Mi amigo Sam Shepard

Mi amigo Sam Shepard
Por:
  • roberto_diego_ortega

PATTI SMITH

TRADUCCIÓN

ROBERTO DIEGO ORTEGA

Me podía llamar tarde en la noche desde algún punto del camino, un pueblo fantasma en Texas, una estación de descanso cerca de Pittsburgh, o desde Santa Fe, donde se estacionaba en el desierto y escuchaba el aullido de los coyotes. Pero con mayor frecuencia, me hablaría desde su casa en Kentucky, en una noche quieta y fría en la que uno podía oír la respiración de las estrellas. Sólo una llamada telefónica a media noche, surgida de un azul tan sorprendente como una tela de Yves Klein; un azul para perderse en él, un azul que podía conducir a cualquier parte. Yo despertaba feliz, me preparaba un Nescafé y platicábamos de cualquier cosa. Sobre las esmeraldas de Cortés, sobre las cruces blancas en los Campos de Flanders, sobre nuestros hijos o la historia del Derby de Kentucky. Pero sobre todo, hablábamos de escritores y sus libros.

Los escritores latinos. Rudy Wurlitzer. Nabokov. Bruno Schulz. “Gogol era ucraniano”, dijo una vez, al parecer desde la nada. Sólo que no desde cualquier nada, sino desde una franja multifacética de la nada que, bajo una cierta luz, se convertía en alguna parte. Yo seguiría el hilo y nos pondríamos a improvisar hasta el amanecer, como dos destartalados saxofones tenores que intercambian acordes. Envió un mensaje desde las montañas de Bolivia, donde Mateo Gil dirigía Blackthorn [Sin destino]. Había un aire enrarecido allá en Los Andes, pero él lo sobrellevó, sobrevivió y sin duda rebasó a los compañeros más jóvenes, cabalgando a no menos de cinco caballos distintos. Dijo que me traería un sarape, uno negro con franjas de color ladrillo. Cantó en esas montañas junto a una fogata, viejas canciones escritas por hombres rotos, enamorados de su propia naturaleza evanescente.

Envuelto en cobertores, durmió bajo las estrellas, a la deriva en las Nubes de Magallanes. A Sam le gustaba la acción. Podía lanzar una caña de pescar o una vieja guitarra acústica en el asiento trasero de su camioneta, llevar tal vez un perro, y de seguro una libreta de apuntes, y una pluma, y una pila de libros. Le gustaba empacar y tomar el camino justo así, partir. Le gustaba obtener algún papel que lo llevara hasta algún lugar donde en verdad no quisiera estar, pero que terminaría por asimilar en su extrañeza; alimento solitario para trabajo futuro.

En el invierno de 2012 nos encontramos en Dublín, donde recibió un Doctorado Honorario en Letras por el Trinity College. Solía incomodarse con los reconocimientos pero aceptó éste, que provenía de la misma institución donde Samuel Beckett caminó y estudió. Adoraba a Beckett, y tenía algunas piezas escritas por la mano del propio Beckett, enmarcadas en la cocina junto con los retratos de sus hijos. Ese día vimos la máquina de escribir de John Millington Synge y los lentes de James Joyce y, por la noche, tocamos con unos músicos en el pub favorito de Sam en la localidad, el Cobblestone, al otro lado del río. Y mientras nos tambaleábamos jugando en el puente, él recitaba montones de Beckett por la libre. Sam prometió ese día que me iba a mostrar el paisaje del sureste, pues aunque yo había viajado bastante no conocía mucho de nuestro propio país. Pero Sam recibió un naipe por completo distinto y fue golpeado por un sufrimiento extenuante. Tuvo que dejar de recoger su equipaje y partir. Desde entonces, yo iba a visitarlo y leíamos y platicábamos, pero sobre todo trabajábamos. Al aplicarse en su último manuscrito, con valentía, convocó una reserva de fuerza mental y afrontó cada reto que el destino le presentó. Su mano, con una luna creciente tatuada entre el pulgar y el dedo índice, reposaba en la mesa. El tatuaje era un recuerdo de nuestros días de juventud, el mío era un rayo en la rodilla izquierda.

Al revisar un episodio que describía el paisaje del oeste, de pronto me miró y dijo: “Lo siento, no puedo llevarte ahí”. Yo sólo sonreí, pues de algún modo era justo lo que acababa de hacer. Sin decir palabra, con los ojos cerrados, vagamos a través del desierto estadunidense que desplegaba una alfombra de colores múltiples —polvo de azafrán, luego marrón, incluso el color de vidrio verde, verdes dorados y luego, de repente, un azul casi inhumano. Arena azul, dije, colmada de asombro. Azul en cada cosa, dijo él, y las canciones que cantamos tenían un tono propio.

“NO NECESITÁBAMOS PLATICAR,

Y ESO ES LA AMISTAD VERDADERA.

JAMÁS INCÓMODA CON EL SILENCIO,

QUE EN SU FORMA GRATA ES TODAVÍA

UNA EXTENSIÓN DEL DIÁLOGO.

NOS CONOCIMOS DURANTE MUCHO TIEMPO.”

Seguíamos nuestra rutina: Despertar. Prepararse para el día. Tomar café, comer algo. Ponerse a trabajar, escribir. Luego un receso, afuera, para sentarnos en las sillas Adirondack a mirar el campo. Entonces no necesitábamos platicar, y eso es la amistad verdadera. Jamás incómoda con el silencio, que en su forma grata es todavía una extensión del diálogo. Nos conocimos durante mucho tiempo. Nuestros modales no podían definirse o descartarse con unas cuantas palabras descriptivas de una juventud negligente. Fuimos amigos; buenos o malos, fuimos sólo nosotros mismos. El paso del tiempo no hizo sino fortalecer eso. Los retos aumentaron, pero nosotros continuamos y él terminó de trabajar en su manuscrito. Estaba sentado a la mesa. Nada había quedado sin decir. Cuando partí, Sam estaba leyendo a Proust.

Pasaron días largos y lentos. Era una noche de Kentucky repleta de los dardos de luz de las luciérnagas, y del sonido de los grillos y los coros de los sapos. Sam caminó rumbo a su cama y se acostó y durmió, un sueño estoico y noble. Un sueño que condujo a un momento insospechado, mientras el amor lo envolvía y respiraba el mismo aire. Empezó a llover con su último suspiro, suavemente, tal como él lo hubiera deseado. Sam era un hombre reservado. Algo he aprendido de esa clase de hombres. Uno debe dejarlos que dicten cómo van las cosas, incluso hasta el final. La lluvia cayó, oscureció las lágrimas. Sus hijos, Jesse, Walker y Hannah se despidieron de su padre. Sus hermanas Roxanne y Sandy le dijeron adiós a su hermano.

Yo estaba lejos, de pie bajo la lluvia frente al león durmiente de Lucerne, un león colosal, noble y estoico labrado en la roca de un bajo acantilado. La lluvia cayó, oscureció las lágrimas. Yo sabía que iba a ver otra vez a Sam en algún lugar del paisaje de un sueño, pero en ese momento imaginé que estaba de regreso en Kentucky, con los campos ondulantes y el arroyo que se ensancha en un pequeño río. Vi los libros de Sam alineados en los estantes, sus botas recargadas en la pared, bajo la ventana desde la que él observaría a los caballos pastar junto a la cerca de madera. Me vi a mí misma sentada a la mesa en la cocina buscando alcanzar esa mano tatuada.

Hace mucho tiempo, Sam me envió una carta. Una larga, donde me contaba un sueño que había esperado que nunca terminara. “Sueña con caballos”, le dije al león. “Hazle el arreglo, ¿sí? Ten Big Red lista para él, un verdadero campeón. No va a necesitar una montura, no va a necesitar nada”. Enfilé hacia a la frontera con Francia, una luna creciente se elevaba en el cielo negro. Le dije adiós a mi amigo y le hablé en medio de la noche.

The New Yorker, agosto 1 de 2017.