La Antojería

La Antojería
Por:
  • carlos_velazquez

Pistear me da de comer, dice Nacho Valdés, fotógrafo y gastrónomo autodidacta. Me encuentro en La Antojería (Hidalgo Sur 341-1), en Saltillo, palacio de la sabiduría culinaria. Nacho ha dispuesto en su cocina una mesa cuadrangular en la que se reúnen los comensales. No es un local. Algo tiene de restaurante, de menú, de comedor para damnificados, de bufete clandestino, de botanero, pero no es ninguno de los anteriores. Es el hogar de un amante de la cocina. Es la casa de Nacho.

Me concentro en la hilera de tellas de Macallan, mi whisky favorito. Están jerarquizados en orden de importancia. Desde el doce años hasta el Rare Cask, pasando por el quince años y el Select Oak. Estos bebés son apenas una ínfima parte del paisaje. La cocina es un extenso mural de frascos. En un espacio aproximado de seis por cuatro (perdón si me equivoco, no soy buen cubetero) habita, palpita, respira un arsenal de pomos. Si de lo que se trata es de morder vidrio, este es un santuario. Whisky, Bourbon, Tequila, Mezcal, Sotol, Ron, etcétera.

Uno nunca sabe qué tan metódicos son sus amigos hasta que los observa cocinar. La soleta programada para esta tarde es mi platillo favorito después del cabrito: carne asada. Nacho no se ostenta como chef, su profesión es la de anfitrión, pero la cocina es su estandarte. Nunca ha utilizado un asador con controlador de temperatura. Como buen norteño sabe prender el carbón sin retraso. Su única brújula es su experiencia de fan del buen comer. Su prominente barriga lo respalda. Y su único ayudante es su morra.

Adherido a un par de puertas de la alacena hay una especie de esténcil. Es una res diseccionada. Una imagen que en este contexto alberga connotaciones religiosas. Nacho siempre bebe amarrado. Tequila y cerveza. Y mientras se desempeña se sazona a sí mismo con tragos. La puerta de la cocina da a una terraza. Ahí se encuentra el corazón de la propiedad: el asador. La base de operaciones de buena parte de los alimentos que aquí se preparan. Y el ir y venir de Nacho de la cocina al asador es su yoga particular. No requiere de otro ejercicio que tener la comida a punto.

"Aunque la filosofía de Nacho es que el sibaritismo lo alimenta, en realidad de lo que se nutre es de atender a las personas".

La Antojería no es un negocio. Y aunque la filosofía de Nacho es que el sibaritismo lo alimenta, en realidad de lo que se nutre es de atender a las personas. En la mesa de la reducida cocina caben seis comensales, ocho ya apretados. Para gozar de la atención personalizada sólo es necesaria una aportación. La displicencia incluye entrada, entremés y dos platos fuertes. Las bebidas van aparte. Pero la ventaja, a diferencia de un restaurante establecido, es que aquí encontrarás una variedad de alcoholes contra los que muy pocos lugares pueden competir. Levantar un censo de las tellas aquí congregadas llevaría unas cuantas horas.

Departir en la cocina de Nacho es como un día de campo, pero VIP. Es un picnic que ofrece medallón de filete al vino tinto, pulpo a las brasas, paella, etcétera. En la mesa uno coincide con otros admiradores del arte de Nacho. Existen personas a las que les gusta emborrachar a la gente, otras a las que les gusta alimentarlas, Nacho es de los primeros y de los segundos. Le place sentarse en la cabecera de la mesa a ver a la gente comer. Y aderezarse de música. Dependiendo del diente del comensal lo mismo suenan corridos que Real de Catorce, Soda Stereo (Nacho tiene tatuada la frase “En la ciudad de la furia” en el antebrazo), Juan Gabriel, José José o lo que sea que en ese momento maride con los platillos.

El primer chorizo argentino es depositado en la mesa y me entran unas ganas enormes de cantar el himno nacional (el de acá): “Pistoleros famosos”. En mis años de carnívoro he visto a los mejores maestros asaderos de mi generación, Nacho es uno de ellos. El asar carne en él no es una tarea artesanal, es un reflejo. Y como una vez que uno comienza a comer todo puede suceder menos interrumpirse, el segundo chorizo argentino aparece. Y enseguida un puñetazo de proteína: un cowboy obsceno de tan rotundo. Y mientras este milagro ocurre en nuestros estómagos, por la calle la gente pasa sin enterarse de tanto prodigio.

La Antojería no está oculta, pero algo de cofradía ostenta. No hay duda de que si la logia de los Búfalos Mojados viviera en Saltillo serían asiduos a la mano santa de Nacho. Y lo mejor de todo es que el compromiso es con el apetito y nada más. Agraciar el paladar es una tarea inacabable. No hay un horario que se cumpla de manera cabal. El día que Nacho no quiere no abre. Su único patrón son las ganas.