La venganza como una de las bellas artes

La venganza como una de las bellas artes
Por:
  • hector_ivan_gonzalez

Ahora sé lo que no sabía entonces.

Albert Camus, Los justos

Hay libros que dialogan con otros libros, pero también los hay compuestos de la materia esencial que conforma otras obras. El oficio de la venganza, de L. M. Oliveira, forma parte de este segundo grupo, pues en su parte sustancial contiene otros libros cuyo punto de arranque es la venganza. Moby Dick, de Melville, El conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza, son revulsivos en esta historia que disuelven los límites entre la vida leída y la vida vivida del protagonista. A manera de un friso, donde toman la palabra las anécdotas y los sucesos a partir del candoroso Aristóteles Lozano, este personaje narra la forma en que su vida se ha transformado radicalmente. Así vemos la metamorfosis de Aristóteles en un Ari enérgico y perspicaz que, para concretar su mudanza, recurre a su experiencia como lector así como a una auténtica traición.

En el inicio, al protagonista de esta historia —pusilánime, acobardado y rezumando inocencia—, su hermano lo ha despojado de la herencia familiar, al entregarle una suma muy inferior de la que le corresponde, y él ha aceptado sin chistar. Tomar en cuenta este antecedente es fundamental para justipreciar la historia. Aristóteles se liga a una chica, Julieta, quien tiene poco o nada en común con él, pero que le gusta y con quien comparte momentos de placer extraordinario:

La actitud de Julieta, su desenfado para contar su vida sexual, la hacía más atractiva todavía, al menos a mis ojos. No sé por qué siento atracción por las mujeres problemáticas.

Pero no es la peripecia lo que más importa en El oficio de la venganza, sino su capacidad de mostrarnos el desdoblamiento de la conciencia de Aristóteles y de lo que sucede en esa realidad ficticia que funge como realidad para el personaje. A manera de El doble, de Dostoievski (otro libro sobre traición y venganza), la narración se bifurca en líneas cada vez más distantes: la manera en que se suceden las cosas y la ingenuidad del joven

Aristóteles para interpretarlas. En medio de ese desfase aparece Cristóbal San Juan, cincuentón inescrupuloso, hijo de mami, quien nunca ha dado golpe pero sigue un camino cuyas características son la deslealtad y la charada. Un personaje loco, irrefrenable, que hace cosas estrafalarias como ir a Michoacán para aprender a cocinar carnitas (¡!) y celebrar rituales espirituales. Me recuerda la máxima de La Rochefoucauld: “Siempre hay algo en nuestros enemigos que no nos desencanta del todo”. Aquí está el Oliveira más iconoclasta, que lleva a su personaje por rumbos inesperados e inclusive ominosos.  El relato contiene un toque de absurdo que dimensiona a sus personajes, como Daniel Sada hacía con algunas de sus novelas.

Asimismo, El oficio de la venganza se sustenta en un estilo que se sirve mucho de lo aforístico y, sin caer en el aleccionamiento o el sarcasmo gratuitos, ofrece reflexiones que el lector puede aceptar o no:

La paciencia es una virtud muy complicada, supone aprender a esperar mientras la vida se escapa. Y como la vida se parece a un reloj de arena imposible de voltear, no queda más que ser paciente mientras se nos cae irremediablemente el tiempo.

"No se acepta, pero es obvio que la venganza, el revanchismo y el desquite son un motor de muchas decisiones".

Dije que hay una relación con obras decimonónicas como El conde de Montecristo, de Dumas, y no lo dije de forma gratuita, pues en aquel siglo había más honestidad del hombre hacia sus sentimientos y deseos ocultos. Actualmente, quien acepte que el deseo de venganza lo mueve o determina su vida, será censurado por cualquier alma buena-ondita que ha eliminado la riqueza de emociones propia de la especie humana. No se acepta, pero es obvio que la venganza, el revanchismo y el desquite son un motor de muchas decisiones y conductas, aunque se les disfrace. No olvidemos que El corazón de las tinieblas, de Conrad, no se refiere a un corazón ajeno sino al corazón del ente social, pues el eslavo consideraba que la sociedad es criminal aunque no lo reconozca. El oficio de la venganza admite de manera crucial que seguimos actuando con instintos y que el acoso o el hostigamiento son sedimentos de los primates que (aún) somos. Nunca dejará de haber acosadores, ahora les dicen bullies, mientras algunos se resistan a defenderse hasta llegar a las últimas consecuencias:

La comida me llevó a soñar con la venganza, no es necesario ser mala persona para disfrutarla. Estoy convencido de que cobrarse las afrentas proporciona su lugar al honor. Nadie hubiera enviado aquella carta que culpaba a Edmond Dantès de conspirador a sabiendas de que dentro de aquel corazón vivía el conde de Montecristo.

“Nunca me imaginé que mi gran obra sería cobrar venganza. Esta venganza es mi catedral”, dice Aristóteles. Igual sucede en El conde de Montrecristo, donde la triquiñuela cometida por Danglars contra el joven Edmond Dantès da origen a un ser astuto:

Quizá el abandono de Julieta fue un regalo: te dejó enfrentado al vacío, al abismo, que atrae y da vértigo. ¿Y por qué fue un regalo? Porque te llevó a otra vida, jamás pasó por

tu mente que estarías tantos años en la errancia. Nunca imaginaste que rastrear igual que un sabueso te causaría placer.

L. M. Oliveira ha logrado una novela para el lector exigente, su propuesta parte de varios aciertos: como concepción de la historia; como lenguaje narrativo; como la configuración de decenas de personajes —cuya voz es  auténtica—; como la exploración de numerosas geografías y aspectos históricos de nuestro país. Con El oficio de la venganza refrenda un lugar relevante dentro de su generación y en el contexto más amplio de la literatura a la que hay que poner atención.