Paradojas de Detroit

Paradojas de Detroit
Por:
  • antonio_saborit

Edmund Wilson conoció los murales de Diego Rivera sobre “La industria de Detroit” en el patio italiano del Institute of Arts durante la visita que hizo a las fábricas de Henry Ford en 1932. No le gustó nada lo que vio. Mucha mayor simpatía le mereció el peluquero que le advirtió que votaría en favor de la reelección del presidente Herbert Hoover si no accedía a cortarse el cabello en su establecimiento. Algo del malestar que le procuró el “enorme juego publicitario” que descubrió en los murales de Rivera, según anotó en sus cuadernos, está en la crónica “Paradojas de Detroit”. En esos momentos, Wilson ponía distancia entre la pose y tonos del erudito hombre de letras que en el pasado inmediato había imaginado y compuesto un estudio tan sofisticado como El castillo de Axel (1931), y al mismo tiempo parecía vivir de lleno su nueva persona pública: la del grave reportero itinerante de The New Republic, metido en solemne traje oscuro y con sombrero, puesto a descubrir para sí un país en buena medida inabarcable y que para los lectores de esta legendaria revista cobraba forma bajo las piezas de una grave crisis económica: desempleo, paro, recortes, manifestaciones.

“Paradojas de Detroit” agitó las viejas diferencias entre Joseph Freeman y Diego Rivera, pues ambos de inmediato tomaron la iniciativa de completar la crónica de Wilson con un par de precisiones. Freeman trataba de desprestigiar al artista en tanto que Rivera exponía las supercherías del golpeador. Este material apenas se conoce. Bertram D. Wolfe recuperó este episodio en su biografía de Rivera, pero sin detenerse en el trabajo de Wilson, y por lo mismo si se le descubre ahí, las reacciones de Freeman y Rivera no se entienden y hasta carecen de sentido.

Al final, Wilson dedicaría al episodio un párrafo en uno de sus cuadernos:

Joe Freeman y Diego Rivera: el carácter comunista. Es evidente que Joe se había hecho a la idea de que él vio mangos y uvas en vez del obrero y el campesino en brazos de una figura en México. No es que el comunista sea deliberadamente inescrupuloso en aquello de falsear la realidad, sino que en un caso como el actual está honestamente convencido de que nadie podría actuar sino de esta manera para apoyar las presuposiciones comunistas, de ahí que los comunistas que han sido expulsados del partido deban deteriorarse (The Thirties).

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En 1922, Henry Ford, “en colaboración con Samuel Crowther”, dejó por escrito las siguientes opiniones:

Es totalmente absurdo tanto para el Capital como para el Trabajo el pensarse como grupos. Son socios. Cuando se jalonean el uno en contra del otro no hacen sino dañar la organización en la que son socios... La experiencia de las industrias Ford con el trabajador ha sido completamente satisfactoria, tanto en Estados Unidos como en el extranjero. No tenemos ningún antagonismo con los sindicatos, pero no participamos en arreglos ya sea con organizaciones de empleados o de empleadores... Una gran empresa en realidad es demasiado grande para ser humana. Crece tanto que suplanta la personalidad del hombre. En una gran empresa, el empleador, como el empleado, se pierde en la multitud. Juntos han creado una gran organización productiva que saca artículos que el mundo compra y a cambio de los cuales paga con dinero, el cual da de vivir a todos en la empresa. La empresa misma se convierte en algo grande. Hay algo sagrado en una gran empresa que da de vivir a cientos y miles de familias... No es necesario que el empleador ame al empleado o que el empleado ame al empleador. Lo que sí es necesario es que cada uno trate dehacer justicia al otro según su merecido. Esa es la verdadera democracia y no el tema de quién ha de ser el propietario de los ladrillos y de la argamasa y de los hornos y de los molinos. Y la democracia no tiene nada que ver con la pregunta “¿Quién debe ser el jefe?”.

2

En febrero de 1932, la revista literaria comunista, The New Masses, publicó un mordaz exposé de la carrera de Diego Rivera, el artista mexicano que está de visita en Estados Unidos. Aquí se mostró que, aunque alguna vez fuera miembro del Comité Central del Partido Comunista de México y titular del Bloque Obrero y Campesino, Rivera traicionó su causa al asumir el cargo de ministro de Bellas Artes en un gobierno burgués; que el punto de vista de Rivera, según lo expresaba su arte, ya para entonces había cambiado incuestionablemente de comunista a burgués-chovinista, como lo evidencia el que cambiara, en los brazos de un México gigante en uno de sus murales, las figuras de un obrero y de un campesino que se contemplaron originalmente, por piezas de las frutas nacionales; y que al final se le expulsara del partido por oportunismo político y por haber aceptado sin el permiso del partido la dirección de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Cuando Rivera se presentó en el John Reed Club en la ciudad de Nueva York recibió burlas espantosas. El periódico de la expulsada facción comunista, al frente de la cual está Jay Lovestone, más adelante pudo mostrar, publicando una fotografía del mural de la Ciudad de México, que en lugar de una mujer con mangos y racimos de uva, tiene en su parte central y climática a un obrero que señala el camino hacia el futuro comunista.

3

El 7 de marzo de 1932, una manifestación de unas tres mil personas sin trabajo, encabezada por los comunistas, recorrió Dearborn, la ciudadela industrial de Henry Ford. En los límites de la ciudad se toparon con la policía especial de Dearborn —la cual, a la orden de la Ford Motor Company, sigue una política opuesta a la del tolerante alcalde Murphy de Detroit— que les arrojó bombas lacrimógenas con valor de mil 750 dólares. La multitud arrojó piedras a la policía y la policía disparó hacia la multitud, matando a un hombre e hiriendo a varios. El jefe de la guardia de la Ford avanzó en su auto hasta quedar en medio de los manifestantes y recibió una pedrada en la cabeza, tras lo cual la policía disparó la metralleta a la multitud y masacró a tres hombres más. Se arrestó a los heridos y se les esposó a sus camas en el hospital.

4

En el otoño de 1932, justo antes de la elección nacional, ex empleados de la Ford, despedidos el verano anterior, se alegraron al recibir por correo un comunicado de su ex patrón que al principio tomaron como una invitación a trabajar otra vez. Sin embargo, el comunicado dice así:

Ford Motor Company no se interesa en la política de los partidos. No pretendemos controlar el voto de nadie. Sin embargo, sentimos que la próxima elección es tan relevante para la industria y para el empleo que nuestros empleados deben conocer nuestra opinión. El presidente Hoover superó a las fuerzas que por poco destruyen a la industria y al empleo. Su empeño por volver a echar a andar el país empieza a mostrar resultados. Estamos convencidos de que cualquier interrupción en su programa lesionará a la industria y al empleo. Para prevenir que los tiempos empeoren y ayudarlos a mejorar, hay que reelegir al presidente Hoover. Estas son nuestras convicciones y las ponemos ante la consideración de todos los empleados de la Ford en todo el país y de sus familias.

La población de Dearborn respondió a este llamado votando el 60 por ciento en favor de Roosevelt, Foster y Thomas. En un distrito, Roosevelt y Hoover juntos sacaron un voto más que Foster y Thomas.

5

El mismo año, Edsel Ford dio dinero al Institute of Arts en Detroit para un conjunto de pinturas murales dedicado a la industria de Detroit; y el director involucró a Rivera, quien se puso a cubrir las paredes del “jardín italiano” del instituto con gigantescas caricaturas comunistas. Los obreros de la Ford, enjutos y pálidos como gusanos, aparecen en las entrañas metálicas de las cintas transportadoras; entre filas de pálidas vírgenes asexuadas extirpando glándulas de animales, un fabricante de medicamentos con lentes de esqueleto estudia la farmacopea, con una mano puesta sobre un sistema de botones y la otra en una máquina sumadora puesta sobre un radio con ventanales de iglesia. Criaturas semejantes a cerdos infernales con articuladas trompas de mosquito elaboran gas-veneno y manufacturan proyectiles: una Sagrada Familia integrada por un José médico, una Virgen enfermera con halo blanco y un Niño Jesús con cara de torta a quien vacuna José, destaca entre los animales del pesebre, el caballo, la vaca y las ovejas que piadosamente han suministrado el suero, en tanto que, más arriba, un biólogo certero opera a un perro. Desde un nivel más alto la sala está dominada por cuatro Titanes femeninas recostadas, negra, roja, blanca y amarilla, quienes representan las cuatro materias primas principales: carbón, acero, piedra caliza y arena; al fondo, se alzan anhelantes e inquietas las manos de la oculta multitud —dedos que sujetan y puños amenazantes. Edsel Ford, con los ojos de plato, observa asustado.

“Edsel Ford dio dinero al Institute of Arts para un conjunto de pinturas murales dedicado a la industria de Detroit; y el director de involucró a Rivera, quien se puso a cubrir paredes.”

Cuando los frescos estaban por concluirse, en la gente de Detroit empezó a punzar la convicción de que les estaban echando algo encima. Los pastores se indignaron con la Sagrada Familia clínica y vieron con recelo la radio eclesiástica. El Detroit News denunció el panel dedicado al motor como una “calumnia a los trabajadores de Detroit” y sugirió borrarlo por completo. Un frente unido de 12 mil obreros le notificó al alcalde  de

Detroit que si se intentaba destruirlo, ellos lo defenderían. Cuando el joven Ford se tuvo que presentar con su presupuesto para la Comisión de Arte ante el Ayuntamiento de la ciudad de Detroit, uno de sus miembros caracterizó a los murales como una “travesía en el espíritu de Detroit... y las fábricas del señor Ford... Ahí no hay una sola persona con una mirada amable o con una sonrisa... La exhibición anatómica—añadió— no se alcanza a ver entre los correos. Edsel Ford no trató de responder; pero cuando más adelante se le entrevistó para la prensa, salió en defensa de Rivera. “Admiro el espíritu del señor Rivera”, dijo. “Creo en verdad que intentó expresar su idea del espíritu de Detroit”.

Así que desde arriba y desde abajo los fulminantes rayos del pensamiento marxista pinchan el tejido adormecido y flácido de Detroit. Rivera, expulsado por el Partido Comunista, sigue siendo uno de los profetas más poderosos del comunismo; se mueve por Estados Unidos como una negra nube amorfa de la que surge una mano precisa y traza imágenes terroríficas sobre los muros de los edificios públicos. Rivera deja su mensaje a la imaginación; desde el piso, otras manos lanzan golpes corporales.

En Detroit se puede ver lo que los mata-rojos tanto se niegan a creer que existe: cien por ciento de comunistas estadunidenses. Véase, por ejemplo, la familia Reynolds. Resulta curioso e instructivo ver a estos yankees originarios del medio oeste encerrados en el sistema comunista y funcionando como parte de él con elocuente efecto. Hay diez hijos. Vienen del campo, de una granja cerca de Saginaw Bay. El padre era miembro de un sindicato radical de carpinteros y solía llevar a casa The Appeal to Reason —él participó en la primera manifestación por la jornada de ocho horas. El más destacado de los hijos es Bill, o Bud, Reynolds, un hombrecito rubio bien aliñado, de treinta y ocho años, con lentes

de maestro de escuela y una mirada limpia y seria. Es muy bueno para los acabados y un gran carpintero. En 1915 fue uno de los izquierdistas que renunciaron al Partido Socialista. Durante un tiempo fue desidioso y se metió en problemas en la Ford. Se volvió

comunista en 1920 y como presidente del sindicato local de carpinteros fue tan dañino al prestigio de Hutcheson, el “zar” de las Hermandades Unidas de Carpinteros y Ensambladores, que Hutcheson tuvo la necesidad de expulsarlo aún en contra de los colegas de Reynolds e incluso de conseguir un requerimiento de la policía para impedirle asistir a las reuniones sindicales.

Hace poco, Reynolds y sus hermanos y su cuñado lograron tener en Lincoln Park, un suburbio industrial en Detroit, habitado en buena medida por trabajadores de la Ford y cundido de espías de la Ford, una posición de excepcional influencia local para los comunistas de Estados Unidos. Los Reynolds tienen ancestros revolucionarios y un espíritu de independencia no industrial. Bill Reynolds es uno de los pocos oradores comunistas que funda su encanto en la tradición estadunidense, repasando la historia de Estados Unidos para hacerla culminar lógicamente en el comunismo. Él y sus camaradas han sido capa-

ces de oponerse a desalojos, de conseguir autobuses para las reuniones del Consejo Comunista de los Sin Trabajo e incluso de reunir una impresionante cantidad de votos para el cargo en la boleta comunista.

Hace dos años, por ejemplo, un ex soldado que se rompió ambas piernas en la guerra iba a ser desalojado junto con sus tres hijos de una casa por la que ya había pagado el cincuenta por ciento al hombre más rico de Lincoln Park, un pilar de la iglesia católica y propietario de una alberca privada. Los Reynolds entraron al rescate y lograron reinstalar a la familia en su casa, en la cara de la policía y del alguacil. Pero arrestaron al hermano menor de Reynolds, lo esposaron, lo golpearon y lo acusaron de motín; Brad hizo tal escándalo que el Ayuntamiento tuvo que retirar los cargos. La cabeza de la Legión Americana asistió a una manifestación en la que se debatía el tema y trató de cuestionar el americanismo de Reynolds. Reynolds preguntó si el gobierno de Estados Unidos era el que le pagaba a la policía de Lincoln Park para atacar a los obreros estadunidenses. El hombre de la Legión trató de interpelar al público: dijo que él había estado en la guerra al igual que ellos, mientras que Reynolds se había negado a ir y en lugar de eso se había puesto a conspirar contra los soviéticos. Extendió sus manos y gritó “¡Camaradas!” y la gente lo corrió. Lo mismo hicieron con un ex capataz de la Ford que se había convertido en director de Prestaciones Sociales, y se decidió retar al alcalde a un debate sobre los temas de los derechos estadunidenses involucrados. (Desde entonces la Legión tomó venganza: el otoño pasado envió a doscientos de sus miembros a apalear al cuñado de Bud Reynolds, le rompieron los dientes y lo aporrearon en la base del cráneo, en la Cámara del Consejo Educativo.)

A Reynolds se le achacó la mayor parte de la culpa de haber organizado el abucheo contra Hoover en el verano de 1932, cuando Hoover visitó Detroit en campaña. Se le arrestó y se le metió a la cárcel, pero salió pronto. Y los periódicos publicaron su foto luego de la manifestación que provocó la masacre de la Ford, con la exigencia de que se le arrestara y se le acusara de asesinato. Sin embargo, más adelante los banqueros, aterrados por la posibilidad de que se levantaran las masas trabajadoras y sin comida, tuvieron una reunión con los representantes de los periódicos, a resultas de la cual al día siguiente todos publicaron editoriales en los que declaraban que era imposible justificar el tiroteo de trabajadores hambrientos. Reynolds fue elegido en diciembre de 1932 para confrontar al aturdido Curtis como vocero de la Marcha del Hambre en Washington.

[caption id="attachment_738576" align="alignnone" width="696"] Muro norte. Detalle.[/caption]

Y la fe comunista, de una manera sorprendente, domina la vida de toda la familia. Incluso uno de los hermanos que no era comunista sino un ingeniero bien pagado en la Ford, quien fue enviado a instruir a una rama de directores en el edificio del nuevo modelo Ford y se le confió toda la organización de la nueva rama de la Ford en Buffalo, perdió su trabajo cuando su hermano Bill se presentó como candidato comunista para la alcaldía de Lincoln Park. Resulta extraño para quien viene de Nueva York ver una familia comunista criada en Michigan en la que la abuela, ella misma algún tiempo activista radical, les da su apoyo moral y en la que los miembros más comprometidos de la familia se quejan de que el niño y la niña menores piensan más en irse de aventón a la costa el próximo verano que en trabajar para la Liga de las Juventudes Comunistas.

La fuerza de un Rivera o de un Reynolds en Detroit es la de una convicción moral e intelectual que atraviesa el blandengue desconcierto de una comunidad sin raíces ni proyectos, que nunca tuvo un sustento en algo más que en el auge de la industria automotriz y la cual, al cabo del auge, nada tiene.

La convicción moral e intelectual, con las necesidades de trabajadores como respaldo. El Sindicato de Trabajadores Automotrices, encabezado por comunistas, fue destruido en 1925 a resultas de la huelga en Fisher Bodies; pero des-de ese escollo el sindicato revivió y el pasado mes de enero, al inaugurarse una política de reducción de salarios en Briggs Bodies con un recorte del 15 por ciento en una de las plantas, el Sindicato de Trabajadores Automotrices eligió una serie de comités de talleres y tomó la decisión de salirse. Se manifestaron enfrente de la planta y lograron que no se realizara el recorte: la primera victoria de los huelguistas desde 1920.

"La fuerza de un Rivera o de un Reynolds en Detroit es la de una convicción moral e intelectual que atraviesa el blandengue desconcierto de una comunidad sin raíces ni proyectos.”

Durante la huelga, los torneros y pintores en las otras fábricas se negaron a aceptar trabajo proveniente de Briggs. Y el éxito de los trabajadores de Briggs se volvió una señal para una ola general de huelgas en contra de los recortes o los bajos salarios, la cual para mediados de febrero había sumado a miles de trabajadores, ampliándose inclusive hasta la planta de Briggs en Inglaterra, y que había arrastrado a todas las compañías automotrices en Detroit, con la sola excepción de la Ford (¿todavía “demasiado grande para ser humana”?) ya sea para hacer recortes o para subir los salarios.

The New Republic

Julio 12 de 1933

*        *         *

Ciudad de Nueva York.

El señor Joseph Freeman, autor del artículo en The New Masses, me escribe lo siguiente:

Mi artículo sobre Diego Rivera en The New Masses de febrero de 1932, al que usted se refirió en The New Republic el 12 de julio, no era un “mordaz exposé”, sino un esfuerzo por explicar la ruta del desarrollo de Rivera como pintor y como político. La mayor parte de mi artículo se escribió en la Ciudad de México en 1929 como reportaje para una agencia de noticias de la que entonces yo era corresponsal. The New Masses lo sacó después del episodio en el John Reed Club y antes de que Rivera ingresara en su actual etapa; es decir, cubre un periodo intermedio entre dos etapas de la participación del pintor en la política revolucionaria. Mi artículo lo escribí sin consultar a nadie en el Partido Comunista. Cualesquiera que sean sus faltas, fue un intento sincero —el primero en su tipo en este país que yo sepa— por estudiar las relaciones de un artista con el movimiento revolucionario. Fue escrito antes de que el ala izquierdista de la intelligentsia desarrollara los críticos marxistas que ya tiene, y pretendía aclarar ciertos problemas que atañen a los llamados compañeros de ruta.

Ignoro si las fotografías que aparecieron en la publicación de Lovestone se eligieron como un truco deliberado o son el resultado de un error auténtico. Se trata, desde luego, de fotografías genuinas. Pero las fotografías no abordan el hecho particular en cuestión.

Este es el hecho: A principios de 1929, Rivera bocetó en el panel central del Palacio Nacional la figura de una mujer sosteniendo a un campesino y a un obrero. Luego, en el verano de ese año, Rivera modificó el boceto, de suerte que la mujer sostenía diversos frutos en sus brazos. El segundo boceto permaneció durante varios años en el muro.

Subsecuentemente —en algún momento de 1931, creo yo— se modificó

radicalmente hasta ser el mural actual.

Mi artículo abordaba específicamente el verano de 1929, y es un hecho que en ese periodo Rivera realizó el cambio que yo describí. Tal vez el cambio no fuera relevante; es posible diferir con toda sinceridad sobre su significado. Pero es un hecho que ese cambio se dio.

Mi artículo habría añadido una descripción de la versión final del mural de haber sabido yo que existía tal versión; pero cuando preparé el artículo para su publicación yo no sabía que se le había hecho otro cambio al mural. En Nueva York no había material disponible sobre el tema y la prensa no informó sobre ese cambio. La revista Mexican Folkways de enero-marzo, que sacó fotos del mural tal y como quedó, no me llegó sino hasta que el artículo ya había aparecido. Pero lo que es más pertinente es que en la época que aborda mi artículo la mujer con la fruta estaba en el muro.

Edmund Wilson

The New Republic

Agosto 16 de 1933

[Respuesta de Diego Rivera]

Señor: Ya que Edmund Wilson [The New Republic, julio 12] y Joseph Freeman

[en su entrega del 16 de agosto] se han referido a mi pintura en el Palacio Nacional de México, ¿me permitiría aclarar los hechos de este asunto?

1. Las aseveraciones sobre los hechos que hace el señor Wilson en su artículo “Paradojas de Detroit” fueron correctas; y la carta del señor Freeman plantea mal los hechos.

2. El artículo original del señor Free-man en The New Masses pretendía mostrar una degradación en mi arte tan pronto fui expulsado del partido Comunista, y para hacerlo el señor Free-man falseó algunos hechos y se sacó otros de la nada. Uno de los que sacó de la nada es el siguiente:

Se alteró el diseño original para el mural en el Palacio Nacional que mostraba a México como una mujer gigantesca que sostenía en sus brazos a un obrero y a un campesino; el obrero-campesino, el cual representaba sin duda una incómoda vista a los funcionarios del gobierno que pasan frente al mural todos los días, fue reemplazado por objetos naturales inofensivos como racimos de uva y mangos.

Esta extraña invención de Freeman la refutó The Worker’s Age el 15 de junio de 1933, publicando simplemente el boceto original y la pintura final. El boceto original muestra a una mujer que protege al obrero y al campesino. La figura me pareció falsa políticamente porque México no es aún una madre protectora para los trabajadores y para los campesinos, y por eso la quité, como lo muestra la foto de The Worker’s Age, y la reemplacé no con “racimos de uva y mangos”, sino con la figura de un trabajador que muestra a los mártires de la revolución agraria el camino hacia el comunismo industrial. Coloqué la corrección en el boceto del muro desde 1929.

3. Freeman se escuda en la ignorancia de la pintura final al momento de escribir su artículo y ahora inventó una segunda alteración. No hubo una segunda alteración. Tampoco puede decir que no sabía cuando escribió su reciente carta a The New Republic, por dos muy buenas razones.

"La figura me pareció falsa políticamente porque México no es aún una madre protectora para los trabajadores y para los campesinos.” —Diego rivera.

Primero, porque ambos, tanto el boceto como la pintura final como aparece en The Worker’s Age, muestran los racimos de uva citados, y en ambos casos relacionados con Hidalgo, quien violó la prohibición española en contra del cultivo de la uva en México y les enseñó a los indígenas a cultivar y emplear la fruta prohibida —un acto de desacato análogo al Tea Party de Boston o a la expedición de la sal de Gandhi. Free-man no tenía más que asomarse a The Worker’s Age del 15 de junio de 1933, el cual tuvo en sus manos al escribirle a usted, usar sus ojos y ver la imposibilidad de inventar su más reciente ficción. Quien es incapaz de ver racimos de uva tanto en el boceto como en la pintura no ve nada o debiera abstenerse de escribir sobre obras de arte.

Segundo. Una vez que The Worker’s Age expuso la invención de Freeman como tal, Freeman le escribió a mucha gente en México en busca de algún tipo de “explicación” y asegurándoles hipócritamente a aquellos que pudieran tener sospechas en cuanto a sus motivos, que usaría los datos “para un estudio serio y detallado de los frescos y su papel social”.

Entre las respuestas que Freeman recibió está la de la editora de Mexican Folkways, Frances Toor, quien estuvo en México a lo largo de todo el periodo en el que pinté en Palacio Nacional. Cuando Freeman le escribió a usted ya tenía en sus manos la carta de la señora Toor del 31 de julio de 1933, la cual dice en una parte:

Te doy mi palabra de honor que no recuerdo el cambio en los dibujos a los que te refieres, y para mí y para quienes me conocen mi palabra de honor significa algo. Le he preguntado a dos o tres personas desde que recibí tu carta, hace dos días, y ellos tampoco se acuerdan.

Pero Freeman se lanzó a imprimir su nueva invención, tal vez demasiado ansioso como para aguardar una mayor investigación de parte de la señora Toor. Ella hizo lo que Freeman pudo haber hecho: preguntarle al pintor mismo. También a los asistentes que trabajaban conmigo ahí. Así, el 4 de agosto le escribió a Freeman la siguiente carta, copia de la cual ella me envió:

4 de agosto de 1933

Mi querido Joe:

Te tengo más información sobre el fresco del Palacio.

Ayer me encontré a Paul Higgins y me dijo que nunca hubo un cambio en el proyecto desde que se trazara por primera vez sobre el muro hasta la pintura final y que la única fruta que ahí siempre apareció son las uvas a los pies de Hidalgo, abajo de la figura central. Ramón Alva de Guadarrama, asistente de Diego durante el trabajo de los frescos en Palacio, dice lo mismo.

A partir de lo que me dijiste no podía dilucidar si tú mismo llegaste a ver o no el cambio, o si basaste tu aseveración en información que te dieron otros. Ahora veo que no pudo ser lo primero y que mintió quien quiera que te haya dado la información y firmara sus aseveraciones.

Es realmente una lástima que no fueras más cuidadoso.

Atentamente,

Paca

 

Para concluir sólo puedo decir que cuando un escritor tiene en algo su reputación como alguien veraz y se pone a destruir la figura de un pintor que ha estado haciendo, hace y seguirá haciendo su mejor esfuerzo por realizar murales revolucionarios, y con fines facciosos ese inventor fabrica calumnias y falsos, al menos debiera cuidar que sean tales que resulte imposible refutarlos con una mera reproducción fotostática. Cuando las calumnias sólo están por escrito son más difíciles de refutar. Pero cuando conciernen cosas que se pueden fotografiar y reproducir, entonces no puedo sino estar de acuerdo con la señora Toor cuando le dice a Freeman: “Es realmente una lástima que no fueras más cuidadoso”.

Diego Rivera

Ciudad de Nueva York

 

[Al señor Freeman se le mostró la carta del señor Rivera antes de publicarla, pero debido al hecho de que se encuentra en este momento en California no puede responderla sino hasta consultar varias cartas que están en la ciudad de Nueva York. Los Editores.] C

The New Republic

Septiembre 27, 1933