La era del dron del ciberpunk a la guerra sin fin

La era del dron del ciberpunk a la guerra sin fin
Por:
  • naief_yehya

Por Naief Yehya

El canon fílmico

del ciberpunk

Cuatro propuestas fílmicas de ciencia ficción hechas entre finales de la década de los setenta y principios de los ochenta resultan indispensables para tratar de descifrar los extraños cauces de la cultura popular del fin de siglo. Estos filmes que aparentemente eran simple entretenimiento comercial, cargados de acción y efectos especiales pronto revelaron su naturaleza vanguardista y pasaron a configurar un canon de ominosas visiones de un “Nuevo Orden Global”, al tiempo que dieron lugar a un renacimiento ético y estético. Las cuatro películas mostraban el renovado poder camaleónico y subversivo de una industria cinematográfica que a pesar de limitaciones, restricciones e imposiciones ideológicas y comerciales hollywoodenses (aunque una de ellas provenía de Australia) ofrecía observaciones agudas e incluso perspectivas filosóficas de la cultura de su tiempo. No es casualidad que las cuatro obras cuestionaran los ideales de progreso en un mundo en pleno caos ideológico que entraba en la última fase de la Guerra Fría, al tiempo que comenzaba a ponerse en evidencia que el abuso de los combustibles fósiles y la explotación inmoderada de los recursos estaba causando los estragos irreversibles que hoy reconocemos como el cambio climático global.

Se trataba de Mad Max, de George Miller (1979); Alien, de Ridley Scott (1979); Blade

Runner, de Ridley Scott (1982) y Terminator, de James Cameron (1984). Todas ellas tuvieron secuelas que consolidaron el canon del tecnopesimismo finisecular y se convirtieron en obsesiones de la crítica cultural (cuando esto se escribe aún no se estrena Blade Runner, 2049, de Denis Villeneuve). Estas cintas influenciaron cientos de imitaciones y paráfrasis en el mundo, resonaron en la literatura, las artes plásticas, la música y el cómic, sacudieron los vestigios del inconsciente posthippie, hicieron que la tecnología se volviera cool y eventualmente engendraron el ciberpunk, la rama rebelde de la cibercultura que llamaba a apropiarse o por lo menos a hackear los medios y recursos de comunicación e información para abolir la piramidalidad que imponían las autoridades, los dueños de las imprentas, los consorcios propietarios de las televisoras, las trasnacionales de las telecomunicaciones y las agencias de control del pensamiento.

Sin la chamarra de cuero desgastada de Max Rockatansky, el Guerrero de la carretera; los lentes de espejo del robot asesino T1; las dobles mandíbulas de los extraterrestres xenomorfos de H. R. Giger; y el caótico Los Ángeles de Blade Runner es posible que William Gibson nunca hubiera escrito su novela Neuromancer (1984), obra seminal de la cibercultura. La revolución digital que se está tragando a la cultura entera se definió en el imaginario popular por y contra estas historias de organismos cibernéticos, devastación planetaria y seres que se rebelaban en contra del destino que les habían programado. Estos relatos de agonía, terror, desesperanza y excesos, en el fondo giraban sobre la naturaleza humana y lo que significan para ella ciertos cambios tecnológicos determinantes, ya fuera el apocalipsis de la civilización moderna debido a la guerra en Mad Max, la confrontación con especies biológicas extraterrestres en Alien y la lucha contra inteligencias maquinales hostiles en Terminator y Blade Runner.

Los derivados y plagios de estas narrativas o del diseño de estos filmes le han seguido con mayor o menor tino el pulso al progreso y las transformaciones que ha traído la intensa tecnologización de la cultura. De esta manera se ha trazado una especie

de mapa intelectual de la transición de

una tecnoideología principalmente rebelde y contestataria a una belicista, mercantil y sumisa a la autoridad. Del “hágalo usted mismo” hacker de los primeros años de internet llegamos entre otras cosas al tiempo de las redes sociales, los sitios de citas en línea, la desinformación digital masiva, el perezoso clictivismo y el consumismo más rabioso que ha existido en la Tierra.

Personajes

del technoir

El protagonista de Blade Runner es Deckard, una especie de policía verdugo que se dedica a eliminar o retirar replicantes problemáticos, es decir androides que simulan con enorme fidelidad ser humanos y han dejado de obedecer o se han rebelado en contra de sus propietarios. Deckard está moldeado a la imagen del clásico detective de film noir, es un asesino de cyborgs, solitario y melancólico que cree que nunca ha retirado a un humano por error. El uso de la palabra retirar en este contexto merece una reflexión, ya que la eliminación de los replicantes una vez que estos son considerados subversivos o peligrosos o simplemente por el hecho de llegar a la Tierra, es considerada un retiro y no un asesinato o una ejecución; no es como si se les quitara la vida (ya que no se acepta que estén vivos) sino más bien como si fueran separados de un ciclo productivo. Este proceso que se presenta como el retiro de maquinaria obsoleta, también evoca la marginación de los ancianos, los minusválidos y otros “indeseables” (como pueden ser los inmigrantes) de la vida laboral. La ironía es que a su vez Deckard está retirado y es obligado, mediante amenazas y chantaje, a volver al trabajo debido a que un grupo de peligrosos replicantes con programación táctica militar han llegado a la Tierra en la incursión más grave de la historia.

Estas máquinas, a pesar de ser prácticamente imposibles de diferenciar de un humano, representan un peligro y deben ser retiradas en cuanto pisan la Tierra. La causa es que supuestamente estos seres autónomos, en especial de la serie Nexus 6, propiciaron un “sangriento motín en una de las colonias extraterrestres” y eso motivó que fueran vetados en la Tierra. En la cinta no se cuenta lo sucedido, por lo que la prohibición parece ser una imposición aceptada por todos que no es ni debatida ni cuestionada. De tal manera los Nexus 6 que osan aventurarse a la Tierra son considerados terroristas y deben ser eliminados sin protocolo alguno. Son seres sin origen ni pertenencia, exiliados y esclavos repudiados en el planeta que los engendró y que evocan inevitablemente el rechazo

que siente el doctor Frankenstein por su creación y que lo lleva a abandonarlo.

El Terminator T1 y sus sucesores también son armas antropomórficas, creadas por otras máquinas que han lanzado una guerra de extinción contra la humanidad. La red Skynet produce masivamente guerreros robots, poderosos esqueletos metálicos equipados con una variedad de armas de alto poder, como rifles, rayos, explosivos, metales mutables fluidos y nanotecnologías que ofrecen dispositivos eficientes y mortíferos para adaptarse a cada situación. La idea de que una inteligencia artificial (ia) consciente decida fabricar soldados con forma humana parece simplemente un recurso cinematográfico y hasta cierto punto un disparate. Podemos imaginar que una ia no se sentiría limitada con restricciones antropomórficas para construir sus sistemas de defensa. Es probable que

se valdría de los recursos en red

que podría controlar para sitiar, controlar y aniquilar a sus adversarios y tal vez la idea misma de pelear una guerra en contra de sus enemigos le parecería ajena o absurda. No obstante, el pretexto por el que el T1 parecía humano era que de esa manera podía infiltrar a los insurgentes que peleaban en contra de Skynet. Además el modelo enviado al pasado para matar preventivamente a la madre de quien será el líder de la lucha, Sarah Connor, tenía la característica de ser un cyborg ya que su estructura metálica estaba recubierta de tejido biológico que imitaba la piel para hacerlo más semejante a los humanos y por tanto más difícil de identificar.

El xenomorfo o alien de la serie con ese nombre es una especie extraterrestre violenta, extremadamente peligrosa que es modificada para ser convertida en una arma biológica inteligente, capaz de exterminar civilizaciones completas.

Desde el primer filme la tripulación de la nave Nostromo es engañada por la empresa Weyland Yutani para recoger a un especimen y llevarlo a la Tierra. El único miembro de la tripulación que conoce las intenciones de sus superiores es un androide. En el resto de las películas de la serie hay seres artificiales con apariencia humana que parecen personajes secundarios, pero a medida que la narrativa avanza de filme en filme estos seres van adquiriendo mayor prominencia como David y Walter, los cuales van asemejándose a los replicantes de Blade Runner. De tal forma la serie trata de dos tipos de cyborgs, los extraterrestres y los androides, y ambos representan amenazas implacables para la especie humana.

Mad Max tiene lugar en un tiempo de colapso y reciclamiento tecnológico, su aportación al imaginario ciberpunk no radica en el dominio de los seres artificiales sino en haber creado un universo posapocalíptico desértico en donde la supervivencia depende de autos, camiones y unas cuantas máquinas reconfiguradas, así como de la gasolina, agua y leche materna. El cyborg ahí es la suma indivisible del hombre y su vehículo, y del hombre y los dispositivos que le permiten sobrevivir en un medio hostil en el que las instituciones se han colapsado.

Deckard, el Terminator, los extraterrestres xenomorfos, la Mayor Motoko, de Ghost in the Shell y el RoboCop de Paul Verhoeven son cyborgs mortíferos, manufacturados como asesinos, seres biotecnológicos creados como armas pensantes para eliminar amenazas, enemigos, transgresores, subversivos y rebeldes, de preferencia de manera preventiva, para corporaciones. Estos personajes tuvieron enorme influencia en el entretenimiento y la tecnocultura que domina el mainstream de las últimas décadas del siglo xx. Y a pesar de que las películas mencionadas son distopías, podemos aventurar la idea de que estos seres de ficción prefiguraron y hasta cierto punto normalizaron la noción de las máquinas asesinas.

Por tanto, y de manera involuntaria, son los antecesores de los drones armados que varias naciones emplean desde 2002 para eliminar amenazas, rivales y sospechosos de terrorismo. Estas aeronaves no tripuladas y piloteadas a control remoto han hecho que el asesinato político se convierta en un asunto de alta tecnología y deje, en gran medida, de ser secreto de Estado para volverlo la táctica dominante, con lo que se ha de sustituir a la negociación, la diplomacia, los acuerdos internacionales, la función de la Interpol e incluso las guerras convencionales. Los drones armados comienzan a ser usados dentro y fuera de zonas de guerra y terrenos de combate desde inicios de la Guerra contra el Terror, de George W. Bush, que más tarde Obama extendió y convirtió en el eje de su política militar, a la que rebautizó Guerra contra el extremismo violento, y que Trump ha adoptado con entusiasmo y usa con aún menos restricciones o precaución en una campaña de asesinatos que ya ha puesto en manos de los generales del Pentágono.

Historia mínima

de la computadora casera

Tras la creación del circuito integrado en 1959 y del microprocesador en 1971 comenzó una carrera por el desarrollo de computadoras cada vez más potentes y pequeñas que llegó a un punto determinante en 1974 con la aparición de la Altair, un modesto pero ingenioso sistema que costaba 400 dólares. A partir de entonces la computadora personal se convierte en una obsesión de apasionados hobbistas, ingenieros y amateurs que, principalmente en California, diseñan en sus cocheras y sótanos el hardware y software primitivo de las máquinas que eventualmente se volverían indispensables. En esos espacios improvisados se conciben muchas de las ideas y los dispositivos que transformaron el mundo de la información y la comunicación (no sin ayuda de las innovaciones que fueron copiadas del trabajo realizado en el legendario Xerox parc). Steve Jobs, Steve Wozniak y Bill Gates son tan sólo los nombres más famosos de una larga lista de inventores, pioneros, bricoleurs y alucinados que utilizando materiales estándar comprados en tiendas de partes electrónicas y ferreterías no sólo desmitificaron a la computadora sino que la miniaturizaron a la escala doméstica,

la volvieron amable, deseable y lo más importante, crearon la noción de que todo mundo podía y eventualmente debía tener una compu-tadora. Pero sobre todo surge en esos espacios amateurs una actitud iconoclasta que se oponía y se mofaba de la cultura corporativa dominante. El empuje y las visiones

de estos y otros inventores y fanáticos de

la tecnología digital inspiraron y a su vez fueron impulsados por visiones fílmicas y literarias en las que la ciencia ficción se convertía en la arena donde se debatía la nueva relación de la humanidad con las flamantes, flexibles y económicas máquinas de pensar que comenzaban a volverse una realidad.

El desarrollo de kits de computación dio lugar a la aparición de pequeñas computadoras como la Sinclair, la Commodore y la Tandy de Radio Shack, por tan sólo mencionar algunos modelos populares. Luego Microsoft tomó por asalto el mercado de los sistemas operativos, mientras, poco a poco, se conformaba el fenómeno Apple que, entre aciertos, fracasos y genialidades finalmente conquistó la devoción y fidelidad digna de un culto de millones de usuarios en el mundo. Casi en un parpadeo pasamos del ambicioso sueño de Gates de que todo escritorio debía tener una computadora a la realidad de cargar en permanencia un poderoso smartphone en el bolsillo. Y lo más sorprendente fue que estos dispositivos traspasaron velozmente fronteras de clase, idioma, culturas y religión, para volverse omnipresentes. Estas herramientas nos entretienen y divierten, resuelven problemas prácticos y laborales, nos conectan instantáneamente con amigos, familiares, socios y clientes, nos orientan y al mismo tiempo nos convierten en blancos fáciles para las corporaciones, los departamentos de policía y las agencias de espionaje. Para finales del siglo xx la computadora y la conexión a internet se habían vuelto una presencia indispensable en todas las ramas del comercio, la industria, gran parte de los hogares del planeta, los sistemas de comunicación y los procedimientos de los ejércitos.

En 2017, una parte del planeta (principalmente Occidente) pasa por una era de cierto progreso, abundancia, seguridad y cambios tecnológicos tan sorprendentes como vertiginosos. Esta riqueza sigue siendo ajena a la mayoría de la humanidad que vive en la abyecta miseria. Al mismo tiempo el mundo parece haber encallado en el marasmo de una guerra sin fin, una era de vigilancia indiscriminada, masiva y permanente. Los numerosos conflictos civiles e internacionales parecen poner en entredicho conceptos como el del Estado nación y han engendrado flujos masivos de poblaciones y refugiados que huyen de regímenes en descomposición, bombardeos indiscriminados, peligrosos cultos mesiánicos, pobreza apocalíptica, poderosos carteles criminales y autócratas genocidas de cualquier denominación. Y mientras tanto no hay dominio de la economía, política o cultura que se haya salvado de ser tocado por la digitalización del todo. Gigantes empresas multimillonarias en el campo de las telecomunicaciones, la información y el entretenimiento son literalmente dueñas de nuestras memorias, gustos, pasiones y temores, como si se tratara de la prodigiosa Skynet la cual decide a pocos segundos de alcanzar la singularidad y adquirir conciencia que el hombre es una especie violenta y peligrosa que debe ser exterminada.

Guerra

por televisión

Durante la primera Guerra del Golfo Pérsico, la cadena informativa cnn logró crear un nuevo tipo de espectáculo televisivo al mostrar el punto de vista de misiles presuntamente inteligentes que llevaban una cámara en la punta y supuestamente llovían quirúrgicamente despedazándose al eliminar blancos militares y estratégicos en Bagdad y otras ciudades iraquíes. En aquella guerra todo el enfoque estaba apuntado hacia las smart bombs, explosivos de alto poder dirigidos por láser o satélite que supuestamente eran infalibles y producían un mínimo de daño colateral. El impacto de la cámara-misil era el equivalente al money shot del porno (la proverbial e indispensable toma de la eyaculación), debido a que resumía en una explosión supuestamente certera una narrativa y hacía redundante cualquier retórica del conflicto. La guerra fue transformada en una ilusión de conflicto tecnológico, donde las víctimas humanas no eran mostradas y eran sustituidas por bombas, portaaviones y aviones militares. Esas visiones falsificaban la crudeza del conflicto al reducirlo a entretenimiento y a una especie de “caramelo visual”. El éxito mediático de esta campaña televisiva propagandística, altamente editada y censurada fue determinante para el establecimiento de una nueva ideología político militar que pregonaba la noción de transformar humanitariamente al mundo con tecnología de punta, misiles de largo alcance y nuevas formas de intervencionismo barato.

Los ideólogos, principalmente de la vena neoconservadora pero también neoliberal, en el Pentágono y la Casa Blanca, tenían la peligrosa fantasía de que esta tecnología permitiría “decapitar el liderazgo enemigo”, erradicar guerrillas, matar héroes populares insurgentes, líderes problemáticos, cambiar gobiernos incómodos y aplastar milicias antagónicas al expansionismo e intereses imperiales a bajo costo y sin la necesidad de enviar tropas ni mantener invasiones. El dron fue presentado como arma humanitaria, una solución instantánea para los conflictos internacionales que abriría la puerta a una nueva era de paz imperial. Las intervenciones se harían con mínimo o nulo riesgo, en cualquier país vulnerable, la repartición y acceso a los recursos naturales de las naciones tercermundistas dejaría de presentar complicaciones. Sin embargo, estos sueños de poder han resultado hasta ahora en gran medida un fiasco ya que lejos de crear un mundo dócil y manipulable han provocado inestabilidad, nuevos frentes de batalla, cismas inesperados, intensos resentimientos y fracturas indeseables en las viejas alianzas. De cualquier forma la fantasía tecnopolítica y necrófila avanza entretejiéndose con narrativas populares de ciencia ficción creando las condiciones de las próximas catástrofes mundiales.

En poco tiempo quedó claro que el misil inteligente no era tan brillante como habían prometido los portavoces del ejército y los merolicos de los medios. La precisión obtenida con sus sistemas de orientación era muy cuestionable, además de que resultaban muy costosos. A final de cuentas la inteligencia en tierra era más valiosa que el espionaje desde un kilómetro y medio de altura.

Numerosos ataques de “decapitación” lanzados para obligar al enemigo a rendirse sin necesidad de una guerra fracasaron bochornosamente causando enorme “daño colateral”. A pesar de que inicialmente los bombardeos de precisión destruyeron gran parte de la infraestructura bélica y de defensa, posteriormente los “aliados” continuaron con bombardeos indiscriminados de saturación con los que arrasaron barrios, plantas de luz, de tratamiento de agua, escuelas, fábricas, templos y demás, con lo que hicieron absurdos y meramente propagandísticos los esfuerzos iniciales de proteger vidas inocentes.

El vehículo aéreo no tripulado (uav por sus siglas en inglés) o dron, no había convencido a los estrategas militares ni a los directores de las agencias de espionaje. Se le consideraba como una curiosidad de poco valor estratégico y legalmente problemática que tan sólo podía servir como vehículo de reconoci-

miento y espionaje. Su suerte cambió tras los ataques del 11 de septiembre del 2001 ya que casualmente poco antes habían comenzado a experimentar armando drones Predator con misiles Hellfire. Sin embargo, hasta entonces los mandos militares no podían imaginar en qué tipo de conflictos se usarían semejantes armas. La Guerra contra el Terror resultó el escenario ideal para usar estos recursos en misiones de ejecución de líderes de Al Qaeda. De esta forma no se ponía en riesgo a pilotos ni personal y se obtenía mayor precisión y menor costo que con bombas inteligentes. Así el dron fue convertido en el emblema de la nueva guerra que quería pelear el régimen de George Bush Jr.: una paradójica arma pacificadora, un vehículo paciente e infalible que

siempre eliminaba a los villanos,

que no toma rehenes y no arresta combatientes. Un justiciero que infunde respeto y temor por ser robotizado. Un ojo armado omnividente en el cielo que nunca parpadea ni se cansa ni se distrae y que es ciego como la justicia.

Durante décadas nos acostumbramos a un estado de vigilancia permanente en las ciudades con la multiplicación de las cámaras de vigilancia y circuito cerrado que acosaban en los espacios públicos y privados. Más tarde internet también se convirtió en un medio de espionaje doméstico, en un territorio virtual donde nuestras huellas no podían ser borradas. Los smartphones vinieron a añadir millones de nuevos ojos espías que acechaban para registrar cualquier comportamiento o actividad humana en cualquier contexto, entorno y tiempo. El dron con sus docenas de cámaras vino a extender la noción del mundo como un panopticón al filmar en los rincones más remotos e inaccesibles para poner en evidencia que nadie en ninguna parte estaba a salvo de ser vigilado.

De la tecnoanarquía

a la ciberdocilidad

La era del ciberpunk se caracteriza por la descentralización del poder, por

la defensa de la fluidez de la identidad y la posibilidad de habitar un dominio digital al mismo tiempo que uno de carne y hueso. Es un tiempo de tecnoanarquía donde todo entra en fusión y colisión, lo moderno y lo clásico, lo planetario y lo provinciano, lo cursi y lo brutal. El ciberpunk habla de un tiempo en que “la calle encuentra sus propios usos para las cosas”, como escribió William Gibson. Sin embargo del tiempo del punk cibernético nos deslizamos a la era del “empoderamiento” del nerd, de la glamurización de la alta tecnología y de la ilusión de intervenir en los sucesos importantes del mundo al manifestarse en las redes sociales. Internet dejó de canalizar deseos libertarios y se volvió un sitio de convivencia, hostigamiento y compras impulsivas.

El ciberpunk fue un prodigioso caldo de cultivo cultural en un momento en que se proclamaba la muerte de las ideologías y se celebraba el posmodernismo. Este fue un territorio de escepticismo y denuncia, de señales contradictorias de optimismo y pavor, de fe en la adopción de dispositivos novedosos y desencanto por la saturación y la creciente corporativización. Su auge se dio en un tiempo vertiginoso y confuso en el que pasamos de una economía de escasez de productos culturales a una de sobreabundancia y exceso. El ciberpunk coincidió con la masificación de internet, como si esas narrativas hubieran invocado a aquella formidable plataforma planetaria. A pesar de todos sus beneficios internet nos ofreció la peligrosa utopía de que no era necesario pagar

por el trabajo creativo de los demás, por

lo que aceptamos la apropiación, plagio y copiado del trabajo ajeno sin restricciones. Tardamos un par de décadas en comprender la espantosa devaluación de la creatividad, el arte y las ideas que esto representó.

El pensamiento circulaba libremente y era compartido con voracidad pero al no establecer modelos eficientes de retribución de la producción intelectual, eventualmente las grandes corporaciones encontraron la manera de explotar el ingenio ajeno, de convertir nuestras identidades en mercancía, o bien en “contenido” y de volvernos clientes en una extraña economía dominada por empresas que no producen nada, como Facebook, Twitter, Uber y Airbnb, pero que acumulan y controlan el tráfico y los recursos en su beneficio generando miles de millones de dólares. De

la era de la diversificación mediática, la multiplicación de voces y plataformas, la apertura a toda clase de discursos, la horizontalidad de la comunicación y la oportunidad para todos de expresarse y ser escuchado hemos vuelto en gran medida a una era de monopolios, de control de las formas de expresión, de caciques culturales, tarifas, suscripciones, vigilancia e industrias de la información al servicio de,

o por lo menos en complicidad con, el poder de los Estados, oligarquías e incluso mafias. Y esto sin considerar las numerosas y crecientes amenazas de hackeo (privado y estatal), robo de

recursos, identidades y sabotaje.

h4>Mundo Dron

El fantasma de la tecnología recorre el mundo a toda velocidad, cambiando

el paisaje cultural por donde quiera que pasa, estremeciendo las economías, provocando crisis sociales y dilemas morales, sembrando desempleados y fundando nuevos dominios del conocimiento y de la desinformación. Casi podemos atrevernos a anunciar que hemos dejado de ser la misma especie que caminaba por la tierra sin teléfono celular, sin audífonos y que se orientaba sin gps. Nuestra dependencia tecnológica no es pasajera ni frívola

ni irrelevante sino que nos ha transfor-

mado en seres distraídos, hiperin-

formados, versátiles, egoístas y a la vez conscientes como nunca de los males del mundo, en cierta forma nos hemos convertido en drones biológicos, presentes y ausentes. Navegamos, compartimos y tomamos decisiones con herramientas controladas por corporaciones remotas que tienen ambiciones e intereses distintos a los nuestros.

Podemos creer que la revolución cibernética llegó a iluminarnos, a eliminar prejuicios y erradicar tabús. Hay algo de cierto en ello. Sin embargo, en tres décadas los ideales tecnológicos han cambiado y si bien por un lado hay quienes sueñan con crear enciclopedias gratuitas, crear recursos para defender los derechos humanos y proveer internet gratuito a todos los habitantes de la Tierra, hay otros que han concentrado sus esfuerzos en hacer sistemas eficientes para recolectar, almacenar y analizar todas nuestras comunicaciones para clasificarnos, someternos a un control sin precedente y explotar nuestras debilidades, así como hay otros que fabrican máquinas precisas, infalibles e “higiénicas” para matar a distancia. Esta es la era del dron, el cual es mucho más que una máquina de agresión y espionaje, ya que también es una herramienta científica, de exploración y rescate, así como

un instrumento artístico en potencia, un

dispositivo de telepresencia y un espléndido juguete para la imaginación.

De manera semejante a lo sucedido con la computación personal, el dron dio lugar a una epidemia de euforia que en pocos años se ha convertido en una obsesión popular entre miles de personas que usan y construyen drones, participan en foros especializados en internet, organizan encuentros, establecen empresas dedicadas a venderlos y distribuirlos, crean concursos y carreras. El dron Predator nació en una cochera californiana. Los amateurs y aficionados han vuelto a rebasar a los profesionales al explorar los usos más heterodoxos que se pueden dar a una máquina voladora a control remoto y volverla una fascinante extensión-extremidad corporal. El dron ofrece una ampliación de la experiencia computacional en el mundo material que permite interactuar con el entorno, filmando y fotografiando o como protagonista en acciones diversas, como material artístico o para participar en videojuegos en el carnespacio (el mundo tangible o material, lo opuesto al ciberespacio). Es inevitable, el dron robotizado se volverá parte de nuestra cotidianidad.

Los drones tienen una variedad inmensa de formas, tamaños, capacidades y funciones. Desde aviones de la talla de un jumbo jet hasta miniaturas del tamaño de un insecto. Los hay con múltiples rotores, con turbinas de jet y los más comunes tienen hélices y motores de motonieve. En la actualidad, al hablar de drones instantáneamente pensamos en aeronaves, pero hay drones terrestres, acuáticos y submarinos. La palabra dron proviene del ruido o zumbido que hacen ciertos modelos de uavs y que evoca a abejorros o abejas zánganos (drones en inglés), pero la palabra dron en este tiempo se ha vuelto casi sinónimo de robot espía con posibilidades de asesinar.

El legado de estos grandes filmes, Blade Runner, Terminator y Alien es el dron armado, una tecnología que hemos asimilado como el primer paso de una militarización de las inteligencias artificiales. Esta es una propuesta peligrosa ya que independientemente del temor hipotético que pueden provocar una eventual singularidad en que las máquinas se vuelvan contra nosotros, como en tantas ficciones tecnofóbicas, relegar decisiones de vida o muerte a algoritmos e inteligencias artificiales, representa una sórdida ilusión de seguridad que seguramente opondrá nociones de eficiencia y costo a valores humanitarios elementales.

Introducción del libro Mundo Dron 2,

de próxima aparición.