La mirada desde Nueva York La insólita elección del presidente Trump

La mirada desde Nueva York La insólita elección del presidente Trump
Por:
  • naief_yehya

Por Naief Yehya

MIOPÍA

El simple hecho de comenzar un texto con un título como el que lleva éste hubiera tenido sentido sólo si lo escrito a continuación fuera una ficción distópica o un relato humorístico. Hasta la noche del 8 de noviembre de 2016, la noción de que el magnate Donald J. Trump llegara a la presidencia parecía una idea disparatada. Bastaba con considerar aquel esperpéntico y surreal anuncio del 16 de junio de 2015, en que Trump lanzó su improbable campaña, tras descender por la escalera eléctrica del vestíbulo dorado de una de las torres que llevan su nombre, acompañado por su esposa, y decir, entre otras cosas, que él como presidente pondría fin a la criminalidad que representaban los mexicanos violadores que invadían el país. Era una entrada en el proceso electoral de una teatralidad hilarante y patética que parecía hecha para provocar polémica y crear expectación, muy al estilo de las promociones que hacen algunas películas y series de presupuestos multimillonarios. Esta introducción ridícula (por la forma) e histérica (por el fondo) fue objeto de burlas de casi todos los medios y el espectro político.

A ese discurso le siguieron cientos más, igualmente

lunáticos, en los que la realidad y los datos nunca fueron un inconveniente para la retórica tremendista y alucinada. Por lo menos la mitad del país y una gran parte del planeta absorbían esas peroratas, aparentemente improvisadas, como si se tratara de entretenimiento incendiario, como una reafirmación de la superioridad de los valores dominantes en occidente, como los alegatos a la vez repugnantes y apasionantes de un desquiciado que parece ignorar la lógica y la decencia al atacar principios elementales de respeto

por los minusválidos, por la mujer, por las minorías, por

los inmigrantes que huyen de la guerra o de condiciones económicas aterradoras. Mientras nos estremecíamos con una mezcla extraña entre el repudio y la carcajada, muchos republicanos también se unieron al coro de rechazo a las ideas insensatas e insensibles de Trump. Todo eso conspiró para crear un efecto de miopía social.

UN INCOMPRENDIDO

EN SU TIERRA

Nueva York es una ciudad liberal y conservadora, cosmopolita y provinciana, la cresta de la ola cultural y el centro del universo económico, el páramo de concreto del abandono y la calidez de mil pequeñas aldeas. Trump nació en un enclave de la pequeña burguesía conservadora de Queens. Mientras su padre se enriquecía como casero de cientos de inquilinos de la pujante clase media de mediados del siglo XX, el joven Donald soñaba con conquistar Manhattan y poner su nombre en algunos de los inmuebles más impresionantes de la isla. Eventualmente lo logró al invertir buena parte de la fortuna de su padre para crearse el mito de playboy multimillonario. Trump se volvió un vínculo entre la élite de esta ciudad y el mundo de los casinos y la farándula, él era el “ultimate insider” de la alta sociedad y de la clase política local. Sin embargo, su sueño presidencial era visto desde aquí como un delirio peligroso, un desplante que jamás sería apoyado ni por la ciudad ni el estado.

Los medios de comunicación vieron en Trump una fuente inagotable de altos ratings y por tanto ingresos, así que no perdían una sola de sus palabras. Lo seguían de escándalo en escándalo obsesivamente, repitiendo ad infinitum sus aparentes pasos en falso, sus declaraciones bochornosas y sus incontables mentiras. Trump era el candidato ideal de la era de la masificación de la desinformación, sus certezas estaban infestadas de contradicciones y sinsentidos, datos equivocados, ideas conspiratorias, paranoia e insinuaciones fóbicas. Como dice Mauricio Hammer, Trump era el candidato de las “redes oscuras”.

Trump, un hombre que jamás había ocupado un puesto político ni servido en el ejército ni ofrecido ningún tipo de sacrificio a la sociedad, arrasó por medio de descalificaciones, insultos y gracejadas con políticos experimentados (gobernadores y senadores), veteranos de

toda clase de comicios y miembros

de familias del poder, para sorpresa de todos los expertos, analistas y encuestadores que suponían que el hombre con la piel naranja (debido a su adicción al bronceado artificial) terminaría en el último lugar de esa contienda.

Con su actitud de bully o bravucón mal educado, Trump eliminó a sus dieciséis competidores republicanos en las elecciones primarias, para deleite de los demócratas y los liberales. Sin embargo, eso no le ganó el apoyo de Nueva York ni los otros bastiones progresistas.

PERTURBADORA SIMPLEZA

Las ideas de Trump son simples, como su promesa de construir “un hermoso muro” entre México y Estados Unidos para detener la inmigración ilegal, o bien la de prohibir a los musulmanes inmigrar a este país para detener el terrorismo, o su lema Make America Great Again (Hagamos a América “grande” —maravillosa— otra vez), en una clara nostalgia de los “tiempos mejores” cuando los negros no llegaban a la presidencia y la gente de piel oscura era puesta en su lugar. Su programa político era superficial e irrelevante. Con absoluta desfachatez Trump prometía cambios no sólo veloces sino instantáneos y dramáticos a décadas de política exterior y nacional que ponían en evidencia su desconocimiento del funcionamiento de los mecanismos legales y políticos. Asimismo, este hombre incapaz de reconocer que se equivoca ofrecía ideas peligrosas y provocadoras que atentaban contra valores fundamentales de los gobiernos estadunidenses recientes y las normas básicas neoconservadoras en vigor, compartidas por republicanos y demócratas (especialmente en relación con acuerdos de comercio y tratados militares internacionales). En muchos sentidos sus promesas hacían pensar en un adolescente necio, con un idealismo perverso y una verborrea incontinente.

La campaña de Trump parecía un acto de vanidad, un desplante megalomaniaco de un improvisado que contrataba y despedía a su personal de manera caprichosa, que no escuchaba a sus asesores y se negaba a aprender, que tomaba decisiones impetuosas y acciones frívolas porque se le daba la gana y que obstinadamente empleaba a sus hijos, en especial a su predilecta, Ivanka, en puestos determinantes. Las revelaciones y los escándalos no parecían tener fin: había evadido impuestos durante décadas, no había pagado a numerosos contratistas, había tratado de tener negocios con el gobierno de Fidel Castro (un tabú inaceptable en la derecha estadunidense), se había negado a rechazar el apoyo del Ku Kux Klan, se difundió una grabación en la que hablaba de agarrar a las mujeres por el sexo, porque “cuando uno es famoso ellas se dejan hacer” y muchas historias más.

LOS MEDIOS

Y EL APRENDIZ DE BRUJO

Todo parecía exclamar que Trump era un individuo inelegible y que representaba una vergüenza para cualquier estadunidense. Cada vez que decía algo reprochable los medios se imaginaban que su campaña se desmoronaría, sin embargo, en cada caso se equivocaron. Sin el menor pudor el presidente de la cadena CBS, Les Moonves, dijo en febrero de 2016 que si bien Trump no era bueno para el país, era buenísimo para la CBS. Los medios pasaron meses dedicándole una cantidad exagerada de tiempo a su campaña y fueron criticados por ello, así como por tratar a Trump como si fuera “un candidato normal” a pesar de pregonar ideas racistas, misóginas e inaceptables. Se ha repetido hasta el cansancio que Trump no tuvo que gastar miles de millones de dólares en publicidad ya que los medios electrónicos le regalaron horas de cobertura a cambio de la promesa de entretenimiento. No obstante, durante toda la campaña Trump trató a la prensa como si fuera injusta con él. Hasta que de pronto, quizás en un arrebato de conciencia, algunos canales como MSNBC dieron un giro para atacar a su campaña abiertamente, para criticarlo y descalificarlo como un payaso indigno de ser presidente de la república. Más que restarle seguidores, estos ataques confirmaron en cierta forma las acusaciones de Trump.

LA CORRECCIÓN POLÍTICA

La historia de Trump era como una fábula que se nos ofrecía a la vez aleccionadora y entretenida. Entre el masoquismo y el desencanto, seguíamos los exabruptos en apariencia suicidas de un hombre incapaz de controlarse y que lanzaba insultos vía Twitter a todo aquel que osara contradecirlo. Pero había una gran masa lejos de Nueva York y los enclaves progresistas que no entendía el fenómeno Trump de la misma manera. Para ellos Trump era un self made man exitoso y valiente que decía las cosas como eran y que le declaraba la guerra a la corrección política. Y este es un punto de particular importancia: desde hace varias décadas se desató un movimiento derechista que veía una debilidad intrínseca en la tendencia, entre los intelectuales y académicos (y en general las clases privilegiadas) de respetar la idiosincrasia, las creencias, las preferencias sexuales y los orígenes nacionales o étnicos de las minorías. Esa tendencia surgió como una burla de la atmósfera que regía en las universidades y desde la derecha era imaginada como una especie de credo laico que profesaban los liberales.

Pero mientras nosotros, y con esto me refiero a un grupo de personas amplio, sobre todo urbano (en ambos sentidos del término) y más o menos liberal, con criterio relativamente abierto y valores humanistas básicos, veíamos su campaña como un desfile de obscenidades grotescas, un inminente choque de trenes, una colección de actos hipócritas, y ante todo como una monumental pérdida de tiempo, el resto de la población, especialmente en zonas rurales y en las áreas que fueron industriales o mineras y ahora se encuentran devastadas por el abandono y los cambios de la economía, lo veían como el redentor de su causa y el portavoz de su indignación y rabia.

Sus mítines pasaron de agrupar a puñados de conservadores curiosos a volverse actos multitudinarios donde decenas de miles de seguidores fanáticos agredían a los disidentes, gritaban “¡Encarcélenla!” Y “¡Maten a la perra!” (refiriéndose a Hillary Clinton) y coreaban: “¡Construye el muro!”, como si hubieran creído y adoptado la noción de The Wall, de Pink Floyd, donde una estrella de rock se convertía en su imaginación en un dictador fascista que expulsaba a los judíos, negros y homosexuales de su concierto.

EL JERARCA

Y SU MOVIMIENTO

De pronto el multimillonario que se hizo de fama mundial con el reality show televisivo El Aprendiz, se volvió un líder populista que destilaba un nacionalismo nativista extático. El playboy sibarita con gusto por el oropel y el exhibicionismo ostentoso de pronto se redescubrió como una especie de cristiano renacido, ignorante en materias de la Biblia o de la religión, pero que prometía a los evangelistas redimir a la nación de sus pecados.

A pesar de que sus eventos eran cada vez más grandes, los medios mostraban a masas ignorantes que babeaban ante un millonario que hacía promesas huecas, sin entender que era un síntoma flagrante de un malestar social y cultural que calaba muy profundo. Es cierto que la gran mayoría de sus seguidores eran blancos sin educación universitaria pero entre ellos había muchas mujeres a las que no les importaba que su candidato fuera procaz y misógino. Muchas veces Trump y su estrambótica corte de subalternos afirmaban en sus innumerables apariciones en los shows televisivos que lo suyo no era una campaña sino un movimiento. Al parecer tenían razón.

Las numerosas fracturas y deserciones en el partido republicano, así como los rumores de que la campaña era un caos al borde del colapso, que fueron ampliamente reportadas por los medios, crearon la imagen de que el fracaso de Trump no sólo era inevitable sino que además podía ser enorme y que implicaría la destrucción del partido republicano. Las encuestas de opinión mostraba con optimismo que Trump tenía tan sólo una posibilidad muy remota de conseguir los doscientos setenta votos electorales necesarios para triunfar en la contienda electoral: ganar todos los estados pendulares y por lo menos ganar algún estado tradicionalmente demócrata. Enfatizaban que el voto latino, femenino y afroamericano aniquilarían a Trump.

REIVINDICACIÓN

Mientras Trump desplegaba una de las campañas más inverosímiles de la historia y ofendía a medio mundo a su paso, había un sentimiento compartido por todos los liberales y progresistas de que la elección traería una reivindicación, que el pueblo asestaría un golpe fulminante a Trump, su séquito de

incondicionales y sus deplorables seguidores. No podía ser de otra manera: los estadunidenses no podían apoyar a un misógino, racista y xenófobo. Además, Hillary tenía de su lado la decencia y a todas las grandes estrellas del mundo del espectáculo y las artes, los actores y actrices más famosos, los músicos y comediantes que el mundo adora, incluyendo a Beyonce. ¿Cómo podía perder la elección?

Y sin embargo la derrota de la candidata que representaba la continuidad no sólo a nivel nacional sino también internacional fue contundente. Si bien Hillary ganó el voto popular, lo cual casi en cualquier democracia le hubiera valido el triunfo, perdió los votos electorales de manera dramática. Pero quizás una derrota más aplastante la recibió el periodismo basado en modelos estadísticos y la obsesión tecnológica que ha tomado por asalto las mesas de redacción de los medios informativos. Todos se equivocaron y no por poco.

Quizá nunca sabremos qué fue más importante: el arrastre del candidato Trump o el repudio a la candidata Clinton. Por supuesto, ya hay una enorme cantidad de información y bases de datos que ofrecen respuestas, pero ya vimos la calidad de las predicciones de esos análisis. No hubo tal reivindicación para la America demócrata, tolerante y abierta. La misma que al día siguiente de la elección culpaba al centro del país de ser racista e ignorante, al FBI de haber conspirado con Trump y a los otros partidos de haber saboteado a Hillary. La otra America se vengó del poder, exigió cambios y castigó a quienes perciben como los responsables

de la depredación del país y del colapso de la industria, así como de haber creado un sistema que impone seguros de salud obligatorios y mediocres que cuestan una fortuna. Se culpaba a esta élite demócrata de haber creado las condiciones en las que un retiro digno para gran parte de los empleados y obreros es prácticamente imposible, por lo que están condenados a pasar sus últimos años en la miseria trabajando por el salario mínimo (que no será de quince dólares la hora como peleó Bernie Sanders) en Wal-Mart o McDonalds (si es que logran conseguir un empleo). La realidad es que estas condiciones fueron provocadas por republicanos y demócratas, pero en la era Trump los datos son irrelevantes.

Nueva York representa en gran medida la arrogancia cultural y económica que desprecia esa inmensa masa republicana que domina el centro del país.

Esta es la urbe que se identifica con Wall Street, con los ricos y famosos que ignoran la miseria y el dolor que padece este país. La increíble paradoja es que un estafador astuto que vive entre la élite, y a veces incluso es su casero, logró embaucar a millones para hacerlos creer que sólo él podría hacer a America grande otra vez, al crear empleos en industrias extintas u obsoletas y que solo él podría abrirles las puertas del bienestar. Todos los que considerábamos absurdas y risibles las palabras: “presidente Trump” debemos reconocer hoy nuestra miopía, y ojalá aprendamos de nuestro error.