Philip K. Dick por carrère

El corrido del eterno retorno

Philip K. Dick
Philip K. DickFuente: xataka.com
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El culto hacia Philip K. Dick cada día crece más. La adaptación en los últimos años de su trabajo en Electric Dreams (2017), una serie basada en algunos de sus relatos, y de El hombre en el castillo (2015), más el estreno de Blade Runner 2 (2017), demuestran que el entusiasmo por quien muchos consideran el mejor escritor de ciencia ficción de la historia está lejos de decaer.

Pero casi igual de fascinante que su obra es su vida. Narrada de manera magistral por Emmanuel Carrère en Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (Anagrama, 2018). Según los iniciados existen biografías más exhaustivas sobre K. Dick, pero coinciden en que la versión de Carrère es bastante aceptable. En manos del francés la vida de K. Dick cobra las dimensiones de una novela. Una luminosa, apasionada, disparatada, excesiva. Y es que a este libro se le puede achacar el adjetivo que se nos antoje.

La voz de Carrère funciona como el gran ojo que todo lo observa, y excepto por breves intromisiones de pensamiento cuenta la vida de uno de sus héroes. Un ser imperfecto que tuvo la capacidad de vislumbrar el futuro como ningún profeta oficial ha podido hacerlo. La técnica de Carrère vuelve al libro un documento sumamente accesible. Tanto que basta leer unos cuantos párrafos para verse arrastrado por la novela y literalmente volar por sus casi cuatrocientas páginas. Por supuesto, gracias a Carrère pero también a la vida de K. Dick. Uno no quiere desprenderse ni un momento de la trama y desea saber qué le ocurrirá a continuación al escritor.

Aunque el subtítulo de la novela es Un viaje en la mente de Philip K. Dick, son en realidad sus actos, más que sus pensamientos, los que nos mantienen atados a lo que ocurre en la página. Literalmente, llevó la vida de un rockstar.

Llevó la vida de un rockstar. Y no gracias al glamur, del cual hubo muy poco

Y no gracias al glamur, del cual hubo muy poco, sino porque el exceso marcó su existencia. La vida de K. Dick compite directamente con la de Ozzy Osbourne, John Belushi y otros locazos. Me atrevería a decir que K. Dick era mucho más extremo.

Su mundo eran las pastillas. Para dormir, para despertar. Las anfetaminas le permitían escribir de manera vertiginosa. Llegó a escribir una novela en dos semanas. Pero le cobraban cara la factura con fuertes periodos de depresión. Sufría angustia, ansiedad, ataques de pánico. Era inseguro, contradictorio y casi toda su vida lo poseyó el miedo a vivir solo. Lo que le atrajo muchos problemas con las mujeres.

Abandonó a su primera mujer por una rubia que lo deslumbró. Pero su inestabilidad emocional, en parte potencializada por las pastillas, hizo que acusara a la rubia con su psiquiatra porque lo había amenazado con un cuchillo. El médico ordenó que internaran a su segunda esposa en un psiquiátrico y que la medicaran. Entonces los remordimientos atormentaron a Dick y la sacó del psiquiátrico sólo para huir de ella y dejarla con dos hijas de su anterior matrimonio y una que habían procreado juntos.

Después tuvo otro hijo con una chica de 19 años. De la cual también huyó. Para entonces su fama como miembro elite de la era psicodélica ya había despegado. Y en sus entrevistas presumía de las grandes cantidades de LSD que consumía para escribir sus obras. Pero era mentira. Sólo había probado el ácido una vez y había tenido un mal viaje. Le temía. Su verdadera pasión fue el cristianismo. El cual abrazó con fervor. De ahí la teología que inunda algunas de sus obras como Valis.

Se autoexilió en Canadá por miedo al FBI. Por voluntad propia se metió a una clínica de rehabilitación. Ahí fue un modelo de comportamiento. Y su plan consistía en quedarse ahí de por vida. Pero una invitación a Los Ángeles le hizo recordar que siempre sí le gustaba ser un autor. Volvió a enredarse con una mujer, con la que ya no procreó porque era impotente. Ella lo acompañó a Francia, donde ofreció una conferencia en Metz que desconcertó a todos sus admiradores por la fuerte carga religiosa de sus palabras.

Pese a su vida acelerada vivió hasta los 53 años. Un stroke lo condujo a la muerte. Vivía solo. En un departamento que compró con la venta de los derechos de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? No alcanzó a gozar de la fama mundial que despertó la película. Y en sus delirios quién sabe si alcanzaría a vislumbrar la potencia de su obra y lo que representaría en el futuro. Se consideraba un mal prosista. Pero aun así lo cambió todo.