Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia

Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia
Por:
  • jose tomasena

En la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo, antes de que se construyera el moderno edificio nuevo donde ahora hay un Starbucks, había una estantería circular con ejemplares de Lecturas Mexicanas. Costaban diez pesos. Escogí dos: El garabato, de Vicente Leñero, y Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia. Otro día podría hablar del libro de Leñero; hoy sólo hablaré del de Ibargüengoitia. Sólo diré que cuando se publicó mi primera novela, La caída de Cobra (Tusquets, 2016) hubo gente que dijo que era una novela negra. Y como yo no sé muy bien qué es una novela negra y mucho menos si la mía lo era, pregunté: ¿Las muertas es una novela negra? ¿Los albañiles es una novela negra? Sí, me dijeron. Ah, entonces la mía también.

De Ibargüengoitia yo había leído Los pasos de López, Maten al león y Dos crímenes en las famosas ediciones de Joaquín Mortiz, con portadas de Joy Laville. Lo que encontré en Las muertas lo superaba. Ahí estaban el mismo humor, la voluntad desmitificadora, la ligereza en su mejor sentido, pero la historia a la que Ibargüengoitia había echado el ojo era mucho más extrema. ¿Cómo podía contarse algo tan sórdido desde ese punto de vista? ¿Cómo podía conciliarse algo así? Yo no lo sabía. (Aún no lo sé).

Basada en uno de los más sonados casos de nota roja de los años sesenta —el de las Poquianchis, unas matronas que regenteaban un prostíbulo en San Francisco del Rincón, Guanajuato, en cuyo corral se encontró una fosa con los cadáveres de ochenta mujeres, once hombres y varios fetos—, la novela tiene la virtud de alejarse de la crónica periodística para construir una realidad paralela. Como en toda la obra de Ibargüengoitia, aquello que llamamos realidad está ahí, en el fondo, pero desdoblado. Se parece, pero no es. La novela está construida sobre el lenguaje de un expediente judicial de un crimen —y cualquiera que haya leído un mamotreto de esos sabe que los expedientes judiciales no son un relato sobre unos hechos, sino una puesta en escena verbal en la que confluyen el lenguaje oral de los testigos, la presión invisible del que hace hablar (por medios legales o ilegales) y la jerga legaloide de jueces y ministerios públicos, todo contado por una especie de demiurgo invisible, que es el secretario del juzgado, quien tiene el poder exclusivo de convertir la oralidad en letra y, por lo tanto, de otorgarle el poder de ser verdad.

Sólo Ibargüengoitia podía reconstruir esa amalgama y convertirla en un entramado sobre la violencia, el culto a la personalidad, la lambisconería, la ignorancia, la hipocresía, la doble moral, el cochupo, la politiquería, el machismo y la sensibilidad melodramática. Cada vez que termino de leer Las muertas me queda la sensación de que el mal no es producto de algún principio extraordinario, sino que está hecho de pequeñas cosas estúpidas, como el orgullo, la necedad o la ignorancia.

A menudo fantaseo con lo que Ibargüengoitia habría podido hacer con nuestra historia reciente. ¿Se imaginan a Las muertas en los tiempos del huachicol, los feminicidios generalizados y las dos mil fosas clandestinas? Pero eso nos toca narrarlo a nosotros, me temo.