llamó Iluminismo, para muchos otros judíos el papel redentor lo asumió la Revolución. El sueño de la Tierra Prometida dio paso a la Tierra de la Promesa, y muchos de los personajes literarios de Bashevis Singer reemplazaron las exégesis talmúdicas por fervorosas discusiones revolucionarias y por una participación activa en la acción política, sólo para desilusionarse después. Muchos de ellos viajan a la Unión Soviética, no sólo en busca de un lugar más seguro frente a la inestabilidad económica de la Polonia de entreguerras, sino fundamentalmente atraídos por la revolución bolchevique. Sin embargo, la experiencia fue trágica y en su mayoría fueron perseguidos, encarcelados o aniquilados.

Quizá el relato más dramático al respecto sea “Fugitivos hacia ninguna parte”, que narra la huida de los militantes stalinistas y trotskistas cuando el ejército nazi entra en Varsovia y la suerte que les espera al arribar a Bialystok, entonces bajo el poder soviético. En el más amplio sentido, para Bashevis Singer no sólo las promesas de Redención de las principales ideologías políticas modernas se habían convertido en una trampa, sino que la modernidad misma era ya un callejón sin salida.

Su obra le dio nombre y apellido al hombre moderno que, dotado de individualidad creadora, autonomía de conciencia y libre albedrío, debió cargar con la angustia de su existencia y crear sus propias Tablas de la Ley. Un hombre desprotegido espiritualmente que buscó apaciguar, en las profecías políticas seculares, su miedo y desesperación. Por otra parte, el escritor de una lengua humillada que a pesar de todo se resiste a morir impulsó el florecimiento de la literatura de las naciones aplastadas por la historia, que hoy se hace presente con sus olvidadas realidades. Singer fue precursor de uno de los fenómenos más interesantes de la narrativa contemporánea: la llegada de los bordes al centro. Un ejemplo de ello fue el boom latinoamericano, la literatura disidente o la renovación de las letras inglesas a través de escritores provenientes de territorios colonizados por el Imperio Británico. Errante por zonas desprovistas de optimismo histórico, Isaac Bashevis Singer evoca un mundo perdido, dialoga con su tiempo desde los villorrios de Polonia o Galizia y también desde la paupérrima calle Krojmalka en Varsovia, hoy registrados en el gran mapa de la literatura con un sello propio.