La ilusión viaja en metro todavía

La ilusión viaja en metro todavía
Por:
  • ana_clavel

Me acuerdo, sí me acuerdo. 1969. El Metro ya estaba ahí. Vivíamos en la calle de Miguel Schultz y la estación San Cosme estaba a unas cuadras de mi casa. Tendría siete años cuando hice mi primer y deslumbrante viaje en metro. Pero los recorridos más frecuentes los realicé al estudiar letras hispánicas en la UNAM a comienzos de los ochenta. No estaba terminado el tramo Zapata-Universidad de la línea 3 y tenía que trasladarme hasta Tasqueña. Eran trayectos largos así que muchas lecturas que hice en esa época, las realicé en el metro. Recuerdo con especial delectación el libro de Manuel Puig, Boquitas pintadas, y la novela mandala de Julio Cortázar, Rayuela, que leí de cabo a rabo.

La presencia del metro en mi vida diaria fue tan fehaciente que no es extraño que en el primer libro de cuentos que publiqué a los 23 años (Fuera de escena, SEP-Crea, 1984) una historia ocurriera en el metro. Su título, “La dama gris”, da cuenta del recorrido de una muchacha mientras en el vagón aparecen un joven de labios suaves, con el que fantasea, y una mujer gris, cuya mirada le recuerda la grisura de una existencia reprimida. El viaje, al principio aparentemente real, va tomando tintes de una atmósfera onírica que se torna en la pesadilla de su vida cotidiana.

Mi primera novela, Los deseos y su sombra (Alfaguara, 2000), habla de una parte de la ciudad subterránea que subyace, mitificada, por debajo de la urbe actual. Uno de los relatos que cuenta don Matías a la protagonista invisible de ese libro, se fraguó a partir de la gran maqueta de Tenochtitlán que es posible ver en el metro Zócalo. Titulada “La ciudad

de los deseos imposibles”, aborda el asunto de la fundación de la Ciudad de México con un hálito transgresor: el lago es una hermosa ninfa que tribus nómadas intentan someter y apresar con sus redes. Sin conseguir atraparla, fundan ahí su ciudad. Por eso el relato de don Matías finaliza: “A fuerza de buscar poseerla, los pescadores y los viajeros, siempre sedientos, terminaron por beberla. Hoy los visitantes se detienen en alguna de las montañas áridas que rodean el desierto. Sólo aves rapaces, cactáceas y reptiles se asientan en sus arenas ardientes. Entonces los visitantes huyen: presienten el cuerpo de la mujer de agua que dormía en el lecho del valle y se descubren una sed rotunda y desesperanzada, capaz de secarles el alma”.

Años después participé en la antología erótica Nochebuena en tu cuerpo (Tusquets, 2011). No recuerdo cómo se me ocurrió el asunto de las Chicas Santa Clos que hacen las delicias del público que viaja en metro. Lo que sí recuerdo es que quería situar ahí esa historia fantástica de guapísimas chicas vestidas de rojo, con gorro de papa Noel y botas, que terminan por hacer estriptís frente a pasajeros atónitos pero embelesados. Lo decidí por dos razones: una, porque me parecía una historia sorprendente, una más de las increíbles que suceden en nuestro transporte subterráneo —y los tubos de los vagones podían funcionar para una rutina de estripers—; dos, porque en el cuento “La fiesta brava” de José Emilio Pacheco se plantea una historia inverosímil —pero que la maestría del escritor hace posible— cuando dos personajes descienden entre el metro Isabel La Católica y Pino Suárez, en la última corrida del día 13 de agosto, fecha de la caída de Tenochtitlán, para encontrar la muerte por sacrificio. Si recordamos que el Sistema de Transporte Colectivo se inauguró el 4 de septiembre de 1969, ese cuento de Pacheco, recogido en el volumen El principio del placer (Era, 1971), es acaso el primer relato publicado sobre el metro de nuestra capital. Por esa razón mi historia “En un vagón del metro Utopía” comienza diciendo: “Había escuchado historias en torno al metro desde que era yo un muchacho. Que si tomas el primer convoy del año nuevo y te sitúas en el vagón inicial, tras la cabina del operador, vislumbrarás en la penumbra subterránea los momentos cruciales de tu vida futura como si los estuvieras viendo suspendidos en una bola mágica. Que si tomas el último tren un día 13 de agosto, fecha de la caída de Tenochtitlán, en la estación Insurgentes rumbo a Pino Suárez, podrás descender a la ciudad subterránea y contemplar sus canales ocultos y sus pirámides invertidas —aunque el precio pueda ser muy alto: terminar con el corazón fuera del cuerpo, arrojado por las escalinatas del gran templo. Pero ninguna como la historia de las Chicas Santa Clos del metro...”.

No sólo lecturas e historias han tenido lugar en los andenes y convoyes, sino también auténticos momentos de epifanía, como cuando descubrí un olor penetrante a humedad y detritus que provenía de un pasajero que iba a mi lado. Como un fogonazo, vislumbré a ese hombre en una habitación en penumbras colocándose fragmentos de revistas porno sobre el cuerpo desnudo. De ahí surgió la historia “Un tatuaje”, donde una muchacha que lleva en el cuello uno en forma de rosa, tiene que cubrirlo con la mano ante la ensoñación de un hombre de olor penetrante que la asedia y la marca fatalmente como un “recuerdo de tinta indeleble”.

Otro más personal: soy de labios gruesos. En mi casa veían con desaprobación ese rasgo de presuntos antecedentes africanos. Siempre rebelde, apenas pude de joven adulta, probé a “ensangrentarlos de rosa tiziano, rojo primordial, violeta de los vientos, granate ciruela”. Entonces un muchacho en un vagón del metro me hizo saber “esta boca es mía” en un episodio narrado en Las ninfas a veces sonríen (Alfaguara, 2013), en el que se explica cómo se puede morir en la punta de los deseos de un desconocido.

Un caso más: el sonido de las puertas automáticas al cerrarse que dio pie a esta minificción del libro CorazoNadas (Hormiga Iracunda, 2014):

Metropolitana

Metro Insurgentes: el corazón

tu-ru-rú del Sistema Arterial Colectivo

de la Ciudad de México.

Son tantas las historias publicadas e inéditas en las que el Metro es contenedor, paisaje urbano, incidente, tropiezo, protagonista, corazón de la Ciudad, que las he reunido en un volumen que se titulará La ilusión viaja en Metro todavía, de evidentes resonancias buñuelianas. Coincidencia o fidelidad, en todos esos relatos aparece el Sistema de Transporte Colectivo de la Ciudad como espacio vital recurrente. Espero publicarlo este próximo 2019 en que se cumplen cincuenta años de un transporte entrañable que ha formado parte de mi vida real e imaginaria. Me acuerdo, sí me acuerdo.