La eternidad comienza un sábado: Teoría y práctica del cubismo

La eternidad comienza un sábado: Teoría y práctica del cubismo
Por:
  • Xavier-Villaurrutia

El cubismo fue el sueño geométrico de la pintura. Su pasión fue la lucidez y, paradójicamente, la razón fue el síntoma más claro de su locura. Oponía, a la vaguedad impresionista, a la emoción intrascendente, a la sensualidad que no va más allá de la piel, un anhelo de definición, un orden presidido por la razón.

“Poesía pintada” lo llamó Reverdy, cuando no era sino la “razón pintada”. Tenía en cuenta todo, menos lo imprevisto. Perseguía un camino de perfección ascética y era en cierto modo un misticismo de la razón.  Sus dióscuros fueron, significativamente, españoles: Picasso y Juan Gris. Figuras de una misma constelación,  se dieron siempre la espalda. Juan Gris representaba el cubismo ortodoxo que despeja las incógnitas plásticas hasta la desnudez. Picasso fue el heterodoxo del cubismo. Su pintura era cubista pero al mismo tiempo albergaba un elemento herético: la poesía. Poesía profunda y recóndita que ponía a flote, en formas imprevistas que burlaban la clásica geometría de Gris, la flora inesperada del inconsciente que, más tarde, los pintores sobrerealistas entre los cuales es preciso contar a Picasso, había de revelar más válida y claramente.

Si el hombre de genio no sólo tiene su talento sino el de sus continuadores, la inversa es a veces cierta: los continuadores tienen, con el suyo propio, el que se desprende de la lección que reciben del maestro. Por muchos años el cubismo fue no sólo una escuela de pintura para los nuevos artistas sino también una gramática. Por los años de 1924 a 1928, Jaime Colson siguió inteligentemente la lección de lo que con justicia podría llamarse la sintaxis plástica del cubismo. Prefería, entre todas las telas cubistas, las de Georges Braque, pero la lección de Picasso es más patente en las suyas.

Ahora expone, en México, una capa de su geología de pintor, la más ordenada y lúcida, la menos accidental. Y da gusto seguir paso a paso esta voluntad de ordenación expresada con los clásicos elementos del cubismo, españoles también. El vaso y el papel pautado. La cafetera y el periódico. El libro y la botella. Se echa de menos la guitarra, la Venus de los cubistas, que espera los brazos ajenos que vengan a herirla y hacerla sollozar dulcemente.

Los jóvenes pintores mexicanos tienen la preciosa oportunidad de recibir, de cuerpo presente, esta lección de desnudo, de probidad, de ordenación que ofrece Jaime Colson al presentar, orgullosamente, los documentos de una evolución, los corredores de un pasaje que ha desembocado, en su caso, en una pintura de un nuevo tipo neoclásico por lo que toca a la forma, pero de un contenido más rico, más interior, más inquietante y más irracional.