Martín Luis Guzmán: el cine de la revolución

Martín Luis Guzmán: el cine de la revolución
Por:
  • daniel zavala

... la composición será ver con la vista

de la imaginación el lugar corpóreo, donde se halla la cosa que quiero contemplar.

IGNACIO DE LOYOLA

En apariencia, escribir sobre Martín Luis Guzmán y el cine es únicamente recordar la versión para el celuloide de La sombra del Caudillo, dirigida por Julio Bracho en 1960. Y no es un recuerdo menor, dada la leyenda que se forjó en torno a la cinta: enlatada por iniciativa del gobierno antes de ser estrenada, fue considerada durante tres decenios la película maldita del cine mexicano.

Para finales de la década de 1950, periodo del rodaje, Guzmán era un novelista ampliamente reconocido: miembro de número desde 1954 de la Academia Mexicana de la Lengua (a cuyo discurso de ingreso asistió el propio presidente en turno, Adolfo Ruiz Cortines); ganador, en 1958, del Premio Nacional de Literatura; funcionario del gobierno de Adolfo López Mateos, como primer director de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos (fundada en 1959)... Así pues, sorprende la censura de una película dirigida, además, por un cineasta del prestigio de Julio Bracho, miembro de la generación que hizo posible la Época de Oro del cine mexicano. Y entre los actores que participaron en la cinta se tiene a algunos de muy reconocida trayectoria, como Ignacio López Tarso, Carlos López Moctezuma y Tito Junco. Y, sin embargo, la copia que se iba a proyectar para el estreno comercial en México (una vez que fue galardonada en un festival realizado en Checoslovaquia) desapareció horas antes de la sala. Ninguna de las otras once copias que al parecer existían (dos de ellas, en poder de López Mateos) se usó para sustituir la robada.

Finalmente, la película llegó a los cines en 1990, durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Se postula que el principal responsable de la censura fue el Secretario de la Defensa Nacional, general Agustín Olachea (quien habría argumentado que La sombra del Caudillo denigraba a la institución del ejército mexicano); aunque éste, años después, señaló al entonces secretario de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz, como el artífice de la prohibición. Se dice que la película fue reevaluada durante la década de 1960 y 1980, pero la interdicción se mantuvo.

A pesar de lo que creemos de manera general, Martín Luis Guzmán había iniciado sus vínculos con el cine desde décadas antes. En 1915, durante su primer exilio madrileño, publicó en el semanario España algunas reseñas de estrenos fílmicos. Las colaboraciones fueron realizadas en conjunto con Alfonso Reyes, bajo el seudónimo de Fósforo, y a invitación de José Ortega y Gasset. El autor de Visión de Anáhuac escribió hacia 1950 sobre las recensiones de su compañero: “Martín Luis Guzmán ha reunido sus notas al final de su libro: A orillas del Hudson [1917]. Cuando salió de Madrid, no volvió a ocuparse del cine”.1 Pero la afirmación, unos años después, ya no sería del todo exacta: Guzmán publicó en 1959 Islas Marías, novela y drama. Guión para una película. Éste nunca fue rodado.

Para mí, hay dos textos que nos dan la medida de su extraordinaria valoración del séptimo arte. El primero es un capítulo de El águila y la serpiente: “La película de la Revolución”. En éste se relata un episodio durante la Convención de Aguascalientes: una noche, se va a proyectar un film para los delegados. Guzmán y otros compañeros se encontraban de paseo por la ciudad cuando se enteraron de que comenzaría el espectáculo. Al arribar, el teatro ya estaba colmado por los convencionistas en pleno: “Los pasillos estaban rebosantes, llenos los palcos hasta el remate de las columnas, pletórico el foso de la orquesta”.2

Uno de los amigos del novelista, Lucio Blanco, comentó que detrás de la pantalla de tela también podría mirarse la proyección. Y sugirió instalarse en las mejores butacas disponibles entre los trebejos de la utilería. Ya en sus asientos, las líneas siguientes son un auténtico prodigio de la narrativa de la Revolución y un emblema del genio de Martín Luis Guzmán: detrás de las bambalinas —testigo privilegiado desde un sitio oculto pero estratégico—, nos entrega la estampa de la muchedumbre en armas durante la función que está a punto de comenzar.

Mientras las luces se mantenían encendidas, nos describe gritos y carcajadas, silbidos y pataleos, apóstrofes e insultos. Pero cuando la iluminación se suspende, poco a poco se va haciendo el silencio:

No muy buena ni muy nueva, la máquina de proyección comunicó a la sala sus trepidaciones. En la pantalla vibraban algo las figuras humanas hechas de sombra y luz. Pero el ruido del aparato no importaba: ahora la atención libre del oído, vivía presa del ojo.3

El narrador nos retrata enseguida la entrada a cuadro de Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Francisco Villa y sus ejércitos. Ante las respectivas apariciones, se sucedían los vítores de apoyo o los aullidos de censura. Y así: “Durante cerca de una hora, o acaso más, se prolongó el desfile de los adalides revolucionarios y sus huestes, nimbados por la luminosidad del cinematógrafo y por la gloria de sus hazañas”.4

[caption id="attachment_857703" align="alignright" width="255"] Diego Rivera, Retrato de Martín Luis Guzmán, óleo sobre tela, 1915. Fuente: pinterest.com[/caption]

Sin embargo, minutos después el espectáculo iba a tomar un curso inesperado: “Nosotros [apunta Guzmán] no vimos el final de la película, porque, intempestivamente, sucedió algo que nos hizo salir a escape del lugar que ocupábamos detrás del telón”. Conforme avanzó la proyección, los ánimos anticarrancistas se fueron caldeando cada vez más. Y, finalmente, al proyectarse una escena donde se veía a Carranza entrando a caballo a la Ciudad de México, la animadversión culminó con dos disparos. El narrador describe:

Ambos proyectiles atravesaron el telón, exactamente en el lugar donde se dibujaba el pecho del Primer Jefe, y vinieron a incrustarse en la pared, uno a medio metro por encima de Lucio Blanco, y el otro, más cerca aún, entre la cabeza de Domínguez y la mía.

El otro texto de Guzmán, que estimo por sus virtudes fílmicas, lo encontramos en La sombra del Caudillo. Sobre esta novela se ha comentado, más que sus características cinematográficas, la puesta en escena de México como un oscuro teatro de la política, con el general Ignacio Aguirre como un personaje que con su sacrificio alcanzará al final la estatura de los héroes de la tragedia griega. Y el pasaje que quiero destacar es el aterrador secuestro de Axkaná González y su viaje en vehículo, donde lo llevan vendado y tirado en el piso.

Cuando el auto se pone en movimiento, el diputado se apresta para recomponer el trayecto, auxiliado de una increíble imaginación visual:

Vagos resplandores, perceptibles a pesar de la venda que le apretaba los párpados, le hicieron presumir que el coche pasaba de la calle de Florencia al Paseo de la Reforma; y como, a la vez, su cuerpo se desplazó de modo que indicaba un viraje a la derecha, a partir de ese momento se dispuso a seguir con la imaginación —con la imaginación ayudada del oído y del sentido de los músculos— la ruta por donde lo llevaban.5

Si en “La película de la Revolución”, con el apagar de las luces el ojo es cautivado por el espectáculo que se le va a exhibir, en el párrafo anterior el raptado no se resigna a estar desprovisto de la vista y se prepara para llevar hasta su último límite el sentido del tacto y del oído:

Adivinó más allá el paso a nivel sobre las vías de la estación de Colonia... “Ahora debemos ir por Sadi Carnot”... “Ahora por las Artes”... “Ahora por la Industria”... Nueva curva a la izquierda, más amplia que las últimas, vino a confirmarlo en la hipótesis de que pasarían de la calle de la Industria a la de la Tlaxpana... Llegaban —lo reconoció en el suavísimo ascender de una pendiente— al cruce de la Tlaxpana con la calzada de la Verónica... Rápido viraje del coche hacia el sur... Corrían por la calzada rumbo a Chapultepec: el auto, al salvar los baches, brincaba repetidamente.6

Aunque privado de la guía imprescindible del ojo, a mi juicio hay pocas escenas en la literatura mexicana donde lo visual se manifieste de una manera tan poderosa, donde la ciudad sea un paisaje tan vívido y tangible. Y es que si La sombra del Caudillo tiene como punto de partida la tradición del realismo decimonónico, con estas líneas definitivamente logra trascenderlo de una forma inimaginada. Después de este episodio, ¿es posible para los críticos hablar con idéntico aparato conceptual del realismo en nuestras letras?; ¿o para los autores nacionales emplearlo del mismo modo luego de este tour de force?; ¿cómo resolvería un director el problema técnico de filmar esta escena donde, sin el auxilio de la mirada, debe mostrarse con toda fidelidad el paisaje urbano? José Revueltas escribió uno de los máximos elogios para el genio de Chihuahua: “Los novelistas rusos del XIX afirmaban que todos ellos descendían de ‘El capote’, el relato de Gogol. En el mismo sentido puede decirse que toda la prosa narrativa mexicana moderna desciende de la obra de Martín Luis Guzmán, sin exageración alguna”. De hecho, admiró a tal grado su única novela que —según testimonio de Efraín Huerta— Revueltas soñaba “con debutar filmando La sombra del caudillo [sic]... Y lo quiere así, sabiendo que no se la dejarán hacer”.7

Ese pasaje, además, nos permite establecer —de manera voluntaria o involuntaria— una comparación con otro de los secuestros en la novela. Estoy hablando del momento en que el general Ignacio Aguirre es trasladado en su Cadillac al paraje de la carretera donde se le va a asesinar. Durante el trayecto, sólo puede mirar hacia el frente, pues las cortinillas de las ventanas laterales han sido corridas por sus captores. Y, como si viera por vez primera, se asombra de las maravillas de la naturaleza que tiene delante de sí: “Nunca hasta esa hora había descubierto Aguirre que tal interés pudiera encerrarse en la armonía de las formas y los colores. Lamentó por un momento, sin pretenderlo, la ligera miopía de uno de sus ojos”.8 Al menos en esos dos momentos de La sombra del Caudillo, las diferencias son radicales: mientras el militar se conduele de su mínimo defecto visual, Axkaná dio una verdadera lección de coraje cuando con la imaginación se inventa una mirada imposible de apresar.

Es innegable la modernidad de la obra de Martín Luis Guzmán. Y no lo digo sólo por incluir alusiones al séptimo arte en sus dos obras mayores o por haber escrito un guión para el cine. Creo que el final de “La película de la Revolución” también es absolutamente moderno. En éste, cuando el narrador descubre pasmado que se han salvado milagrosamente de los tiros que perforaron el telón, comenta:

Si como entró el Primer Jefe a caballo en la ciudad de México, hubiera entrado a pie, las balas habrían sido para nosotros. ¡Ah, pero si hubiera entrado a pie no habría sido Carranza, y no habiendo Carranza, tampoco hubiera habido disparos, pues no hubiera existido la Convención!9

Uno de los principales signos de la modernidad es la ironía. Y ésta es la clave de lectura con la que, seguramente, debemos interpretar las líneas anteriores. El capítulo “La película de la Revolución” comienza con una mención de la historia: “La Historia no determina aún lo que había en la afición de don Venustiano a retratarse: si un sentimiento primario o un recurso político de naturaleza oculta y trascendente”.10 En los párrafos que siguen, es notoria la antipatía del narrador por la figura del Primer Jefe de la Revolución y esa desconcertante obsesión por capturar y difundir su imagen. Y si el episodio inició con un comentario más o menos burlón de la Historia y de uno de sus Hombres Representativos (como llamó Ralph Waldo Emerson, en un ensayo clásico, a los Héroes), creo que el último párrafo también tiene una intención mordaz. En el juego de las causalidades históricas que se nos presenta, parece haber un cuestionamiento de una teleología ineluctable. Con esta entrega de El águila y la serpiente, tal vez se está comparando la película sobre los caudillos de la Revolución —la cual sí sería imposible de modificar, una vez que se ha rodado—, con la Historia como fatalidad.

Por último, hay que puntualizar una situación: así como Martín Luis Guzmán escapó del teatro lleno de convencionistas furibundos (entre el par de balas que casi le cuestan la vida) y no pudo terminar de ver el filme, tampoco fue testigo presencial —en alguna medida— del desenlace del movimiento de 1910 como hecho histórico, como “cinta documental”: recuérdese que en enero de 1915 se expatrió rumbo a Madrid, con el propósito de no involucrarse en las disputas que enfrentaban a las diferentes facciones políticas en conflicto; y regresó a México en 1919, cuando la etapa más cruenta de la Revolución ya había concluido.

Notas

1 Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán, Fósforo, crónicas cinematográficas, pról. de Héctor Perea, Conaculta-Imcine,  México, 2000, p. 23.

2 Martín Luis Guzmán, El águila y la serpiente, ed. de Susana Quintanilla, Academia Mexicana de la Lengua, México, 2016, p. 348.

3 Ibid., p. 349.

4 Ibid., p. 350.

5 Martín Luis Guzmán, La sombra del Caudillo, ed. de Rafael Olea Franco, ALLCA XX, Madrid, 2002, p. 113.

6 Idem.

7 Yliana Rodríguez González, “Algunas notas a propósito de las labores cinematográficas de Efraín Huerta, Octavio Paz y José Revueltas”, Año catorce. Nuevos asedios a Octavio Paz, Efraín Huerta y José Revueltas, a cien años de su nacimiento, El Colegio de San Luis, México, 2017, pp. 292-293.

8 Guzmán, La sombra del Caudillo, p. 216.

9 Guzmán, El águila y la serpiente, p. 351.

10 Ibid., p. 344.