Enzo Bettiza: El poderoso narrador de una épica decimonónica

Enzo Bettiza: El poderoso narrador de una épica decimonónica
Por:
  • Claudio-Magris

TRADUCCIÓN

CRISTINA LICEAGA

“El éxito es bueno para la salud”, dice un proverbio alemán. Sin embargo, algunas veces, paradójicamente, el éxito que se obtiene en un campo es un obstáculo involuntario para reconocer otros méritos y logros conseguidos por la misma persona en otros géneros creativos.

Tal vez exista una necesidad inconsciente de atribuir etiquetas definitivas, limitantes, aunque llenas de admiración. Muchos artículos dedicados a Enzo Bettiza con motivo de su muerte, el pasado 26 de julio, celebraron al gran periodista; su capacidad de arrojarse a la realidad como un halcón revelando incluso los microrganismos antes de su creación, la rara y original cultura indisoluble del olfato instintivo y seductor de las cosas.

Pero Enzo Bettiza es también —sobre todo— un poderoso narrador. Por supuesto que cada periodista grande y verdadero es también un gran escritor, capaz de asir la realidad y los hombres, y restregárselos en la cara al lector, haciendo de cada noticia un relato, porque la noticia es un relato de la vida, a menudo más bizarro y fantástico que cualquier ficción.

Recuerdo la fuerte impresión que me provocó El Diario de Moscú de Bettiza cuando lo leí y discutí públicamente con él, hace treinta y cuatro años: no sólo es gran periodismo, sino también es el libro de un escritor creativo y fascinante: la página que describe la inesperada humillación pública del mariscal soviético Vorosilov, durante una ceremonia solemne en Moscú, tiene una incisiva calidad de tragedia tacitiana.

La realidad explorada e invertida como un guante por el periodista Bettiza nutre, como un grande, carnoso y ensangrentado animal, al narrador Bettiza y a sus novelas que constituyen una dramática, feroz y voraz comedia humana del siglo XX —El fantasma de Trieste, Los fantasmas de Moscú, El libro perdido, La distracción. Fantasmas, pero de carne y sangre; también las ideas, en los libros de Bettiza, son laceraciones y heridas.

Cabe preguntarse cómo hizo para escribir esa epopeya novelesca, esas miles de páginas, cuya desbordante fantasía requiere de una investigación minuciosa, escribiendo mientras tanto numerosos artículos de investigación y viajes, participando en la vida y en la controversia política y en las tormentosas vicisitudes del periodismo —protagonistas y víctimas, armas y blancos de las luchas de poder— y viviendo con intensidad afectiva y sed disipada, ávida y generosa. Enzo debe haber jugado póker o ruleta con el tiempo, acumulando horas y años como fichas sobre la mesa verde.

Las dos últimas novelas, El libro perdido y La distracción —y quizá también Los fantasmas de Moscú— no tuvieron el reconocimiento que su tumultuosa y anómala épica merece.

Bettiza es también capaz de una moderación sobria e intensa, como en la novela La campaña electoral (1953) —quizá el más bello relato sobre aquellos meses de 1948, en los que se decidió el destino de Italia en la guerra entre Gog y Magog, entre Occidente y el Oriente comunista. Exilio (1996) —literalmente su obra maestra— es un libro de franca poesía, con el don de la ligereza que esta última requiere.

Pero Enzo sabía que la novela contemporánea debe sumergirse en el desorden, en la vitalidad cancerosa de una Historia que es énfasis, estrépito y furor como lo es la vida para Macbeth; hundirse en los naufragios, en los fracasos de la Historia, en los intentos de darle significado y detener su matadero y también los intentos de contar todo esto de manera armoniosa. Estilísticamente Bettiza queda, pues, vinculado a la novela decimonónica más que a aquella del siglo XX que se construye disgregándose y creando con esa disgregación una forma nueva. Pero esa estructura todavía clásica está impregnada de todo el desorden, de toda la fiebre de la narrativa más ardientemente contemporánea. Es lógico que esas obras permanezcan al margen en una temporada en la cual la literatura consiste ante todo en la confección de novelas bien hechas y transgresiones políticamente correctas.

Escritor italiano inconsciente o incapaz de una literatura bien educada —la característica literaria odiada por los grandes autores triestinos— Bettiza es dostoyevskiano, balcánico por la violencia y la desmesura de sus novelas en las que resuena la música torrencial de Crnjanski, Krleža y Andrić. La riqueza y la proliferación de su escritura implican inevitables excesos de generosa bulimia creativa.

"Bettiza pasó su vida denunciando, adentellando, desenmascarando, desfigurando y demoliendo el comunismo y, en particular, el comunismo oriental, soviético y eslavo en sus diversos componentes y variantes.”

Bettiza es sobre todo manniano, incluso por la concepción de la novela como hibridación de acontecimientos, personajes e ideas; manniano sobre todo por ese pathos de civilización que resuena en la palabra alemana Kultur, intraducible en otros idiomas. Esa Kultur se disgrega y enturbia en el desorden, y ese desorden, fangoso y metafísico, es identificado por Bettiza con el comunismo. Sin comunismo, escribió su admirador y amigo fraterno Dario Fertilio, no hubiera existido Enzo Bettiza. Después de una breve fascinación comunista en su juventud, Bettiza pasó su vida denunciando, adentellando, desenmascarando, desfigurando y demoliendo el comunismo y, en particular, el comunismo oriental, soviético y eslavo en sus diversos componentes y variantes. Éste le parecía la quintaesencia del totalitarismo, la momificación del desorden, el cual le provocaba repulsión y atracción, quizá por un sentimiento de oscura cercanía.

Pero en ese ensañamiento fascinante tal vez había algo más profundo, que explica por qué su creación artística y sus personajes casi siempre tienen que ver con el comunismo en sus versiones más siniestras. Tal vez porque, a diferencia de otros totalitarismos, éste era la respuesta, trágica y a menudo bárbaramente equivocada, a preguntas y exigencias quizás imposibles, pero grandiosas y necesarias. éste había sido “el sueño de una cosa” de que hablaba Marx, de una humanidad liberada. Su perversión —si está implícita o no en las premisas es ya una pregunta radical— le parecía la máscara cruel, descarada y grotesca de la Gorgona, o de la vida misma.

No es casualidad que muchos de los protagonistas de sus novelas sean agentes, sicarios, espías, mártires y víctimas de esa Gorgona; y que su turbia actividad política, lista para la inmolación expiatoria propia y ajena, se mezcle con el fascinante y repulsivo desorden instintivo de la vida misma, con la perversión erótica, con la traición de la cual está tejida la existencia. Parafraseando el título de un libro de otro ex comunista anticomunista, Arthur Koestler, muchos de sus personajes son ángeles caídos y, por lo tanto, demonios.

Caídos tal vez inevitablemente, porque la vida misma es corrupción, incluso si es recorrida por la nostalgia vana y conmovedora, como en el final de La distracción, en la que el nonagenario Peter Jarkovic está turbado por el temor y el tremor cuando cree ver en una joven mujer a otra mujer a la que amó muchos años antes, en ese recogerse, expandirse, dispersarse y condensarse del tiempo que es la vida y que es el aliento de la novela que lo cuenta. La misma actividad de espía, propia de muchos de sus personajes, refleja ese doble juego que es la vida, cuyo palpitar es traicionar, en primer lugar, a nosotros mismos.

Ciertamente Bettiza, con la parcialidad unilateral que es propia no tanto del político o del ideólogo, sino del narrador —que tiene la necesidad de evocar a sus fantasmas—, vio muy poco, o no vio, la cálida humanidad de tantos comunistas, capaces no sólo de morir, sino también de vivir con sincera fraternidad, tal vez uno de los últimos ejemplos de humanidad clásica. Incluso, gracias al comunismo, aunque no ciertamente gracias a los regímenes comunistas, una plebe se transformó en pueblo, en ciudadanos. Ascenso noble y vano, en momentos en los que toda la sociedad es cultural y humanamente una plebe vulgar y pretenciosa.

Creo que entre Enzo y yo hubo una verdadera pero intermitente amistad, una instintiva y recíproca simpatía y complicidad, debido quizás en parte a una raíz común ilírica-dálmata —su Spalato (Split), la Sebenico (Šibenik) de mi abuelo, las Islas Quarnerine, paisaje de mi vida.

Sabía ser prepotente, consideraba obvios y necesarios los homenajes, los honores, los lujos y la condescendencia a sus placeres y deseos —recuerdo su consternado pero divertido estupor cuando, en la Gorizia de los años sesenta, una chica le dijo que no. Pero había en él —en su sonrisa incluso tímida— un candor con el que jugaba, pero que era realmente auténtico, un trato amable en el sentido antiguo del término, una real capacidad de afecto.

Cuando era el centro de la atención, le decía “¡Enzo, veo!”, usando el lenguaje del póker gracias al cual, según me había contado muchos años atrás, se había mantenido, en una dura época juvenil, gracias a sus habilidades como jugador. Fue él, hace cincuenta años, quien me presentó a Giovanni Grazzini, quien dirigía el suplemento cultural del Corriere della Sera, el Corriere Literario, y que después de buscarme y conocido me hizo muy pronto colaborador del periódico.

En los últimos años sólo lo vi dos o tres veces: una noche en Milán en una cena con Ottavio Missoni y Dario Fertilio, con los que a veces se ponía a hablar en croata, excluyéndome. Enzo se fue a la edad de su último protagonista, Peter Jarkovic, alias Pëtr Jarkov, y nos enseñó que todos somos un poco un alias. Su dedicatoria en La distracción —“A Claudio, con viejísima amistad”— hace sentir que la amistad es tal vez el sentimiento que resiste mejor a la corrupción de la vida.

—Reproducimos este artículo con la anuencia

del autor y de Giuliana Scala,

de Il Corriere della Sera.