Mi vida como bicimensajero

Mi vida como bicimensajero
Por:
  • javier ibarra

Fui bicimensajero durante casi tres años. No parece mucho, pero más que un trabajo es un estilo de vida. Mi incursión en la subcultura de mochilas gigantes, carreras clandestinas (alleycats), tetris de cajas, malabares en dos llantas, mal olor y dolores de rodillas no fue planeada. Desde hace más de una década, en la Ciudad de México existen compañías independientes que recolectan y entregan todo tipo de cosas, abarcando cualquier zona gracias a sus intrépidos riders o bicis de carga. Su boom, según lo viví, se dio a partir del Cycle Messenger World Championship (Campeonato Mundial de Bicimensajeros), en 2014. Fui voluntario en ese evento e interactué con mensajeros de Estados Unidos, Japón, Australia y Europa. Fue la primera vez que ocurrió algo así en el país. Desde entonces, varios jóvenes optaron por llevar ese estilo de vida; hubo un auge de las bicicletas tipo fixie, porque son sencillas, tienen estilo y usan una sola velocidad. Expatinadores que buscaban más adrenalina las pusieron de moda. Entendí que un medio de transporte sin motor es suficiente para que cualquier persona con voluntad y emoción pueda convertirse en una máquina-humana, que se mueve a su propio ritmo.

La historia de ese Campeonato Mundial se remonta a 1993. Esa primera edición se llevó a cabo en Berlín, Alemania. Sus impulsores, Achim Beler y Stefan Klessman, se relacionaron con más bicimensajeros del mundo, así que el certamen ha pasado por Inglaterra, Canadá, Dinamarca, Guatemala, Indonesia. Sin embargo, la mensajería en bicicleta se remonta a 1870, cuando la Bolsa de París requería de gente en velocípedos para hacer de forma eficiente sus encargos. A partir de 1900, en Estados Unidos niños de entre nueve y dieciséis años llevaban telegramas de Western Union; no era raro, menores de edad también trabajaban para compañías farmacéuticas, en jornadas de más de diez horas.

ENCONTRÉ LO MÍO

Como muchos niños, pasé la infancia arriba de una bici: era más entretenía que los videojuegos. De hecho, servía para llevarte a jugar maquinitas; una vez ahí, mantenías la vista en la pantalla y el tacto en el manubrio, para que no te la robaran. Mis amigos y yo sólo estábamos en casa para ver Dragon Ball, Los Supercampeones o porque nos obligaban a hacer la tarea. Andábamos en bicis de montaña y organizábamos carreritas de uno contra uno en la manzana donde crecimos, en la colonia Malinche. Otras veces pedaleábamos por la terracería del Gran Canal. Competíamos y terminábamos con raspones, descalabrados o cortados por las botellas que tiraban los teporochos del barrio. Después, las BMX se pusieron de moda. La última vez que los Reyes Magos llegaron a mi casa dejaron una GT pirata. La televisión de paga se popularizaba. Matt Hoffman, Dave Mirra y Dennis McCoy eran una inspiración en los X Games de ESPN. Hacíamos rampas improvisadas con madera, tabiques y llantas de autos.

Mi pasión por la bici en realidad viene de familia. Mi abuelo Rogelio fue un ciclista del equipo Pedal y Fibra; con él corrió la octava Vuelta de La Juventud, en 1961. De ahí en adelante varios familiares competían los fines de semana en Ciudad Universitaria, Zacatenco, Xochimilco o el Autódromo Hermanos Rodríguez. El ciclismo fue popular desde esos años y hasta la década de los noventa. Recuerdo poco, me entretenía con otras cosas, pero no saco de mi cabeza el sonido de los ciclistas pasando a una velocidad endemoniada. Las historias en dos ruedas de mi abuelo siempre me sorprendieron; se me antojaba andar en montañas y gozar el dolor hasta alcanzar la cima. Eso estuvo cerca cuando el Coreano, un compañero de sexto grado de primaria, me invitó al equipo infantil que tenía su papá. La sorpresa fue que mi abuelo y mis padres decidieron que no era buena idea, que era peligroso. Mi sueño de vestir como los corredores Luis Ocaña o Marco el Pirata Pantani se quedó en los mandados que le hacía a mi mamá y abuela yendo por tortillas. Años más tarde, la música punk y hardcore me volaron la cabeza. Toqué la batería con bandas en Monterrey, Nuevo León, donde viví mi adolescencia. Hicimos un show para Comadre, un grupo de California que estaba de gira por el país. Cuando llegaron al lugar bajaron de la camioneta con mochilas llamativas, amplias, que cruzaban sus espaldas en línea inclinada. Jamás había visto unas así. Le pregunté a su guitarrista, Kenny, dónde las habían comprado. Me dijo que eran bikemessenger bags. No entendí nada, pero después me pasó el enlace a MASH SF (2007), el DVD en que unos tipos derrapaban sus bicis por las calles de San Francisco: iban entre los carros a alta velocidad, en los sube-y-bajas de esa ciudad. La estética de aquellos ciclistas urbanos iba con la mía. Había encontrado lo mío.

Descubrí películas como Quicksilver (1986), sobre un corredor de bolsa que se vuelve bicimensajero. Me enteré de que la mayoría de los mensajeros usaban bicis de piñón fijo (es decir, que no tienen frenos), por la simpleza de su operación, lo básico de su mantenimiento y la característica de que no dejas de pedalear.

[caption id="attachment_1134325" align="alignnone" width="709"] Foto: Cortesía Javier Ibarra[/caption]

EL ALLEYCAT DECiSIVO

En Monterrey intenté conseguir una bici de piñón fijo. Era alrededor de 2008 y parecía imposible. Aún no eran populares, poca gente sabía de ellas y decían que debían usarse sólo en velódromos, que andar en una de ellas por la calle era suicida.

En 2011 regresé a la Ciudad de México y descubrí la tienda Espresso Cycles, en la colonia Roma. Yisus, el encargado, fue mi primer enlace con el ciclismo urbano chilango. Días después de llegar ahí en la bici de ruta que heredé me invitó a un alleycat, una carrera creada por bicimensajeros, celebrada por primera vez en Canadá, en 1989. Consistía en ir a distintos lugares de la ciudad. Quien hiciera el menor tiempo ganaba.

La cita fue en la Condesa. Los organizadores eran México Fixed, gente del ciclismo urbano. Contrario al submundo radical que dejaba ver MASH SF o los documentales de culto como Pedal (2001), el ambiente chilango era fresa, pero cuando los veteranos montaban la bici mostraban sus habilidades pasándose altos, cambiándose de carriles, zigzagueando entre autos. Yisus me dijo que le siguiera el paso. Poco antes de comenzar la carrera nos entregaron los checkpoints: los lugares a los que debíamos ir. Éramos unos treinta ciclistas que intentaríamos sobrevivir. Arrancamos y, cuando corrí a mi Benotto, Yisus tomó la delantera con unos cuantos. Sentir que las calles te pertenecen es contagioso, te hace reír como loco cada vez que los automóviles te mientan la madre por andar en sus terrenos. Me le pegué a tres sujetos. Les aguanté el paso unos diez minutos sobre Insurgentes hacia el sur, andando por el carril exclusivo del Metrobús. La altura de la ciudad terminó por marearme. Bajé de la bicicleta para vomitar por el Parque Hundido. Tomé una Coca-Cola y preguntando regresé al punto de partida. Esa misma noche aprendí a pedalear borracho: la premiación incluyó mezcales y cervezas gratis.

Después del primer alleycat creció la fiebre por las bicis de piñón fijo. Por las calles te encontrabas con ciclistas urbanos pedaleando una, ya con una estética que incluía mochilas de bicimensajeros, gorras de ciclismo, candados de U. Para esa época, dos amigos de Monterrey también habían venido a vivir acá. Tadeo y Mito llegaron con sus bicis. Gracias a ellos, Yisus y otros conocidos, finalmente convertí en un modelo de piñón fijo la reliquia que mi abuelo me dejó. Hoy pienso que fue estúpido. La primera vez que salí en ella, ya reconvertida, fue para ir a la casa de mi amiga Mich, quien vivía frente a Six Flags. Mito y yo pedaleamos más de cincuenta kilómetros de ida y vuelta, desde la Doctores.

Al regresar, bajando por la Picacho-Ajusco, la cadena de mi bici se zafó y me quedé sin frenos. Destrocé la suela de mi tenis derecho haciendo contacto con la llanta trasera, para frenar. Mito no oyó mis gritos pidiendo ayuda. Luego comencé a tener mejor control sobre mi vehículo. La bici que una vez fue transporte de mi abuelo comenzó a llevarme a todos lados, sin importar distancias, clima ni hora.

"Dejé de trabajar en bicicleta hace una semana, pero no dejaré de pedalear. Puedo llegar a cualquier lugar del mundo y volver a recolectar y entregar cosas".

LLEGA LA MENSAJERÍA

Alrededor de 2011 apareció el Terremoto Crew, con sus alleycats de más adrenalina; también se hicieron populares riders aguerridos como Pancho Marmolejo, quien hoy tiene una tienda de ciclismo urbano y ha pedaleado la carrera más popular del ambiente de piñón fijo, Monster Track, que data del 2000 y se celebra en Nueva York. Su creador fue un bicimensajero de allá. Otro punto importante de este movimiento fue la llegada a México de dos experimentados mensajeros, Joaquín Sánchez (España) y Brian Safa Wagner (Sudáfrica), quienes impulsaron la MessLife mexicana. Gracias a ellos, tanto como a los creadores de México Fixed, se organizó el Campeonato Mundial de Bicimensajeros 2014.

Después de ese evento comenzó un brote de ciclistas urbanos que creaban sus compañías, inspirándose en historias de otros mensajeros. Subsistir gracias a la bici tomó forma; se hizo comunidad entre personas de la ciudad y otros estados. También hubo situaciones trágicas, como el deceso de Jaime González, un integrante de Terremoto Crew, quien murió mientras estaba pedaleando en Guadalajara.

En la Ciudad de México era imposible ganarle a Safa en una competencia organizada, aun cuando ya era más común que vinieran bicimensajeros de otras partes del mundo a darse cuenta de que éste es uno de los lugares más entretenidos para rodar. El sudafricano es una especie de ídolo para jóvenes que buscan una identidad en este trabajo. Se hizo famoso tras salir en distintos noticieros, cuando se viralizó uno de sus videos bajando por Constituyentes. En esa época Daniel Ruano, hoy en día el mensajero más reconocido de México, se quedó con el cuarto lugar en el Campeonato Mundial de París 2016. Lo recuerdo mucho, ya que un domingo de polo en bici, bike-polo, allá por 2012, llegó con sus primos a preguntar qué pasaba en una canchita de futbol con vista al Museo Soumaya, donde se jugaba algo raro montando bicis. Comenzó a vivir de la mensajería. Es un ejemplo de que esto cambia la vida.

UNA MÁQUINA HUMANA

Ser bicimensajero no estaba en mis planes. Hice camaradería con ciclistas urbanos y mensajeros a raíz de borracheras en Garibaldi, golpizas a rateros que intentaban robarse alguna, rodadas nocturnas, viajes a las Pirámides de Teotihuacán, alleycats y entregas de comida vegana, entre otras cosas.

Un día de 2017 recibí un WhatsApp que me preguntaba: “¿Quieres trabajar hoy?”. Así me convertí en integrante de TIG, la compañía creada en 2013 por Safa y Joaquín. Ese día hice más de treinta entregas en embajadas, todas entre Polanco y Las Lomas. Recorrí lugares a los que jamás había ido y no tuve ningún accidente, lo cual fue un alivio porque se trabaja sin seguro. Pero trabajar en bici es distinto a rodar por gusto propio. Debes de ser responsable, estar atento a todo. Eres una máquina humana que viaja en el tiempo.

Ese fue mi primer día de trabajo con TIG. Tres días por semana comencé a recolectar y entregar de todo: ropa, memorias USB, cosméticos, periódicos, documentos, cheques, dinero en efectivo, pruebas sanguíneas, ramos de flores, cartones de cervezas, masa para tortillas, radiografías, libros, fotos, productos químicos, chocolates, prótesis dentales y más. Fui a vecindades peligrosas de la Morelos, a domicilios de mala pinta en Iztapalapa y Atizapán, una colonia por Tacubaya plantada en una especie de pozo; entré a oficinas de gobierno, la Rectoría de la UNAM, corporativos de Santa Fe, y subí unos aretes hasta lo más alto de Huixquilucan.

No cambiaría por nada los casi tres años que pedaleé para TIG. He sido mesero, librero, vendedor de seguros. Trabajé en la aduana, en una editorial de arte y como reclutador de personal, pero ganar dinero por andar en bici no tiene precio. Eso incluso si los pagos llegan tarde, porque las empresas no valoran este trabajo.

Dejé de trabajar en bicicleta hace una semana, pero no dejaré de pedalear a donde vaya. Sé que puedo llegar a cualquier lugar del mundo y volver a recolectar y entregar cosas por la relación que se da entre compañías independientes, que son exactamente las que sobreviven a la tecnología y se salen del molde de lo moderno.

Ser bicimensajero es ponerte a prueba a ti mismo. Dentro de ese entorno, ser raro es esencial. Gente que ha formado parte de este submundo lo sabe, como Jennifer Aniston, Marky Ramone, Rob Zombie, Chuck Palahniuk o Henry Miller. Este último decía: “Me dio por llamar amiga a mi bicicleta, mantenía conversaciones con ella y le prestaba la mayor atención. Luego de un tiempo perdí interés en mis amigos. La bicicleta se convirtió en mi única y verdadera amistad”.