Juan Gabriel y el postmexicanismo

Juan Gabriel y el postmexicanismo
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Por Sergio Téllez-Pon

En los genes del mexicano contemporáneo están incrustadas las canciones de Juan Gabriel (nacido como Alberto Aguilera Valadez en Parácuaro, Michoacán, en 1950 y muerto en Santa Mónica, California, este 2016).

Forman parte de nuestra educación sentimental: en una herencia transgeneracional, las abuelas o madres escuchaban sus discos hasta el hartazgo y ahora las nuevas generaciones las entonamos al principio y al final de la fiesta. Cantamos con él al amor, al desamor pero, sobre todo, a la resignación por ese desamor: “No te miento fui feliz, aunque con muy poco amor y muy tarde comprendí que no te debí amar”. Agustín Lara nos legó el sentimentalismo, José Alfredo Jiménez y Cuco Sánchez el desamor en el arrabal, Armando Manzanero el cortejo sin cortapisas a la mujer, y a ellos Juan Gabriel se une con su resignación al amor no correspondido: “Perdona si te hago llorar, perdona si te hago sufrir, pero es que no está en mis manos... me he enamorado”.

Así, para varias generaciones Juan Gabriel fue un referente de este México devastado, pobre, marginado. Por eso no resulta extraño que un marginal haya ido a parar a la frontera: “A mí me gusta mucho estar en la frontera, porque la gente es más sencilla y más sincera”. Pero la frontera de Tijuana es distinta a la de Nuevo Laredo, la de Nogales o Piedras Negras. A él el destino le deparó Ciudad Juárez: “El número uno, el number one, la frontera más fabulosa del mundo”. Allí, en Juárez, vivió en la pobreza, su madre fue empleada doméstica (luego él compró la casa donde ella trabajó), ella lo abandonó en un hospicio del cual luego se fugó, estuvo en la cárcel año y medio por robarse una guitarra y empezó su carrera

en el ahora mítico Noa-Noa, el lugar de sus primeros éxitos y donde hizo sus primeras relaciones: en Juárez se cuenta que a su amiga travesti más íntima Juan Gabriel le compró una casa, que luego ella vendió para seguir la parranda.

Asistir a uno de sus maratónicos conciertos (mínimo duraban entre tres horas y media o cuatro, aunque el repertorio le daba para varias horas más), era presenciar las artes de este verdadero showman. En los últimos años, Juan Gabriel ya casi no cantaba, la voz se le iba, ponía al público a corear las canciones, y en fechas recientes tampoco compuso sus

mejores letras, salvo un par de ellas: “Abrázame muy fuerte”, “Te sigo amando”, “Para qué me haces llorar”. Sin embargo, en el Auditorio Nacional, en la arena o el palenque, se vivía una comunión que establecía con el público, de la cual una pálida referencia podrían ser las ceremonias de religiones cristianas. Y en esos recintos, gracias a sus canciones, se difuminaban las clases sociales, la jerarquías de la alta cultura y la cultura popular, el país (el norte rico y el sur pobre) se unían en esa comunión, todos éramos uno mismo embelesados por una sola persona desde ese altar laico. Y luego de tantas horas, la gente todavía tenía fuerzas para bailar con el cierre apoteósico de un clásico: “Este es un lugar de ambiente, donde todo es diferente, donde siempre alegremente, bailarás toda la noche”.

La “visibilidad” fue una de las premisas del movimiento de liberación gay de los años setenta, es decir, la salida del clóset de las figuras públicas, a quienes los activistas gays casi les exigían asumir abiertamente su sexualidad: la idea era que con esos referentes la gente tuviera otra imagen de los homosexuales, que eran personas respetables y estaban en cualquier ámbito. Sin embargo, como varios otros, Juan Gabriel nunca lo declaró públicamente, no se metió en ese embrollo: “Pero qué necesidad, para qué tanto problema”. En 2002, a una pregunta expresa del periodista Fernando del Rincón de la cadena estadounidense Univisión, y luego de varios rodeos, le contestó: “Dicen que lo que se ve no se pregunta, mijo”. El Divo de Juárez, el icono de gestos afeminados, de voz meliflua o tipluda, cejas depiladas y vestido con chaquetas de lentejuela y chaquira en colores vivos, era una clara imagen del joto mexicano, o al menos de la idea propagada por los medios masivos de comunicación. Gracias a su histrionismo, a sus devaneos, a su presencia flamboyante, no había necesidad de cuestionarse ni de asumirse: como a Oscar Wilde, el marqués de Queensberry podría acusarlo de “posing as a sodomite”: si parecía es porque lo era. Y ya en esas podía ser alternativamente la representación de la masculinidad y la feminidad: echándose encima una copa de brandy o coñac cantaba desgañitándose: “Por qué me haces llorar y te burlas de mí, si sabes tú muy bien que yo no sé sufrir. Yo me voy a emborrachar, a no saber de mí, que sepan todos que hoy tomé y que hoy me emborraché por ti”.

En 1989 ofreció el primero de los tres

conciertos que dio a lo largo de varios años en el Palacio Bellas Artes (los otros fueron en 1997 y otro más en 2013). Al final, Juan Gabriel agradeció la asistencia de Cecilia Ocelli, la

esposa del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, y a esa primera dama le dijo: “un beso con todo...” —uno esperaría que hubiera dicho “respeto”— pero agregó “mi amor”: sólo el ídolo popular podía permitirse semejante confianza ante la imagen de la hegemonía presidencial priista, tratar al presidencialismo de tú a tú.

Pero desde antes ya había cometido la mayor de sus osadías. En un país profundamente católico, misógino, machista y homofóbico como el nuestro, desde el escenario Juan Gabriel desafiaba al macho mexicano, sabía doblegarlo, hacerlo llorar en público al lado de su esposa o de toda su familia, o ponerlo a jotear. Si arriba del escenario los mariachis, ese epítome del “macho calado”, se contoneaban y se prestaban al juego de hombros y caderas, abajo los hombres no tenían porqué contenerse: bailar, cantar, reír, llorar “así sin pena”. ¿A qué se debía este fenómeno? Desde los estudios del doctor Kinsey hasta la teoría del “falo ciego”, han documentado lo frágil de la masculinidad, los escarceos sexuales de los hombres con alguien de su mismo sexo, de la prueba del hombre que es más hombre cuando se puede acostar lo mismo con la esposa que con el compadre. Más que callarle la boca al machismo, Juan Gabriel lo hizo cantar.

Sin duda, con Juan Gabriel y luego con

Vicente Fernández, quedará atrás toda una era: sin esos referentes, el ser del mexicano tal y como lo conocemos ahora dará paso a lo que algunos ya llaman “postmexicanismo”. Los nuevos mexicanos estamos obligados a construirnos nuevas imágenes, pero el sostén de esas imágenes no cabe duda que serán el Flaco de Oro, José Alfredo, Cuco Sánchez, Chente y Juanga, como el serafín que está debajo de la Virgen de Guadalupe. “Que ha llegado la hora de decirnos adiós, te deseo buena suerte, hasta nunca, mi buen amor”.