Pienso en el final, de Charlie Kaufman

Filo luminoso

Pienso en el final
Pienso en el finalFuente: collider.com
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Una joven (la estupenda Jessie Buckley) espera sobre la banqueta y bajo una incipiente nevada que pase su novio, Jake (Jesse Plemons), a recogerla para visitar por primera vez a sus padres que viven en una granja. Así comienza el viaje que forma la primera parte de Pienso en el final (I’m Thinking of Ending Things), el tercer largometraje del autor de culto Charlie Kaufman, una obra sombría, cruel y heterodoxa (parte drama psicológico, comedia negrísima, musical y cinta de horror que evoca tanto a Bergman como a Lynch). La película comienza con la voz en off de la protagonista, quien piensa que va a finalizar su relación con Jake tras seis semanas de estar juntos y a pesar de creer tener una conexión real, auténtica e intensa con él (“Nunca he experimentado nada como esto”, dice). Mientras, la cámara se desliza por tapices, muebles, escaleras y pasillos de la casa donde él se crió. Pero en vez de terminar ella da ese paso importante en una relación de pareja que es visitar a los padres del novio. Kaufman hace muy evidente la ausencia de pasión, sensualidad o cariño entre ellos. Lo que sentimos es una cordialidad fría entre un individuo tímido y reservado y una joven brillante pero complaciente.

El viaje nos pone ante dos intelectuales que se disparan referencias y citas: “¿Has leído a...? ¿Conoces a...?”, en una especie de parodia de un pretencioso diálogo entre académicos que se quiere íntimo. Esta urgencia de crear un universo compartido a través de textos y conocimiento es desnudada por el mismo Kaufman en una secuencia donde ella cita a Oscar Wilde: “La mayoría de las personas son otras personas. Sus pensamientos son las opiniones de alguien más, sus vidas una imitación, sus pasiones una cita”. Se habla de y se cita aquí a William Wordsworth, David Foster Wallace (él menciona el lugar común de que su suicidio se volvió la historia) y Guy Debord. Para enfatizar esta cultura parasitaria intelectual también citan sin mencionar la crítica que hizo Pauline Kael (su libro For Keeps aparece de modo muy prominente en la biblioteca del “cuarto de la infancia de Jake”) a Una mujer bajo la influencia (A Woman Under the Influence), de John Cassavetes, o bien la frase “Los colores son las obras de la luz, sus obras y sufrimientos”, de Goethe.

Es una cinta saturada de claves que se vuelve hipnótica y abrumadora, como el papel tapiz floreado del inicio. Es el territorio que ha obsesionado a Kaufman en su obra: las referencias con las que definimos nuestra existencia y la manera en que construimos y decoramos el interior de nuestras cabezas (Being John Malkovich) con ese papel tapiz de palabras de expertos y poetas, relevantes, bellas y ajenas. El contraste de los paisajes desolados que recorren en el auto son las citas poéticas, científicas y artísticas con que tratan de crear un espacio amable para ambos. Una vez que llegan a la casa de Jake la decoración de la casa,  los objetos, la granja y el aterrador chiquero vienen a contar otra historia, un relato doméstico de angustia, decadencia y sufrimiento.

La película se toma libertades con respecto a la novela del mismo nombre del canadiense Iain Reid en que está basada. Los jóvenes intelectuales son uno mismo. Un solitario y la mujer ideal con que sueña. Sin embargo, es la musa quien narra, quien observa y describe. Por tanto Jake permanece como un extraño que sólo muestra lo que quiere que ella vea, al tiempo que ella es cambiante y fluida. El título es como un mantra, una forma de reafirmar una y otra vez la individualidad de esta joven imaginaria en un mundo sin identidades (como en Anomalisa), una manera de romper con el flujo de la cotidianidad, de los rituales de pareja, de la comunicación anquilosada y poco expresiva. Ella no tiene nombre en la novela, pero aquí se llama Lucy inicialmente, luego Lucia y más tarde Louise. Lucia estudia física, dice que debe regresar a escribir un ensayo sobre “Susceptibilidad a la infección de rabia en las neuronas sensoriales de los ganglios de la raíz dorsal” (un tema que él dice entender aunque no sea su campo), es pintora (paisajista con influencias románticas de Ralph Albert Blakelock, de quien hay un par de posters en el sótano) y poeta, que después de decir “No soy del tipo metafórico” recita un poema de su autoría (que en realidad es el soberbio poema inédito "Bone Dog", de Eva H. D.)

que es un reflejo del regreso a casa de Jake y del melancólico recorrido de un paisaje gélido y desértico. Más tarde Jake también dirá que ella es gerontóloga y mesera, una novia que es todas las novias. Y lo surreal es enfatizado por el teléfono donde ella recibe llamadas que no contesta, hechas a la identidad que le corresponde en ese momento. Y en contrapunto a la relación de estos aparece insertado el viejo conserje (Guy Boyd) que parece una especie de proyección de Jake (las mismas pantuflas, los uniformes lavándose en el sótano de la casa), de su temor al fracaso, de su incapacidad para liberarse de sus propios fantasmas, un hombre avejentado y condenado a limpiar por el resto de su vida la secundaria donde pasó horribles momentos de su adolescencia.

Los jóvenes intelectuales son uno mismo. Un solitario y la mujer ideal con que sueña. Sin embargo, es la musa quien narra

La casa familiar de Jake parece sacada de una cinta de terror con sus decoraciones espectrales cambiantes, apariciones (el perro que está ahí sacudiendo la cabeza cuando es invocado) y la fractura en el flujo del tiempo que corre sin sentido para atrás y para adelante. Lo que inicialmente parece un encuentro particularmente incómodo con los padres (Toni Collette y David Thewlis, dos actores extraordinarios que saben reflejar la enajenación como pocos) va convirtiéndose en un carnaval grotesco, desde la historia del puerco devorado vivo por gusanos y las ovejas congeladas (que se quedarán ahí hasta la primavera) hasta las carcajadas descontroladas de la madre, los comentarios extraños del padre, el rechazo poco disimulado de Jake por ellos y las enfermedades que van a devastar a los padres en su vejez.

Si bien podríamos pensar que Lucy es sólo un engendro del deseo de Jake, sus tribulaciones son el eje del filme. Ella se repite que quiere terminar con esta relación pero actúa como si quisiera continuar, tratando de mostrarse animada y fingiendo que lo que pasa en la casa de los padres es normal. Sin embargo, sabemos que le cuesta trabajo decir no. “Nunca me enseñaron eso. Es más fácil decir sí  ”. Ella quiere volver a su casa esa misma noche y él insiste de manera muy sugerente que no se preocupe: “tengo cadenas [de nieve para las llantas] en la cajuela”.

Y la referencia a las cadenas resulta por demás evidente.

La cinta de Kaufman tiene atmósferas fabulosas y momentos brillantes de reflexión y de humor corrosivo, sin embargo la última parte, donde se entrega a la recreación fantástica de la relación por medio de la  danza y el musical parece más que forzada, una serie de secuencias oníricas (con maquillaje deliberadamente burdo para simular arrugas) interminables, agotadoras y sin duda indulgentes.