La diplomacia del insulto

La diplomacia del insulto
Por:
  • rafaelr-columnista

Estados Unidos ha sido un experimento histórico marcado por la tensión entre una sólida institucionalidad jurídica y política y un populismo nacionalista, de derecha o de izquierda, que se activa en sus periódicos ejercicios electorales. Especialmente, en la derecha republicana, ese populismo ha ido ascendiendo en las últimas décadas a través de candidaturas como las de George W. Bush en 2000, Sarah Palin en 2008 y Donald J. Trump en 2016. En el último año, el ascenso populista ha rebasado las propias premisas doctrinales de la derecha.

Con Trump, la tendencia antipolítica de la extrema derecha norteamericana llegó, finalmente, a la Casa Blanca. El magnate de Nueva York hizo una campaña no sólo como némesis de Barack Obama, Hillary Clinton y los demócratas sino como disidente del propio Partido Republicano. Al final, los republicanos dieron su apoyo a Trump, pero muchos de los problemas que ha enfrentado la Casa Blanca, en el primer año de la administración, provienen de la disonancia que genera el trumpismo dentro de la derecha republicana.

Un mensaje central del explosivo libro de Michael Wolff, Fire and Fury. Inside the Trump White House (2018) es que la política exterior ha sido una de las esferas más conmocionadas por el voluntarismo del presidente. Un voluntarismo que no tiene tanto que ver con la figura del Maverick como con la del déspota. Trump ha conducido las relaciones internacionales de Estados Unidos desde la incoherencia y la arbitrariedad. Frente a las alternativas de política exterior que el siglo XXI plantea a Estados Unidos no eligió racionalmente ninguna y da golpes de timón a una diplomacia errática.

Como todos los populistas, Trump subordina la política exterior a la política doméstica y ésta última a la seducción demagógica de su base conservadora. Sus obsesiones o caprichos —el muro, las deportaciones, el botón rojo, el proteccionismo o el insufrible “make America great again”— son tópicos de identificación dirigidos a su electorado, a costa de la seguridad y la paz global. En términos de Perry Anderson, Trump es el presidente que más dramáticamente personifica la contradicción entre imperium y consilium en la historia política de Estados Unidos.

Lo más alarmante es que esa pertinaz elusión de los mecanismos multilaterales para la

solución de conflictos es justificada con un discurso cargado de prejuicios culturales o raciales que alienta el incremento de la xenofobia y el nacionalismo dentro y fuera de Estados Unidos. Trump ha atizado el racismo criminalizando a los migrantes mexicanos o defendiendo a los supremacistas que desfilaron en Charlottesville en agosto o, en días recientes, llamando “shitholes” a los países latinoamericanos y africanos que envían emigrantes pobres a Estados Unidos o afirmando que “todos los haitianos tienen SIDA”.

 

Ni multilateralismo ni aislacionismo

"Trump comenzó su presidencia llamando al aislacionismo, por el camino se inclinó hacia una postura realista en relación con Asia y acabó regresando al lenguaje de la Guerra Fría en los últimos meses de 2017"

Trump llegó a la Casa Blanca luego de dos presidencias, de ocho años cada una, la de George W. Bush y la de Barack Obama, que definieron las opciones de política exterior de Estados Unidos en el nuevo siglo. En su campaña presidencial, Bush ofreció un repliegue aislacionista, después de la diplomacia protagónica de Bill Clinton en los años noventa. Pero tras el derribo de las Torres Gemelas, el gobierno de Bush formuló la doctrina de la guerra preventiva contra el terror y armó dos invasiones, a Afganistán e Irak, sin el aval de la ONU. La política exterior de Bush introdujo una nueva unilateralidad, basada en

el reemplazo del anticomunismo por el antiterrorismo, como eje de las relaciones internacionales de Estados Unidos.

Barack Obama removió esa estrategia en sus ocho años de gobierno. Disminuyó considerablemente la presencia militar en Afganistán e Irak y diversificó las prioridades de Washington en el mundo. Su política hacia el Pacífico, África y América Latina sacó a la diplomacia norteamericana de su ensimismamiento en el Medio Oriente. Tras la captura y ejecución de Osama Bin Laden, Isis desplazó a Al Qaeda como amenaza a la seguridad, no sólo de Estados Unidos, sino de Europa, Rusia, Turquía y diversos países del Medio Oriente. Los acuerdos del gobierno de Obama con Rusia, para enfrentar la crisis de Siria, y con Irán, para contener el programa nuclear, fueron evidencias de una vuelta al multilateralismo que partía del principio de que la seguridad era un reto global, no únicamente nacional.

La campaña de Trump fue concebida como una refutación obtusa del multilateralismo de Obama, que Hillary Clinton prometía continuar, de llegar a la presidencia. Pero Trump, que había apoyado la guerra en Irak en 2003, no proponía una vuelta al unilateralismo de Bush sino un giro aislacionista, que llamaba a atender exclusivamente los intereses de Estados Unidos, afectados, a su juicio, por el libre comercio y la globalización económica. Esa retirada del activismo global de Washington fue uno de los principales atractivos que la candidatura de Trump ejerció sobre el gobierno ruso y los aliados latinoamericanos de Moscú.

La intervención rusa en las elecciones de 2016, cada vez más documentada, fue parte de una consistente simpatía mutua entre Trump y Putin, sustentada sobre una larga historia de conexiones del equipo del magnate de Nueva York con Rusia. En medio de la campaña, Putin declaró con ironía que “nadie creía que Trump iba a ganar salvo Moscú” y ahora sabemos que le sobraban razones para el pronóstico. El jefe de la campaña de Trump, Paul Manafort, hacía negocios con Victor Yanukóvich, líder ucraniano pro-ruso, mientras su asesor de seguridad Michael Flynn despachaba con el embajador de Moscú Serguéi Kisliak, y su hijo Donald y su yerno Jared Kushner se entrevistaban en la Trump Tower de Manhattan con la abogada del gobierno ruso Natalia Veselnitskaya.

[caption id="attachment_690323" align="alignnone" width="945"] Fuente: www.motherjones[/caption]

El romance entre Trump y Putin sobrevivió a todas las denuncias de “colusión” en la prensa norteamericana y a los cuestionamientos de líderes europeos como Angela Merkel, Theresa May y Emmanuel Macron. Cuando en abril de 2017, Trump ordenó un ataque aéreo contra una base militar en Siria, la respuesta de Moscú fue timorata. Luego de varias conversaciones telefónicas y de un encuentro cara a cara en Vietnam, en noviembre, Putin y Trump volvieron a lanzarse elogios mutuos y coincidieron en que la historia de la intervención rusa en el proceso electoral era una “total fabricación”.

A pesar de que la renuncia de Michael Flynn, el despido del director del FBI James Comey y la investigación abierta por el fiscal Robert Mueller eran suficientes para dotar de realidad la llamada “trama rusa” y sospechar de una posible obstrucción a la justicia de parte del presidente, Trump no alteró su política exterior hasta fines de año, cuando emitió su estrategia de seguridad nacional. En contra del tono de su discurso durante una gira por el Pacífico, en noviembre, en la que visitó Japón, China, Corea del Sur, Vietnam y Filipinas, se refirió a Moscú y Beijing como “rivales estratégicos” de Estados Unidos y llamó a la comunidad de inteligencia a fortalecer los mecanismos preventivos contra esos poderes globales.

Trump comenzó su presidencia llamando al aislacionismo, por el camino se inclinó hacia una postura realista en relación con Asia y acabó regresando al lenguaje de la Guerra Fría en los últimos meses de 2017. El primer año de su administración no operó un giro al aislacionismo, como probó su escaso tacto para manejar la posición de Estados Unidos frente a las protestas en Irán, la cuestión palestina, el traslado de la embajada norteamericana a Jerusalén o la colaboración militar con Pakistán, ni un multilateralismo pragmático, como el que auguraba su infatuado entendimiento con Rusia.

 

De espaldas a América Latina

En América Latina, la política de Trump no avanzó más en sus promesas de campaña porque no pudo, no porque no quiso. Su obsesión fetichista con el gran muro fronterizo no se debilitó, como pudo verse con la reciente solicitud de 18 mil millones de dólares al Congreso para ampliar la barda actual en más de 700 millas. Por si fuera poco, Trump pidió ese desembolso al Capitolio a cambio de una solución para los dreamers, protegidos por el programa DACA, que quiere expulsar de Estados Unidos. El foco antiinmigrante de la política de Trump es expresión de su desprecio por América Latina.

Todavía hoy, Trump no ha confirmado si viajará a la Cumbre de las Américas de Lima, Perú, en abril de 2018. Si se decidiera a asistir es muy poco lo que podría ofrecer a una región afectada por su oposición a acuerdos o zonas de libre comercio como el Tlcan y el TPP. Ni siquiera con Argentina, país al que prometió mayores inversiones y comercio, la Casa Blanca ha concretado una política de acercamiento. La OEA, institución que convoca esas reuniones, como la ONU y otras organizaciones internacionales, vive bajo la amenaza de recortes financieros de parte de Washington y en diversas crisis regionales, como la venezolana o la hondureña, choca con la perspectiva de la Casa Banca y del Departamento de Estado.

La indiferencia de Trump se ve eventualmente interrumpida por una jerga agresiva, no acompañada de medidas eficaces. Bajo la actual administración se produjo una asombrosa recuperación del poder de Nicolás Maduro en Venezuela. Las sanciones puntuales contra funcionarios y militares venezolanos han generado, como reacción, una mayor cohesión de la élite madurista. La oposición, en cambio, se ha dividido y ha perdido capacidad de movilización interna, como consecuencia de políticas regionales no concertadas a nivel hemisférico.

Con Cuba Trump dio marcha atrás al proceso de normalización diplomática impulsado por Barack Obama. La opacidad en torno a los casos de diplomáticos con daños a la salud por supuestos ataques sónicos o virales imita la factura de una serie televisiva. Trump vació la embajada de Estados Unidos en La Habana por considerar al gobierno cubano “corresponsable” de dichos ataques, pero ni el FBI ni el Departamento de Estado han encontrado prueba de alguna agresión a la salud de los diplomáticos.

La posición del secretario de Estado Rex Tillerson se torna confusa, toda vez que mantiene el congelamiento de vínculos diplomáticos con la isla, sin poder acreditar la corresponsabilidad del gobierno cubano en las enfermedades de los diplomáticos. Una vez más, el desencuentro se presta para apun-tar el dedo hacia Estados Unidos, como causante del deterioro de la relación bilateral, y esconder el malestar que el propio gobierno cubano o su franja más ortodoxa e inmovilista sintió entre 2015 y 2016, cuando se verificó el acercamiento de Obama.

[caption id="attachment_690327" align="alignleft" width="188"] Cartel de Shepard Fairey (Foto: Especial)[/caption]

Ninguna de las dos presidencias anteriores a la de Trump, la de Bush Jr. o la de Obama, al concluir su primer año, estuvieron tan desconectadas de América Latina. En una región estratégica para Estados Unidos, como Centroamérica, la amenaza de deportación de 200 mil salvadoreños, lanzada por el magnate, tiene que ser vista como un antecedente peligroso. Cerca de 4 millones de centroamericanos, en su mayoría del triángulo norte de El Salvador, Guatemala y Honduras, viven en Estados Unidos y sus remesas conforman la principal fuente de ingreso de esas economías débiles. Cualquier conato de deportación masiva es asumido por esos gobiernos como un ataque.

Con políticas que desalientan el libre comercio, como se ha visto en todas las rondas de renegociación del Tlcan, y que apuntan a la repatriación forzosa de cientos de miles de migrantes, Washington pierde capacidad de interlocución para tratar temas prioritarios para la relación hemisférica, como el narcotráfico, el terrorismo, la corrupción, la violencia y el ascenso de los nuevos autoritarismos. La mezcla de un deterioro en la credibilidad de Estados Unidos y una alianza tácita con Vladimir Putin en Rusia hace de esta administración la menos capacitada para contrarrestar las tendencias antidemocráticas en América Latina.

 

La posibilidad de guerra

"El peor efecto que deja esta diplomacia impulsiva y caprichosa es la naturalización, en la opinión pública global, de la posibilidad de una nueva guerra. Y si esa nueva guerra es con Corea del Norte, potencia nuclear, tan sólo el vislumbre del escenario es de pesadilla."

El estilo ofensivo e insultante de Trump es un elemento catalizador de la inseguridad global en el siglo XXI. Sus intercambios de epítetos con líderes de Irán, Paquistán y Corea del Norte han rebajado la compostura de la diplomacia norteamericana a un chanchullo que muchos analistas, con razón, asocian con la tradición del caudillismo latinoamericano. Ese machismo y esa desfachatez no se vieron en los momentos más calientes de la Guerra Fría, con Richard Nixon y Ronald Reagan, que aplicaron una cuidadosa estrategia disuasoria hacia la Unión Soviética y China.

En agosto, luego de una de sus periódicas pruebas nucleares, Kim Jong-un amenazó a Estados Unidos con un ataque directo. La respuesta de Trump fue que en ese caso Corea del Norte vería una lluvia de “fuego y furia como el mundo nunca había visto”. En septiembre los norcoreanos volvieron a realizar una nueva prueba nuclear, la más poderosa hasta entonces, con un dispositivo nuclear “miniaturizado”, que las lecturas sísmicas calcularon en 100 o 150 kilotones, diez veces más que la bomba detonada en 2016. El Secretario de Defensa John Mattis declaró que el país asiático podía enfrentar una “respuesta militar masiva” de parte de Estados Unidos y el Consejo de Seguridad de la ONU convocó a una nueva ronda para reforzar sanciones, que han sido respaldadas por China y Rusia.

Aunque la posición de Moscú y Beijing facilitaba una estrategia multilateral frente a Corea del Norte, Trump continuó el careo con Kim Jong-un en los últimos meses del año. El líder comunista advirtió a Estados Unidos que la capacidad nuclear de Corea del Norte era una realidad y que siempre tenía sobre su escritorio un “botón rojo”. Trump ripostó infantilmente que su botón era “más grande y poderoso” que el norcoreano y que, además, “funcionaba”. La declaración volvió a disparar las alarmas de la opinión pública sobre las fa-cultades intelectuales de Trump para ejercer la presidencia.

Fue este un tema que varias veces emergió en la campaña presidencial de 2016. Importantes voces de los medios de comunicación de Estados Unidos se preguntaban si Trump no era demasiado frívolo o impulsivo para confiarle el mando de las fuerzas armadas del país y, en especial, de su poderío nuclear. La duda reaparece en el libro de Michael Wolff, quien atribuye a muchos colaboradores del mandatario la misma preocupación. Trump responde con tweets pueriles en los que dice ser un “genio muy estable” y no tiene escrúpulos en cambiar de posición sobre Corea del Norte.

Luego de ridiculizar públicamente a Kim Jong-un, varias veces, dice ahora que estaría dispuesto a sentarse a negociar con Pyongyang. Una oferta que, evidentemente, intenta escamotear el proceso de distensión bilateral que han emprendido las dos Coreas, en buena medida, como rechazo a la agresividad del mandatario. Desde sus primeras declaraciones sobre el tema, siempre subidas de tono, en el pasado verano, el gobierno de Corea del Sur llamó a cuidar el lenguaje y a establecer protocolos que eviten el escalamiento del conflicto peninsular. El diálogo entre Pyongyang y Seúl no es mérito de Trump sino desafío a la crispada retórica de la Casa Blanca.

El peor efecto que deja esta diplomacia impulsiva y caprichosa es la naturalización, en la opinión pública global, de la posibilidad de una nueva guerra. Y si esa nueva guerra es con Corea del Norte, potencia nuclear, tan sólo el vislumbre del escenario es de pesadilla.

Siempre de cara a sus bases más reaccionarias, Trump ha estimulado un nuevo mesianismo norteamericano que puede liberarse a través de cualquier conflicto internacional. Si eso llegara a suceder sería catastrófico para Estados Unidos y el mundo.

A fines de la segunda década del siglo XXI, las guerras de George W. Bush parecen haber quedado muy lejos del panorama mundial. El cambio tecnológico y el relanzamiento de la hegemonía de otras potencias, como China y Rusia, nos colocan frente a un mundo en que la supremacía de Estados Unidos está más acotada. Una guerra, sin embargo, es tentación poderosa para un presidente tan impopular como Trump. Cualquier acción militar que desconozca los equilibrios globales y que, para colmo, eluda las instancias multilaterales, puede poner en riesgo el futuro de la humanidad.