Nicanor Parra o la muerte imaginaria

Nicanor Parra o la muerte imaginaria
Por:
  • Roberto-Alifano

Un diario que abro por internet me anunció la muerte de Nicanor Parra. Confieso que la noticia me pareció ilusoria como si se anunciara la muerte del “hombre imaginario”, el personaje antihéroe de su famoso poema (Sombras imaginarias / vienen por el camino imaginario / entonando canciones imaginarias / a la muerte del sol imaginario...). Sabía que tenía 103 años y que son demasiados para cualquier cuerpo de mortal, pero este titán de la poesía contemporánea parecía inmortal. Me costó aceptar que le había llegado la hora “de irse con los más”, como decían los griegos para nombrar el acto de morirse. Sin embargo, claro, hay que resignarse, en algún momento el tren se detiene en esa estación terminal.

Recordé, cuando siendo yo un muchacho, lo conocí casualmente en la Plaza de Armas de Santiago de Chile una tórrida tarde; fue allá por 1968 o 1969. Leía poemas rodeado de estudiantes. Recordé otro encuentro en su casa de Las Cruces, hacia mediados de los años noventa, en que se despidió de mí, un par de días antes de una riesgosa operación de próstata. “Quizá esta sea la última vez que nos demos un abrazo, Roberto —casi se disculpó—. Ya me queda poco tiempo para pisar sobre el planeta”. Sin embargo, salió airoso del aquel trance y siguió viviendo y nos seguimos viendo en este mundo no sé cuántas veces más para estrecharnos en abrazos y conversar muchísimas botellas de vino. Una de ellas de alto precio en un restaurante de Isla Negra, donde en medio del almuerzo me pidió que le sirviera otra copa: “Es la primera vez que bebo un vino tan caro —y agregó con una sonrisa pícara—. También es muy probable que sea la última”. Nos acompañaban en la mesa el doctor Norberto Silvetti Paz, Alejandro Guillermo Roemmers y Hebe, su madre. Ya por aquellos tiempos Nica era un mito de Chile, un maestro socarrón, alegre, dicharachero, irónicamente sentencioso. Entrañable.

Recordé que una de las últimas veces que nos vimos fue en la casa de su vecino, el generoso empresario y editor Reinaldo Sapag. En ese hogar amable, a orillas del Océano Pacífico, saboreando pisco-sour y riquísimos mariscos pasamos un mediodía memorable con Nicanor como centro de la reunión. Poco antes lo habíamos visitado con los escritores Miguel de Loyola y Antonio Avaria, en un día negro para la memoria de “Pablito”, como él lo llamaba a Neruda, a quien criticó y también elevó a su máximo pedestal recitando de memoria buena parte de los Veinte poemas... “Lo máximo que se ha escrito en poesía amatoria”, afirmó contundente.

Qué decir que no se haya dicho de este enorme poeta que era el centro de la poesía de Chile y, por ende, de buena parte de nuestro idioma. Vivió una vida espléndida, como quiso, llena de belleza, de ingenio, de maravillosas evocaciones, rodeado de amigos y discípulos, del reconocimiento que merecía y le brindamos sus agradecidos discípulos.

En este misterioso universo de la creación estética, son muy pocos los que abren un camino, y es asombroso cómo Nicanor Parra, buceando en el difícil hondo mar por el que navegaron sus compatriotas Neruda y Huidobro, encontró el tono justo para escribir con su voz haciendo de su poesía una suerte de demorada conversación. Ese ha sido uno de sus hallazgos, quizá por eso caló tan hondo en el decir popular y entre los estudiosos. Muchos contemporáneos suyos mezclaron las cosas más crudas intentando dar a sus versos un tono similar y fueron cayendo en una confusión inconcebible, pero el único que lo hizo de un modo concebible fue este talentoso artífice de la antipoesía; este indagador y lector infatigable de mundos tan opuestos como Shakespeare y el surrealismo, la copla del guaso y la picardía del roto, García Lorca y el Siglo de Oro.

Nicanor tenía algo de mago, de prestidigitador de las palabras. Era ese poeta inmenso, que muy cada tanto, muy cada tanto, aparece en el universo de las letras; el artífice que supo transmutar las piedras y las aguas logrando una aproximación al decir popular. Y de los clásicos. Por otro lado él mismo era un clásico. ¿Qué duda cabe? Un clásico de las formas y a la vez de la ruptura. Podría objetarse, con actitud profesoral, que la palabra escrita difiere, por el diverso modo que nos llega y la recibimos, de la palabra oral; sin embargo, eso no interfirió en su mensaje poético que dio siempre con la entonación que conviene a los sentidos y produce emoción, encanto en su lectura y es música para el oído.

Era un clásico y sólo basta traer a cuento esos versos inmortales de su poema “No hay olvido”, escrito en preciosos y precisos endecasílabos, que han quedado en la memoria de tantos, y me enorgullece evocarlos cada vez que tengo oportunidad de hacerlo:

Juro que no recuerdo ni su nombre,

mas moriré llamándola María,

no por simple capricho de poeta:

por su aspecto de plaza de

[provincia.

¡Tiempos aquellos!, yo un

[espantapájaros,

ella una joven pálida y sombría.

Al volver una tarde del Liceo

supe de la su muerte inmerecida,

nueva que me causó tal desengaño

que derramé una lágrima al oírla.

Una lágrima, sí, ¡quién lo creyera!,

y eso que soy persona de energía...

Traigo también a estas líneas la querencia de Nicanor por la métrica del octosílabo, tan afín a los clásicos españoles como a los payadores y criollos del sur de Chile. Golpean en mi memoria sus versos expresados de manera puramente popular cuando nos invita a celebrar una botella de buen tinto chileno, como corresponde en tales ocasiones:

Nervioso, pero sin duelo

a toda la concurrencia

por la mala voz suplico

perdón y condescendencia.

Con mi cara de ataúd

y mis mariposas viejas

yo también me hago presente

en esta solemne fiesta.

¿Hay algo, pregunto yo

más noble que una botella

de vino bien conversado

entre dos almas gemelas?...

¡Tantas botellas de brindis y conversaciones con el maestro...! Voy a otras vivencias en su compañía. Durante los complejos años de Unidad Popular, a principio de 1970, cuando yo viví en Chile, con Nicanor y Enrique Lihn, formamos un trío inseparable que recorrió muchas tabernas de los alrededores de Santiago. El escritor Albino Gómez era el agregado cultural de la Argentina y el amigo que nos invitaba a los cócteles. Nica era devoto del Martín Fierro (“Una de mis Biblias”, repetía), nunca faltaba a esas reuniones de confraternidad entre ambos países. Yo era muy joven, Enrique me llevaba unos pocos años y Nicanor era nuestro guía. De su mano conocí a la enorme Violeta y a Roberto, dos de sus más talentosos hermanos, unidos en la cueca. Nuestro mentor irradiaba vida y nos contagiaba su entusiasmo. Por eso creo que no estamos hechos para la muerte, y nuestro Nicanor Parra, el fervoroso gladiador de la antipoesía, antihéroe “ni muy listo ni tonto de remate”, como dice en su epitafio, era el hombre menos dispuesto, filosóficamente, a morir. No porque se rebelase estérilmente contra la idea de la muerte, sino porque morir le parecía un absurdo, un algo impudoroso. Me atrevería a afirmar que era un filósofo que nunca hizo de la muerte una filosofía, como tantos pretenciosos poetas de nuestra lengua. Provocador, matón literario si se quiere, más bien la veía como la negación, la definitiva refutación de la idea misma de filosofía. Quizá por eso la tomaba en broma y la aceptaba, no sin ironía, como una prueba más de la locura cósmica. En cierto modo, no le faltaba razón: la muerte es el fruto, la consecuencia natural de la vida y, así, sólo de esta manera, no es un accidente; aunque, sin embargo, es el gran accidente, el único accidente al que debemos someternos.

Pero, por qué ser tan solemnes ante ese hecho irreversible que no respeta ni a lindas ni a feos. Por qué no usar la ironía para enfrentarnos a ella. Y dice Nicanor en su “Discurso fúnebre”:

... Hay una gran comedia funeraria.

Dícese que el cadáver es sagrado,

pero todos se burlan de los muertos.

¡Con qué objeto los ponen en hileras

como si fueran latas de sardinas!

En resumen, señoras y señores,

sólo yo me conduelo de los muertos.

Yo me olvido del arte y de la ciencia

por visitar sus chozas miserables.

Los pequeños ratones me sonríen

porque soy el amigo de los

[muertos.

Estoy viejo, no sé lo que me pasa.

¿Por qué sueño clavado en la cruz?

Han caído los últimos telones.

Yo me paso la mano por la nuca

y me voy a charlar con los espíritus.

Humor negro y alta poesía. A este entusiasta de la vida y bromista de la muerte, la última vez que conversamos, le pregunté en qué estaba en ese momento. “Elaborando mi teoría sobre el socialismo ecológico”, me respondió.

Nicanor tuvo siempre esos arranques u obsesiones; cada tanto le daba por algún tema y lo investigaba a fondo hasta agotarlo. Es lo que hizo con Shakespeare, Cervantes, Martín Fierro, Macedonio Fernández o la física cuántica; en aquel momento le había dado por la ecología, o por el “socialismo ecológico”, para decirlo con sus palabras.

“Así es —prosiguió de manera enfática—; estoy convencido de que entramos en esa etapa. Es la fórmula filosófica y política del momento. ¿Cómo se llega a ella? Bueno, desde luego, aceptando primero el dogma del Apocalipsis; el barco se está hundiendo, por consiguiente, hay que hacer algo a corto plazo para no ahogarnos en el naufragio.”

“Por lo que veo estás convencido de esa teoría —acepté—. ¿Por qué no me la explicas?”

Nicanor cerró los puños y luego abrió sus manos como si yo fuera una multitud que lo aclamaba en un teatro londinense. Parecía Laurence Olivier interpretando a Hamlet. Como buen histrión, la mímica que acompañaba sus palabras solía ser siempre impecable. Quedé convencido. Y acaso también el Papa, que acaba de estar en Chile y el socialismo ecológico que pregona parece formulado por don Nica.

En fin, nuestro admirado y glorioso poeta ha pasado por este mundo dejando una huella imborrable. En estos días, me informa un amigo, el fotógrafo Martín Huerta (alguien que dedicó buena parte de su vida a retratarlo) está realizando una exposición en Isla Negra. La inauguró hace un par de semanas. Nicanor había comprometido su presencia, pero sus demasiados pesados años no se lo permitieron. Los familiares que estuvieron a su lado en el último instante dicen que se durmió entonando la canción “Guantanamera”. Cosas propias del artífice de la antipoesía, original, por supuesto, muy original, siempre y en todo. Como nos tenía acostumbrados y no podía ser de otra manera.