Leyendas mexicanas en Rubén Darío

Leyendas mexicanas en Rubén Darío
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Por Adolfo Castañón

I

La idea de México, con sus cráteres que vierten lavas, para frasear el poema dedicado a Díaz Mirón, brilla en la frente de Rubén Darío como una estrella. México, cuyo extremo sur colinda con Guatemala, estuvo presente desde los años mozos del joven poeta centroamericano hasta sus últimos años (recuérdese el viaje a México de 1910). México marcó a Rubén Darío (1867-1916) no sólo con sus monolitos y azulejos legendarios sino, por ejemplo, a través de aquel preceptor tan ignorado como exigente, Ricardo Contreras, a quien el poeta dedica uno de sus primeros ejercicios en verso que desatarán la censura y dictamen negativo de su maestro y que a su vez dispararán uno de los primeros poemas extensos: “A Ricardo Contreras” (véase más adelante) donde queda manifiesta su capacidad de juego y desdoblamiento irónico.

Rubén Darío tuvo muchos y muy buenos amigos en México. Es tan selecta como significativa la lista de sus amistades: Amado Nervo en primer lugar, los pintores Alfredo Ramos Martínez y Ángel Zárraga, Enrique Guerra, Fidencio Nava, Francisco A. de Icaza, Justo Sierra, Federico Gamboa y, sobre todo, el

general Bernardo Reyes, que heredará a su hijo Alfonso la devoción por el poeta. Los nombres de estos poetas, pintores, educadores, periodistas, políticos, filólogos e historiadores reflejan la versatilidad artística de Darío, la amplitud de sus intereses, presentes tanto en su poesía como en su obra en prosa.1 Desde sus años de formación, Darío había estado en contacto con México a través de las traducciones de los Poetas bucólicos griegos y las Odas de Píndaro hechas por el humanista y obispo mexicano José Ignacio Montes de Oca y Obregón (1840-1921), según informa Ernesto Mejía Sánchez.2 También consta que reconoció en el poeta Salvador Díaz Mirón (1853-1928) a uno de sus maestros en el santo oficio del verso y en la experiencia de la poesía como un arte de vida. Darío, al llegar a México, en septiembre de 1910, una de las primeras cosas que hizo, como quien realiza una peregrinación, fue visitar la casa del autor de Lascas a quien había dedicado un soneto en Azul (1888) y al que no pudo, simbólica y lamentablemente, encontrar. Darío “desde antes del viaje a Chile, en 1885, había escrito una ‘Revista literaria de Centroamérica’, la primera pieza suya que se publica en México, colaboración especial para la Revista Latinoamericana”3 dirigida por Francisco de la Fuente Ruiz, según consigna Ernesto Mejía Sánchez. A su historia con México la marca el viaje frustrado o interrumpido que hizo a estas tierras en 1910, a los 43 años. Darío sabía que este viaje era muy importante para él, hasta el punto de que desde el 15 de julio y hasta el 11 de septiembre de 1910 lleva —cosa excepcional— un Diario mexicano. No llegó finalmente a la ciudad capital a donde se le había invitado en forma oficial —por parte del gobierno nicaragüense y luego por el mexicano— a participar en las ceremonias del Centenario de la Independencia de México. No es del todo conocido que desde 1908 su amigo Justo Sierra había pensado en traerlo a México.

II

El viaje a México fue una verdadera “odisea”, como le diría a Juan B. Delgado en 1914.4 Con ese periplo el nicaragüense puso punto final a su singular itinerario diplomático y a las eventuales humillaciones por la tornadiza política exterior de su querida Nicaragua. Poco después de la aventura mexicana, a la vez ascenso triunfal y descenso a los infiernos (véase el cuento “Huitzilopoxtli”), Darío intentará suicidarse en La Habana: “Darío está con el sistema nervioso destrozado y trata de restaurarlo con whiskey and soda. La crisis culmina en los extremos de la locura e intenta arrojarse por un balcón”.5 Ese viaje pondría al desnudo a los ojos del poeta las ambigüedades del éxito mundano y político. Lo llevaría, a partir de 1910, a una aguda percepción de la condición otoñal, crepuscular, de la aventura humana. Quien haya leído las crónicas políticas de La caravana pasa6 advertirá hasta qué punto Darío era consciente de que el mundo despertaba, a principios del siglo, a la realidad de la modernización, la violencia, la uniformidad y la destrucción.

III

Al pisar las tierras alguna vez habitadas por Moctezuma, Darío cayó en “un ambiente enrarecido”, como subtitula a su exhaustivo rescate documental Darío en México Fernando Curiel.7 Llegó y no llegó, afortunadamente: quizás si hubiese sido recibido por Porfirio Díaz hubiese terminado escribiendo un poema como el desafortunado del otro embajador nicaragüense, cuyo nombre parecía un seudónimo: Santiago Argüello con versos que rayan en lo ridículo: “la gratitud de un pueblo, señor, por ti delira”.8 No fue así.

IV

“Salvador Díaz Mirón” se titula el soneto incluido por Darío al final de Azul en la sección Medallones. La compañía en que se incluye al veracruzano —Walt Withman, Catulle Mendés, Leconte de Lisle— sugiere el alto aprecio en que tenía Darío a este “poeta bárbaro”, representante del Parnaso en los trópicos —como acaso los tigres y el jaguar en la poesía de Leconte de Lisle— y cuya casa, en Xalapa, a orillas del Parque de los Berros, próxima a la casa de Sergio Pitol, lector del nicaragüense, iría a visitar durante ese peregrinaje expiatorio que fue el malhadado viaje a México.

Salvador Díaz Mirón9

Tu cuarteto es cuadriga de águilas

bravas

que aman las tempestades, los

océanos;

las pesadas tizonas, las férreas

clavas,

son las armas forjadas para tus

manos.

Tu idea tiene cráteres y vierte

lavas;

del arte recorriendo montes y

llanos,

van tus rudas estrofas jamás

esclavas,

como un tropel de búfalos

americanos.

Lo que suena en tu lira lejos

resuena,

como cuando habla el bóreas, o

cuando truena.

¡Hijo del Nuevo Mundo!, la

Humanidad

oiga, sobre la frente de las

naciones

la hímnica pompa lírica de tus

canciones

que saludan triunfantes la

Libertad.

V

Las experiencias relacionadas con México y con los mexicanos están ligadas de alguna manera con la idea ambivalente de una utopía: la unión centroamericana, un motivo que se declinará desde los poemas precoces de la juventud hasta los de madurez del nicaragüense. Cierto, México y América Central como tales son invenciones muy posteriores a ese continuo que representó la región desde los tiempos antiguos de los mayas y de los nahuas. Desde ese pasado remoto los dioses acechan, parecería decir Darío en el poema titulado “Tutecotzimí”. El poeta y el arqueólogo se dan la mano en esta fantasía que se resuelve como un viaje al pasado remoto iluminado por los relámpagos de la leyenda. Hay que decir que en aquellos años los estudios sobre el pasado prehispánico realizados en España y la América española eran más bien contados. Recuérdese que Alfonso Reyes se vio obligado a traducir del inglés de Daniel Brinton, revisado por José María Vigil, los poemas de Netzahualcóyotl que cita en Visión de Anáhuac (1519) (1915). Todavía están por esclarecer las fuentes que podía tener Rubén Darío acerca de las culturas prehispánicas. El poema narra la muerte del rey náhuatl (Cuaucnichin, quien se había permitido ofrecer sangre humana en un sacrificio) a manos del héroe Tekij y de sus huestes que lo apedrean hasta que muere. Al término de la ejecución de Cuaucnichin por los pipiles conducidos por Tekij se dice:

Cuando el grito feroz

de los castigadores calló y el jefe

odiado

en sanguinoso fango quedó

despedazado,

vióse pasar un hombre en altavoz

un canto mexicano. Cantaba cielo

y tierra,

alababa a los dioses, maldecía la

guerra.

Llamáronle: —“¿Tú cantas paz y

trabajo?” —“Sí”.

—“Toma el palacio, el campo,

carcajes y huepiles,

celebra a nuestros dioses, dirige a

los pipiles!

Y así empezó el reinado de

Tutecotzimí.10

Ese reino de paz y concordia, ha sido sepultado por la historia y el progreso; le toca al poeta-arqueólogo exhumarlo con su palabra. Pero esa exhumación es, más que una utopía, una suerte de exvoto poético. En el poema aparece un cenzontle cuyo canto “deleitó al soberbio príncipe Moctezuma” “y Netzahualcóyotl el poeta se inspira.”

Desde el mirador de este poema “Tutecotzimí”, se entiende mejor el tercer párrafo de las “Palabras liminares” de Prosas profanas: “... si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenque y en Utatlán, en el indio legendario y en el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman”.11 Si en esas mismas palabras liminares, Darío le confiesa a su abuelo: “mi esposa es de mi tierra, mi querida de París”, habría que recordar que muchos de los mejores amigos que tuvo Darío los encontró en París,

y que no pocos eran mexicanos. Tal es el caso de Amado Nervo que colaboró con él y de cuya hermana era el crucifijo con el cual moriría,12 y a quien Darío le dedicó un poema:

Amado Nervo13

Amado es la palabra en que amar

se concreta;

Nervo es la vibración de los

nervios del mal.

Bendita sea, y pura la canción del

poeta

que lanzó sin pensar su frase de

cristal.

Fraile de mis suspiros, celeste

anacoreta

que tienes en blancura la azúcar

y la sal:

¡muéstrame el lirio puro que

sigues en la veta

y hazme escuchar el eco de tu

alma sideral!

Generoso y sutil como una

mariposa,

encuentra en mí la miel de lo que

soy capaz

y goza en mí la dulce fragancia de

la rosa.

No busques en mis gestos el alma

de mi paz;

quiere lo que se aquieta, busca lo

que reposa,

¡y ten como una joya la perla de

la Paz!

(París, 1900.)

Darío también escribió algunas líneas de su ensayo sobre los hispanoamericanos en París dedicadas al poeta nayarita. A su vez, Nervo escribiría a la muerte de Darío un poema y llevaría su amistad hasta la fraterna cortesía póstuma de ocuparse de su viuda Francisca Sánchez, la hija del jardinero de Alfonso XIII (al parecer Darío mismo fue, en su juventud, en Argentina, jardinero, según noticia de Roberto Alífano, el amanuense de Borges). Amado Nervo, Rubén Darío y Francisca Sánchez convivieron fraternalmente en París en la época en que Nervo estuvo en esa ciudad: “Aquella incómoda circunstancia de ser pareja de tres pronto se tornó en afectuosa compañía, pues Amado nada más llegar la trataba como a una verdadera princesa [...] El mexicano se convirtió en una especie de primo, o hermano de ultramar que se desvivía en afecto y muestras de cariño constantes con la pareja”.14 Dice Nervo sobre Rubén:

Ha muerto Rubén Darío:

¡el de las piedras preciosas!

Hermano, cuántas veces tu espíritu

y el mío

unidos para el vuelo cual dos alas

ansiosas,

sondar quisieron ávidos el Enigma

sombrío,

más allá de los astros y de las

nebulosas.

Ha muerto Rubén Darío:

¡el de las piedras preciosas!

¡Cuántos años intensos junto al

Sena vivimos,

engarzando en el oro de un común

ideal

los versos juveniles que, a veces,

brotar vimos

como brotan dos rosas a un tiempo

en un rosal!

Hoy, ya tu vida, inquieta cual

torrente bravío

en el Piélago arcano desembocó; ya

posas

las plantas errabundas en el islote

frío

que pintó Böcklin... ¡ya sabes todas

las cosas!

Ha muerto Rubén Darío:

¡el de las piedras preciosas!

La amistad de Rubén Darío con Amado Nervo fue más allá de la camaradería y complicidad en París: resultó de ese intercambio fervoroso un vaivén polinizador que fue por demás fecundo para el desarrollo del Modernismo.

Darío se hizo presente en México a través de Nervo junto con toda la legión de Los raros y otros autores afines. Los raros, como ha señalado Pedro Lastra, no es un libro arbitrario: está compuesto como una delicada maquinaria en la cual se da un “sistema de correspondencias.”15 Además el redescubrimiento de España que hace Darío en sus ensayos de aquella época, es decir, la posterior a “La guerra del 98 y sus consecuencias americanas originan una corriente temática de gran fuerza, que va desde el libro acusatorio hasta la dolida nota lírica”.16 Nervo los divulgó. Entre ambos crearon una red tan perdurable como capaz de producir ondas y resonancias más allá de los individuos, las fronteras y el tiempo. En cierto modo, en esa amistad queda sellada la actualidad ética, estética, religiosa y política del Modernismo. Amado Nervo dio testimonio de sus andanzas parisinas con Rubén Darío, de quien dejó un limpio retrato a lápiz:

Conversaba yo y burilaba al propio tiempo en mi imaginación la figura del nicaragüense. Alto, blanco, robusto: cabello corto de un castaño obscuro, ojos pequeños absolutamente inexpresivos, nariz ancha e irregular, toda la barba bien cuidada, pero dibujada mal; toilette meticulosa; arrugados los guantes en una mano. Voilà l’homme.

Hablaba lentamente, con cierta dificultad, en voz baja y apagada, sin gesticulaciones. Un gran tranquilo: a lo más el subrayado de una peculiar aspiración de la poderosa nariz de abiertas alas.17

Además, no sólo estuvo Nervo con Rubén Darío, sino que de cierto modo compartió con él la misma cruzada literaria: muchos de los autores incluidos en Los raros o mencionados por Darío fueron también trabajados por Nervo y sería interesante ver hasta qué punto sus obras dibujan un horizonte compartido: ese horizonte es una de las semillas del Modernismo.

La de Amado Nervo fue quizá, junto con la del pintor Alfredo Ramos Martínez, una de las amistades mexicanas más sólidas que tuvo el nicaragüense, además de las de Justo Sierra, Bernardo Reyes, Federico Gamboa. Les dedicó a ellos algunos textos que son significativos tanto de Darío mismo como de la amplitud de la cultura hispanoamericana que estaba en juego entre ellos.

La “Salutación del optimista” de Cantos de vida y esperanza fue uno

de los poemas más citados, conocidos y aclamados de Rubén Darío en México; y consta, por Alfonso Reyes, que el general se sabía de memoria el poema y hasta lo tenía subrayado. Así lo demuestra el ejemplar que conserva la Capilla Alfonsina de ese libro y que he podido ver gracias a la gentileza de Minerva Margarita Villareal. Esto significa que al menos una parte de la elite porfiriana compartiría las ideas americanas de José Enrique Rodó y que, en consecuencia, comulgaba con el ideario americano del Ateneo de la Juventud.

Salutación

del optimista18

Ínclitas razas ubérrimas, sangre de

Hispania fecunda,

espíritus fraternos, luminosas

almas, ¡salve!

Porque llega el momento en que

habrán de cantar nuevos himnos

lenguas de gloria. Un vasto rumor

llena los ámbitos;

mágicas ondas de vida van

renaciendo de pronto;

retrocede el olvido, retrocede

engañada la muerte,

se anuncia un reino nuevo, feliz

sibila sueña,

y en la caja pandórica de que tantas

desgracias surgieron

encontramos de súbito, talismática,

pura, rïente,

cual pudiera decirla en sus versos

Virgilio divino,

la divina reina de luz, ¡la celeste

Esperanza!

La celebración de España o de los valores de España en América debe leerse en el marco de los ensayos y artículos que Darío escribió en su España contemporánea y la “Salutación del optimista” debe leerse en consecuencia en el horizonte regeneracionista en que se bañan muchos de los autores de la generación del 98. Acaso también esta salutación merecería un ejercicio de contrastes intertextuales con la “Oda a Colón”. Una misma fiebre hispánica los recorre.

Aparte de haber recreado pormenorizadamente el viaje a México de Rubén Darío, Alfonso Reyes ha dejado testimonio de que su padre, el general Bernardo, era amigo personal de Darío, y lo sorprendió alguna vez recitando de memoria esas estrofas. Al preguntar a Reyes, el poeta costarricense Alfredo Cardona Peña sobre Cantos de vida y esperanza, Reyes le contesta:

Mi querido poeta Alfredo Cardona Peña: Muy gustosamente contesto su carta del 23 de mayo.

Con Cantos de vida y esperanza (1905) se inicia prácticamente la etapa en que Rubén Darío —dominada ya la linda música de las Prosas profanas, que atrajo a tantos “modernistas”— entra en la música discordante y adquiere aquel tono personal que nadie tratará de imitar.

El libro evoca para mí uno de los recuerdos más gratos. Por entonces yo estudiaba en la Preparatoria de México y vivía al lado de mi hermano Rodolfo. Aún no leía esta obra de Darío ni tenía noticia de su aparición. Fui de vacaciones a Monterrey. En la capital había yo dejado un ambiente de desconfianza e incomprensión para la nueva poesía. Aún no empezaba yo a frecuentar el mundo literario y sólo me llegaban opiniones de gente no responsable, que hacía sorna de cuanto no fuera Peza o Plaza, a lo sumo Flores (y Flórez). He aquí que mi padre me recibe recitando de memoria la Salutación del optimista y “Yo soy aquel que ayer no más decía”... Aunque siempre me había yo sentido cerca de mi padre, en muchas de mis aficiones, no esperaba yo estar tan cerca. ¡Y mi padre no era “intelectual”, ni pretendía estar al tanto de las modas! Le guiaba su genio y su instinto. Aún conservo, con anotaciones de su puño y letra, el ejemplar de los Cantos que de él heredé. Lo conservo con la emoción y la alegría de este entendimiento cordial entre dos generaciones a cuarenta años de distancia. Mi padre conoció personalmente a Rubén Darío en París, por 1911. Éste lo menciona con gratitud en su libro autobiográfico y, cuando mi padre murió, en 1913, le consagró una expresiva página, comparándolo con los capitanes romanos de Shakespeare. Todo esto dicen para mí los Cantos de vida y esperanza.

Junio de 1955.19

Tanto los tramos de la autobiografía de Darío relativos a México como las páginas escritas por el nicaragüense sobre el general Bernardo Reyes, “Shakespeare en la política hispanoamericana”, deben recordarse.20

VI

El derecho divino de los Reyes que alimenta el sueño de los poetas se refleja en la página “La tumba de los nuevos Átridas”, escrita por Darío al visitar en Viena, Austria, la Iglesia de los Capuchinos, el lugar donde se alojan los sarcófagos y “duermen su eterno sueño Maximiliano, el emperador de la barba de oro, el del cerro de las campanas” y otros descendientes de “la familia misteriosa y fatídica”. Darío se detiene ante el sarcófago del emperador y dice: “aquí reposan, en la paz de la muerte el que estaba destinado a seguir la corona de los emperadores de Austria y de los reyes de Hungría”.21 Un pulso romántico sobrevuela como un águila estas líneas.

VII

“Huitzilopoxtli” es quizá uno de los últimos cuentos escritos por Rubén Darío. Sabemos de cierto que esta fábula sobre el “Colibrí del sur” escrita por el nicaragüense fue publicada después de la breve pero lamentablemente memorable experiencia mexicana del poeta durante la cual llegó sin llegar a México, como quien trata de despertar de un mal sueño y no puede. México fue para Darío una región misteriosa, la legendaria donde habían reinado Moctezuma y Maximiliano, la región gobernada por el general Porfirio Díaz. Desde Veracruz, Xalapa, el pueblo de Teocelo, quizá Darío pudo atisbar o entrever, en lo alto de los carros

triunfales que desfilaron en su honor en el puerto, el viento de la violencia que recorrería a México durante los años de la Revolución. Darío no era solamente un “animal poético”; también era un “animal político”, según se desprende tanto del “Coloquio de los centauros” como de la visión que tiene Darío de la política mundial en las últimas entregas de La caravana pasa. La historia contada por Darío —la de un periodista extranjero, “Mister Perhaps”, desaparecido y sacrificado en el altar de una antigua deidad— parecería derivada de alguna narración de Valle-Inclán (muy amigo y lector de Darío), y en particular de Tirano Banderas (1926), obra escrita mucho después de la muerte de Darío; el cuento es, además, un ejemplo de esa lengua criolla cuyo ideal anima ciertos textos de Darío, así en prosa como en verso, y que llegará al socaire de nuestros días en el idioma encantado de las obras de Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis y La fábula de las regiones de Alejandro Rossi. Raimundo Lida, el investigador que descubrió el texto y lo comentó, dice de esta pequeña leyenda gótica de tierra caliente:

El narrador de Huitzilopoxtli, testigo del horrendo sacrificio a la diosa indígena, podrá explicarlo y descartarlo todo como efecto del aguardiente y de la mariguana. Sentimos que no es el narrador-testigo el personaje de más peso en el relato, sino ese Padre Reguera a quien Darío hace en cierto modo portavoz de sus propias “ideas” sobre la supervivencia de los primitivos en América.

Es cierto que muy probablemente estas “ideas” de Darío no sean sino creencias, supersticiosas sobrevivencias de la leyenda negra que quizá los antropólogos modernos podrían desmentir, pero el punto que subsiste es el de su avasalladora fuerza poética y narrativa que revela la conexión profunda que tenía Darío con el suelo y el subsuelo hispanoamericano, centroamericano y mexicano, y su compromiso con el desarrollo de una escritura y literatura criolla. Los nombres de Ambrose Bierce y de José Juan Tablada aparecen en la imaginación de este lector. Desde los parajes de los bosques tropicales de Teocelo, cerca de Xalapa, en las puertas del sur de México, seguramente Rubén Darío pudo ver cómo se prolongaban en el presente las sombras fantasmales que entrevió de niño en Nicaragua, arraigados espectros del subsuelo que comunica a México con Centroamérica y, más allá, con toda Hispanoamérica. Bien lo sabía Rubén, lector de Las tradiciones peruanas de Ricardo Palma y de la prosa criolla de Valle-Inclán. Al hablar Darío sobre Valle-Inclán, no puede sino hablar de México y decir que aquí “manda el legendario y justamente alabado por Tolstoi, general Porfirio Díaz”.22 Por cierto, y para concluir, resulta dudosa la cita sobre el

general Porfirio Díaz, encomiado por

el autor de La guerra y la paz. La traductora mexicana de Leon Tolstoi Selma Ancira ha buscado exhaustiva e inútilmente en sus obras completas en ruso y en el archivo de este autor en Moscú esa referencia de la cual ya dudaba Alfonso Reyes en una tarjeta postal a Pedro Henríquez Ureña, donde se menciona precisamente a Valle-Inclán: “¿Quieres enviarme cuantas noticias tengas sobre el fraude opinión Tolstoi on Porfirio Díaz? Aquí Valle-Inclán ha incurrido en eso.”23 Rubén Darío nos lleva lejos por la

historia de México como puede

leerse en el cuento “Huitzilopoxtli”, una pieza narrativa que, no por estar fraguada a partir de lugares comunes, parcialmente vigentes como cualquier tópico, deja de tener plástica eficiencia. La eficiencia de los sueños en torno al carácter terrible del subsuelo prehispánico que trasmina en las letras americanas hasta Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco. Pero no sería posible cerrar esta exposición sin evocar un antiguo cantar mexicano sobre “El mito del nacimiento de Huitzilopochtli”, traducido directamente del náhuatl por Miguel León-Portilla a partir del libro III, capítulo I del Códice florentino:

Y este Huitzilopochtli, según se

decía,

era un portento,

porque con solo una pluma fina,

que cayó en el vientre de su madre

Coatlicue,

fue concebido.

Nadie apareció jamás como su

padre.

A él lo veneraban los mexicas,

le hacían sacrificios,

lo honraban y servían.

Y Huitzilopochtli recompensaba

a quien así obraba.

Y su culto fue tomado de allí,

de Coatépec, la montaña de la

serpiente,

como se practicaba desde los

tiempos antiguos.24

HUITZILOPOXTLI

Leyenda mexicana¹

RUBÉN DARÍO

Tuve que ir, hace poco tiempo, en una comisión periodística, de una ciudad frontera de los Estados Unidos, a un punto mexicano en que había un destacamento de Carranza. Allí se me dio una recomendación y un salvoconducto para penetrar en la parte de territorio dependiente de Pancho Villa, el guerrillero y caudillo militar formidable. Yo tenía que ver un amigo, teniente en las milicias revolucionarias, asegurándome que nada tendría que temer durante mi permanencia en su campo.

Hice el viaje, en automóvil, hasta un poco más allá de la línea fronteriza en compañía de míster John Perhaps, médico, y también hombre de periodismo, al servicio de diarios yanquis, y del Coronel Reguera, o mejor dicho, el Padre Reguera, uno de los hombres más raros y terribles que haya conocido en mi vida. El Padre Reguera es un antiguo fraile que, joven en tiempo de Maximiliano, imperialista, naturalmente, cambió en el tiempo de Porfirio Díaz de Emperador sin cambiar en nada de lo demás. Es un viejo fraile vasco que cree en que todo está dispuesto por la resolución divina. Sobre todo, el derecho divino del mando es para él indiscutible.

—Porfirio dominó —decía— porque Dios lo quiso. Porque así debía ser.

—¡No diga macanas! —contestaba míster Perhaps, que había estado en la Argentina.

—Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la Divinidad... ¡Al que no respeta el misterio se lo lleva el diablo! Y Porfirio nos hizo andar sin sotana por las calles. En cambio Madero...

Aquí en México, sobre todo, se vive en un suelo que está repleto de misterio. Todos esos indios que hay no respiran otra cosa. Y el destino de la nación mexicana está todavía en poder de las primitivas divinidades de los aborígenes. En otras partes se dice: “Rascad... y aparecerá el...” Aquí no hay que rascar nada. El misterio azteca, o maya, vive en todo mexicano por mucha mezcla social2 que haya en su sangre, y esto en pocos.

—Coronel, ¡tome un whiskey! —dijo míster Perhaps, tendiéndole su frasco de ruolz.3

—Prefiero el comiteco —respondió el Padre Reguera, y me tendió un papel con sal, que sacó de un bolsón, y una cantimplora llena del licor mexicano.

Andando, andando, llegamos al extremo de un bosque, en donde oímos un grito: “¡Alto!” Nos detuvimos. No se podía pasar de ahí. Unos cuantos soldados indios, descalzos, con sus grandes sombrerones y sus rifles listos, nos detuvieron.

El viejo Reguera parlamentó con el principal, quien conocía también al yanqui. Todo acabó bien. Tuvimos dos mulas y un caballejo para llegar al punto de nuestro destino. Hacía luna cuando seguimos la marcha. Fuimos paso a paso.

De pronto exclamé dirigiéndome al viejo Reguera:

—Reguera, ¿cómo quiere que le llame, Coronel o Padre?

—¡Como la que lo parió! —bufó el apergaminado personaje.

—Lo digo —repuse— porque tengo que preguntarle sobre cosas que a mí me preocupan bastante.

Las dos mulas iban a un trotecito regular, solamente míster Perhaps se detenía de cuando en cuando a arreglar la cincha de su caballejo, aunque lo principal era el engullimiento de su whiskey.

Dejé que pasara el yanqui adelante, y luego, acercando mi caballería a la del Padre Reguera, le dije:

—Usted es un hombre valiente, práctico y antiguo. A usted le respetan y lo quieren mucho todas estas indiadas. Dígame en confianza: ¿es cierto que todavía se suelen ver aquí cosas extraordinarias, como en tiempos de la conquista?

—¡Buen diablo se lo lleve a usted! ¿Tiene tabaco?

Le di un cigarro.

—Pues le diré a usted. Desde hace muchos años conozco a estos indios como a mí mismo, y vivo entre ellos como si fuese uno de ellos. Me vine aquí muy muchacho, desde en tiempo de Maximiliano. Ya era cura y sigo siendo cura, y moriré cura.

—¿Y...?

—No se meta en eso.

—Tiene usted razón, Padre; pero sí me permitirá que me interese en su extraña vida. ¿Cómo usted ha podido ser durante tantos años sacerdote, militar, hombre que tiene una leyenda, metido por tanto tiempo entre los indios, y por último aparecer en la Revolución con Madero? ¿No se había dicho que Porfirio le había ganado a usted?

El viejo Reguera soltó una gran carcajada.

—Mientras Porfirio tuvo a Dios, todo anduvo muy bien; y eso por doña Carmen...

—¿Cómo, Padre?

—Los de la tierra...

—¿Pero usted cree en ellos?

—Calla, muchacho, y tómate otro comiteco.

—Invitemos —le dije— a míster Perhaps, que se ha ido ya muy delantero.

—¡Eh, Perhaps! ¡Perhaps!

No nos contestó el yanqui.

—Espere —le dije—, Padre Reguera; voy a ver si lo alcanzo.

—No vaya —me contestó mirando al fondo de la selva—. Tome su comiteco.

El alcohol azteca había puesto en mi sangre una actividad singular. A poco andar en silencio, me dijo el Padre:

—Si Madero no se hubiera dejado engañar...

—¿De los políticos?

—No, hijo; de los diablos...

—¿Cómo es eso?

—Usted sabe.

—Lo del espiritismo...

—Nada de eso.4 Lo que hay es que él logró ponerse en comunicación con los dioses viejos...

—¡Pero, Padre...!

—Sí, muchacho, sí, y te lo digo porque, aunque yo diga misa, eso no me quita lo aprendido por todas esas regiones en tantos años... Y te advierto una cosa: con la cruz hemos hecho aquí muy poco, y por dentro y por fuera el alma y las formas de los primitivos ídolos nos vencen... Aquí no hubo suficientes cadenas cristinas para esclavizar a las divinidades de antes; y cada vez que han podido, y ahora sobre todo, esos diablos se muestran.

Mi mula dio un salto atrás, toda agitada y temblorosa; quise hacerla pasar y fue imposible.

—Quieto, quieto —me dijo Reguera.

Sacó su largo cuchillo y cortó de un árbol un varejón, y luego con él dio unos cuantos golpes en el suelo.

—No se asuste —me dijo—; es una cascabel.

Y vi entonces una gran víbora que quedaba muerta a lo largo del camino. Y cuando seguimos el viaje, oí una sorda risita del cura...

—No hemos vuelto a ver al yanqui —le dije.

—No se preocupe; ya le encontraremos alguna vez.

Seguimos adelante. Hubo que pasar a través de una gran arboleda tras la cual oíase el ruido del agua en una quebrada. A poco: “¡Alto!”

—¿Otra vez? —le dije a Reguera.

—Sí —me contestó—. Estamos en el sitio más delicado que ocupan las fuerzas revolucionarias. ¡Paciencia!

Un oficial con varios soldados se adelantaron. Reguera les habló y oí contestar al oficial:

—Imposible pasar más adelante. Habrá que quedar ahí hasta el amanecer.

Escogimos para reposar un escampado bajo un gran ahuehuete.

De más decir que yo no podía dormir. Yo había terminado mi tabaco y pedí a Reguera.

—Tengo —me dijo—, pero con mariguana.

Acepté, pero con miedo, pues conozco los efectos de esa yerba embrujadora, y me puse a fumar. En seguida el cura roncaba y yo no podía dormir.

Todo era silencio en la selva, pero silencio temeroso, bajo la luz pálida de la luna. De pronto escuché a lo lejos como un quejido largo y aullante, que luego fue un coro de aullidos. Yo ya conocía esa siniestra música de las selvas salvajes: era el aullido de los coyotes.

Me incorporé cuando sentí que los clamores se iban acercando. No me sentía bien y me acordé de la mariguana del cura. Si sería eso...

Los aullidos aumentaban. Sin despertar al viejo Reguera, tomé mi revólver y me fui hacia el lado en donde estaba el peligro.

Caminé y me interné un tanto en la floresta, hasta que vi una especie de claridad que no era la de la luna, puesto que la claridad lunar, fuera del bosque, era blanca, y ésta, dentro, era dorada. Continué internándome hasta donde escuchaba como un vago rumor de voces humanas alternando de cuando en cuando con los aullidos de los coyotes.

Avancé hasta donde me fue posible. He aquí lo que vi: un enorme ídolo de piedra, que era ídolo y altar al mismo tiempo, se alzaba en esa claridad que apenas he indicado. Imposible detallar nada. Dos cabezas de serpiente, que eran como brazos o tentáculos del bloque, se juntaban en la parte superior, sobre una especie de inmensa testa descarnada, que tenía a su alrededor una ristra de manos cortadas, sobre un collar de perlas, y debajo de eso, vi, en vida de vida, un movimiento monstruoso. Pero ante todo observé unos cuantos indios, de los mismos que nos habían servido para al acarreo de nuestros equipajes, y que silenciosa y hieráticamente daban vueltas alrededor de aquel altar viviente.

Viviente, porque fijándome bien, y recordando mis lecturas especiales, me convencí de que aquello era un altar de Teoyaomiqui, la diosa mexicana de la muerte. En aquella piedra se agitaban serpientes vivas, y adquiría el espectáculo una actualidad espantable.

Me adelanté. Sin aullar, en un silencio fatal, llegó una tropa de coyotes y rodeó el altar misterioso. Noté que las serpientes, aglomeradas, se agitaban; y al pie del bloque ofídico, un cuerpo se movía, el cuerpo de un hombre. Míster Perhaps estaba allí.

Tras un tronco de árbol yo estaba en mi pavoroso silencio. Creí padecer una alucinación; pero lo que en realidad había era aquel gran círculo que forma[ba]n esos lobos de América, esos aullantes coyotes más fatídicos que los lobos de Europa.

Al día siguiente, cuando llegamos al campamento, hubo que llamar al médico para mí.

Pregunté por el Padre Reguera.

—El Coronel Reguera —me dijo la persona que estaba cerca de mí— está en este momento ocupado. Le faltan tres por fusilar.