Miedo y asco en el panteón

Miedo y asco en el panteón
Por:
  • eduardo-hg

Cada noche de Halloween o víspera del Día de Muertos, Leonel y yo alistábamos algunos botes arrumbados en casa para vender agua en el panteón. Desde muy temprano, una horda de pubertos andrajosos nos plantábamos en las afueras del cementerio para comenzar la vendimia. Yo lo conocía bien: estudiaba en la calle de enfrente. Todos los días, desde los pasillos del edificio de mi escuela primaria avistaba las tumbas, las criptas y los entierros que sucedían frente a nuestra niñez escolar, consciente desde entonces que enterrar a las personas era fascinante y aterrador. Igual que visitarlas ahí donde sus tripas, su sangre y sus huesos se desintegraban bajo tierra, alimentando a los gusanos, a los árboles y a la oscuridad.

Además, Lorenzo, mi tío político, era uno de los sepultureros. Y nosotros, sin saberlo, años después enterraríamos allí a nuestro hermano mayor y a nuestro padre.

Vender agua consistía en llegar prestos a la entrada del panteón cada 1 y 2 de noviembre y esperar a que la mañana comenzara su andar hacia la noche. Entonces venían. Familias, comadres, amigos, amantes, hijos, madres, sobrinos. Cargando ramos de cempasúchil, inciensos y artículos de limpieza. Una pileta enorme a la entrada recibía a los familiares. Allí los esperábamos con los botes colmados de aquel líquido hediondo, mezcla de fondo de estanque, putridez y renacuajos. Los increpábamos: “Agua para su difunto”, “Agua para sus difuntos”. Éramos una docenas de zombis moquientos al acecho de los vivos en una competencia absurda. Había que ganarle a los otros, convencer a los familiares y una vez que te decían sí, caminar tras ellos con los botes escurriendo sobre los pasillos, las tumbas y la tierra polvorienta.

Fue a mediados de los noventa. Lo más probable es que hayan sido los gemelos Brenan de Duro y directo. Un día el staff de ese programa acudió al panteón, supuestamente atraído por denuncias anónimas. Referían que los muertos se habían levantado de sus tumbas y deambulaban vivos y despreocupados. Llegaron un día por la mañana y desde los pasillos de la escuela los niños gritábamos y hacíamos gestos tontos a las cámaras. En realidad, los muertos vivientes eran vagabundos que se guarecían en los sepulcros más grandes ante el frío o la lluvia. También los utilizaban como refugio para inhalar flanes de Resistol 5000 o para fornicar. Entre aquella manada había un par de mujeres a las que veíamos desnudas y mugrientas por las puertas ultrajadas de los sepulcros. La cobertura televisiva concluyó con un operativo en el que los vagabundos fueron desalojados y borrados de la zona por las autoridades ante la complicidad de las cámaras.

"Los muertos vivientes eran vagabundos que se guarecían en los sepulcros más grandes ante el frío o la lluvia. También los utilizaban para inhalar flanes de Resistol 5000".

Una vez los familiares limpiaban y lavaban una tumba. Cambiaban las flores, podridas o secas; abrían capillas, lustraban figuras religiosas, veladoras extintas, quitaban ramas, basura y colocaban lo nuevo. Una tumba podía ser un montón de tierra con una cruz de palo sobre ella, o bien sepulcros enormes de concreto y terminados en mármol, a los cuales se accedía por puertas de metal, como una casita. Se trataba de recintos muchas veces familiares o reservados para familias enteras. Dentro el aire era espeso. Cirios, velas y veladoras alumbraban altares dedicados a la Virgen de Guadalupe, San Judas Tadeo, la Santa Muerte o Jesucristo. Estos recintos pertenecían a gente con más poder adquisitivo, que generalmente nos llevaban a varios aguadores y nos daban mayores propinas. En algunos casos, luego de la limpieza, las familias se dedicaban a rezar alrededor de su difunto, o a acompañar su estancia con mariachis o tríos de música norteña, muy comunes en aquella zona norte de la Ciudad de México.

Vender agua no era fácil. Los riesgos iban desde pescar mal de ojo si no colocabas una rama de pirul detrás de tu oreja, o ahogarte en la pileta al meter y sacar los botes, lo cual era más peligroso porque algunas piletas secundarias se distribuían en lontananza, lejos de la entrada principal. También estaba el factor rapiña: un grupo de otros vendedores podían venadearte, esperar, seguirte al regreso de alguna tumba lejana, por encima de la loma o en algún rincón. En el momento indicado saltaban sobre ti. Te quitaban tus monedas, te molían a madrazos, patadas y te dejaban tirado medio muerto. De cualquier forma, sabíamos que estar al tiro en cualquier momento y lugar era parte de la vida diaria.

Más que temor, siempre me causaba morbo la tumba más grande que había visto hasta ese momento: una familia entera, padres, hijos, hijas, sepultados en una especie de jardín enrejado. La historia sigue siendo una especie de leyenda urbana. Es finales de los ochenta y esa familia festeja los quince años de una de las hijas. Todo marcha de maravilla, hasta que unos chavos banda se quieren colar a la fiesta. No los dejan entrar, van a su barrio y vuelven más tarde. Toc, toc, otra vez. Irrumpen y matan a toda la familia, a algunos invitados, violan a la quinceañera, hacen una carnicería y luego se van como hienas ebrias de sangre, gritando hacia la noche. Ahí estaba aquella familia, bajo el peso de la tierra y de su propia historia, repetida por generaciones como un trágico cliché.

[caption id="attachment_1043268" align="alignnone" width="696"] Fuente: aboutespanol.com[/caption]

¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Qué nos separa del momento final? ¿Del principio? ¿Un gesto, una mala respuesta, un acertijo o todo lo que recubre eso?

Nunca le pregunté a Lorenzo si él ya era sepulturero cuando ocurrió aquel crimen. O si le tocó cavar las tumbas. Lorenzo vivió enterrando muertos. Hasta que una noche funesta la policía allanó la vecindad en la que alquilaba un cuarto, muy cerca del panteón. Todos los inquilinos fueron presentados ante los medios como una poderosa banda de secuestradores. Nada más equívoco, pero eso no importó. “Había consigna” y nunca se pudo hacer nada con los abogados. Lorenzo había vivido solo desde que yo era pequeño. Mi tía, hermana de mi padre, lo había dejado hace mucho, pero él seguía viendo a mis primos. Ellos se encargaron de visitarlo en la cárcel durante años, turnándose cada semana entre los tres, llevando comida y despensa. Murió cumpliendo su injusta condena en el penal de Barrientos, viejo y enfermo.

Mi hermano, y años después mi padre, murieron en un tiempo en el que la venta de agua ya no existía. Yo tenía edad suficiente para, en primera, hacerme de valor y entrar a reconocer junto a Leonel el cuerpo de mi padre, tendido sobre una plancha en el Hospital General Ticomán. Por fin descansaba lejos. Años atrás, el cuerpo de mi hermano entraba al panteón con un cortejo infinito de compañeros de trabajo, amigos, novias, familiares y vecinos. Un par de semanas después de que la tierra lo cubrió, soñé que regresaba a casa, vestido de blanco, alegre, sonriente y luminoso. En algún momento del sueño levantaba su camisa para enseñarme algunas ronchas que tenía en la espalda. Me mostraba grandes pedazos de piel enrojecidas y carcomidas. Cuando le conté a mi madre, me dijo que quizá todo se debía a que su cuerpo comenzaba a descomponerse en el panteón. Un efecto natural de la muerte. Una simple verdad que mi hermano me contaba en sueños. Todo lo vivo se pudre.

Es increíble como el cuerpo humano no es más que un amasijo de carne, sangre y huesos quizá sostenido por lo que los religiosos llaman alma. En la venta de agua solíamos toparnos con tumbas allanadas, abiertas y volcadas; con ropa hecha jirones, cráneos, mandíbulas que mordían el aire de la aplastante intemperie. Huesos que se mezclaban con otros, compartiendo espacios, confundiéndose entre las ramas, la basura y la tierra. La explicación de aquello era que una vez pasado cierto tiempo sin que fuera visitada una tumba o renovado su permiso de estancia, los sepultureros podían desenterrar los restos para, ante la falta de espacio, sepultar a un nuevo morador. Otra explicación es que para nadie es un secreto que santeros, brujos o hechiceras suelen usar huesos humanos en todo tipo de ritos. Existe un mercado negro para conseguirlos, y generalmente provienen del saqueo de panteones.

"Un par de semanas después de que la tierra lo cubrió, soñé que regresaba a casa, vestido de blanco, alegre, sonriente y luminoso. En algún momento levantaba su camisa para enseñarme ronchas que tenía en la espalda".

No es la primera vez que lo escribo. Pet Sematary no sólo es una gran novela y una película indispensable del siglo XX, sino una de mis canciones predilectas de los Ramones. Pedida de viva voz por Stephen King, ni más ni menos, a los padrinos del punk. Para mí, la pieza encarna y cifra en su espíritu aquellos tiempos aciagos del panteón y mi derecho, como grita Joey, de no vivir mi vida otra vez. En mi imaginación, la canción sonoriza los recuerdos angustiantes de aquellos días, en los que nadie te sabía dar razón sobre tu lugar en el mundo y ni siquiera imaginabas el peso de las fronteras que impone tu raza, tu clase, tu educación y tu ignorancia. He sobrevivido como muchos otros al Apocalipsis certero e invisible de la pobreza. Por suerte, por azar, por un extraño designio. A pulso, con malicia y arrojándome a los días con el miedo a cuestas y sin más pretensión que la de avanzar aunque para ello tenga que dar algunos pasos en falso, tratando de comprender el Tiempo y su absurdo continuum.

El 2 de noviembre, por la tarde, mi hermano y yo salíamos del panteón con nuestros cuerpos molidos por la chinga. Contábamos felices nuestras monedas y comíamos camotes, pambazos, chayotes, elotes o esquites en algún puesto de camino a casa. Luego cada quien se gastaba su dinero como quería. Por entonces mi madre no me permitía salir a pedir calaverita más allá del callejón. Básicamente porque hacerlo era arriesgar el pellejo en barrios en los que las pandillas amarraban muñecos de trapo con alguna máscara de terror, de un extremo de la calle a otro, obstruyendo el paso a los autos hasta que no aflojaran unos pesos. Nos limitábamos a cortar chilacayotes, sacarles su relleno, darles ojos, nariz y bocas aterradoras. Con una vela dentro, las paseábamos por el callejón por la noche, pidiendo dulces en las tiendas cercanas o bien las colocábamos en las ofrendas de casa.

Como a Antonius Block, me gusta soñar con que, dada la importancia que sólo a mí mismo me da, la Muerte me avisará cuando venga con mi boleto para el Mictlán. Con la chanza de echarme una última cascarita o unos tragos con mis amigos, una comida familiar, una noche con una mujer o una partida de ajedrez con la Calaca, como en El séptimo sello. Esto para seguir vivo mientras realizo mi último acto sobre la Tierra. Pero ésa es la ficción, esnob, predecible y marica. En la inclemente y absurdamente sencilla realidad la Niña Blanca no avisa. Eso lo sé desde el panteón. Lo entendí de aquellos huesos brillando a la intemperie. Con toda la fuerza de su fascinante presencia. Siniestros. Sonrientes. Siniestros. Sonrientes. ¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Agua para sus difuntos? Agua para sus difuntos.