Recuerdos de Oscar Wilde

Recuerdos de Oscar Wilde
Por:
  • jaume

Por Ford Madox Ford / Traducción Antonio Saborit

En el mes de diciembre del año anterior al juicio de Oscar Wilde, el tío de este escritor reunió a los hombres jóvenes de su familia y con solemnidad les notificó que si algún otro hombre de mayor edad nos hacía “proposiciones o insinuaciones de una cierta naturaleza”, teníamos la libertad moral y legal para matarlo “con el arma que estuviera a

la mano”. Quien así se expresaba no sólo era hermano de Dante Gabriel Rossetti, el poeta pre-rafaelita, sino también Secretario de Ingresos de Su Majestad; uno de los funcionarios fijos más poderosos y responsables de la Gran Bretaña y el ser humano más razonable que haya habido en la Tierra.

De ahí se inferirá que a fines de 1894 los padres de hijos adolescentes de Londres veían “pervertidos” al acecho en cada sombra; y que Wilde y los oscarismos, en sus diversos tipos, fueron la preocupación de esa metrópoli casi hasta excluir el resto de la quincalla intelectual. Y bajo las confortables capas de la Sociedad gruñían las inmensas y aterradoras arenas movedizas de las Clases Inferiores y el bajo mundo, con las orejas bien paradas para oír los detalles de los encuentros de su propio Marqués Pugilista, un ricachón de nombre Wilde, y la gentuza del Mews. Cada dos o tres días, inspirado por el generoso oporto de su comida, el Secretario del Interior emitía una orden de arresto contra el señor Wilde; pero en las brumas de la indigestión previa a la cena ordenaba que la retiraran. La Reina y el señor Gladstone, para entonces retirados, estaban piadosamente a salvo de estas murmuraciones, ¡o quién sabe lo que habrían hecho!

Este escritor, sin embargo, no fue consciente de ninguna de estas cosas, hasta el estreno de La importancia de llamarse Ernesto. Ejemplos, o el conocimiento en sí de lo que se llamaba “perversión” nunca se habían atravesado en su camino; incluso el exhorto del señor Rossetti le había parecido casi incomprensible. Y el que se pudiera atribuir alguna culpa al señor Wilde le habría parecido absurdo. El señor Wilde era un sujeto callado que, por años, todos los sábados venía a tomar el té con el abuelo de este escritor, Ford Madox Brown. Wilde se sentaba en un sofá de respaldo alto, estirando ligeramente una mano hacia el resplandor del fuego de los leños y hablaba de las cosas más aburridas posibles con Ford Madox Brown, quien, con sus rozagantes mejillas y su cabello blanco cortado como el Rey de Corazones, sentado del otro lado del fuego en otro sofá de respaldo alto, estirando la otra mano hacia el fuego, difería por lo general con el señor Wilde en temas como el de la autonomía para Irlanda o la conversión de la deuda interna.

De hecho, el señor Wilde representaba, para este escritor y, hasta donde sabe, para sus primos, los Rossetti menores, lo que nosotros habríamos llamado uno de los objetos cotidianos de la campiña. Al igual que otros

viejos amigos o protégés y las amistades pobres de Ford Madox Brown, el señor Wilde tenía su día de la semana para irle a mostrar sus respetos al padre de los pre-rafaelitas. Esta costumbre la inició durante la larga etapa de una enfermedad muy seria que padeció el hombre de más edad, y persistió en ella, según lo dijo después, por el gusto que le insipiraba la única casa en Londres en la que no tenía que andar

de cabeza.

Es cierto que ahí podía estarse todo lo quieto que quisiera, pues más de una vez él y Madox Brown callaban por largos minutos durante el atardecer. De ahí que el pintor se formara el hábito de negar que el joven poeta que se sentaba frente a él tuviera algún ingenio, y como Madox Brown murió un año antes del juicio Wilde-Queensberry, se fue sin saber nada sobre la singular naturaleza del ave del paraíso que las tardes de los sábados se acurrucaba en el bergère de respaldo alto junto a la chimenea. Así, la única expresión de ese tiempo que este escritor considera como auténtico respecto al señor Wilde, fue que admitiera haberse equivocado en una profecía política. El gobierno conservador de entonces decidió reducir la tasa de interés sobre la deuda pública. El señor Wilde había profetizado que semejante “conversión” sería desastrosa para las finanzas del país. Sin embargo, la tasa se redujo del 3 al 2.75 por ciento sin provocar ningún pánico en la Casa de Bolsa. El gobierno había triunfado, y este escritor aún recuerda muy vívidamente la robusta figura de Wilde al entrar al estudio la tarde de un sábado, detenerse, desabrochar su enorme saco, quitarse los guantes y, como se usaba entonces, golpearlos contra la palma de su mano izquierda, exclamando con una voz

inusualmente sonora:

—¡Veo que me equivoqué, Brown, con lo de la deuda pública!

Y este escritor podría añadir que el último poema de Christina Rossetti —cuyo manuscrito resulta que obra en sus manos— está escrito en el dorso de un sobre usado en cuya parte delantera la poetisa realizó algunos garabatos sobre las fluctuaciones en el precio de la deuda pública. A tal punto se parecían aquellos días a los nuestros.

Así, el primer indicio de lo que Wilde significó para Londres y más tarde para el mundo, así fuera un indicio irresponsable o siniestro, fue el ramo que Lord Queensberry le obsequió la noche del estreno de La importancia de llamarse Ernesto. Vaya acontecimiento. Este escritor pudo haberse demorado o tan sólo carecer de experiencia. Pero era imposible durante la representación de la pieza no sentir que tanto el público como la calidad de las emociones del público eran algo distinto a los de cualquier otro estreno a los que había asistido. Ese público era casi infinitamente “sabihondo”. Lo integraban, presumiblemente, una mitad de “decadentes” más o menos imprudentes e irresponsables, y de ricos, gente más o menos cultivada y titulada que, por lo menos, estaba en el secreto y presumiblemente no desaprobaba lo que representaba Wilde. Lo que en ese momento Wilde representaba es demasiado extenso para analizarlo aquí.

Al caer el telón, Wilde salió, muy pálido, parpadeando ante el resplandor de las candilejas y anticipando

de manera singular la apariencia del señor Morley el otro día en el Oscar Wil-

de del Fulton Theatre. Algo dijo, en la voz del señor Morley, esa especial combinación de irlandés y estudiante del colegio

Balliol. Luego la agitación del público lo hizo dudar. Sus ojos, siempre inquietos, deambularon más inquietos que de costumbre sobre el público de la galería a la luneta. Un inmenso ramo blanco y rosa avanzaba por el pasillo entre las butacas.

Sólo eso bastó para provocar una risa nerviosa, ya que los ramos se ofrecen únicamente a las mujeres. Pero cuando el ramo llegó a la solitaria figura de negro con el rostro pálido y el público pudo ver en qué consistía, un trasfondo extraordinario de pánico negro surgió en ese recinto semi ovalado. Los hombres se pusieron de pie y las mujeres se cubrieron rápidamente los hombros con sus capas de armiño, como sintiendo que en el acto debían huir de una escena en la que la violencia estaba a punto de estallar.

Resultó que el ramo, a la vista de todos, estaba hecho de zanahorias y nabos envueltos en la espuma de un vulgar papel de estraza. El pánico en el rostro de Wilde superó el pánico final que le sobrevino en el careo con Sir Edward Carson en el juicio de Wilde vs. Queensberry. Se estremeció y sus labios mostraron su turbación. Durante el juicio su desplome fue muy gradual; ahí, tras las candilejas, le cayó un rayo encima. Él, como cientos de personas en el teatro en ese instante, comprendió que ese era el insulto final de Queensberry al autor de la obra. Este asunto no podía mantenerse bajo la alfombra. Y la veloz salida del público en el teatro fue como una deserción pública de ése desdichado ídolo de lo impensable. Se vio gente correr hacia la salida y los gritos de apoyo de los contados decadentes que tuvieron el valor de salir en su defensa se vieron completamente ahogados por las voces de quienes salían y se explicaban entre sí lo que significaba todo aquello. Al día siguiente todo el Londres murmurador oyó que el Marqués había dejado en el vestíbulo del club de Wilde una tarjeta suya con un insulto irrefutable.

Así, la demanda por difamación de Wilde contra el Marqués en realidad fue un acontecimiento espantoso. No se juzgó tanto a Wilde como al espíritu de irresponsabilidad, y muchos de nosotros —todo Londres en el grado más remoto— fuimos culpables de simpatizar con el espíritu de irresponsabilidad.

Y hubo algo más. Hay que recordar que por primera y última vez en toda la historia de Londres, las artes —al menos la pintura y la poesía— fueron consideradas durante cerca de un año como uno de los atributos importantes de la metrópoli. Los poetas y pintores de Londres, por primera vez en la historia del mundo, fuimos noticia de primera plana. Se hicieron fotos de nuestras chimeneas, nuestros libreros, nuestros perros favoritos, nuestros patios traseros para publicarse con los honores del relumbrón. Sí, la propia pluma de este escritor, y también su tintero, se reprodujeron en las relucientes páginas de los semanarios de la ciudad capital.

De ahí la duda del Secretario del Interior al emitir y retirar su orden de aprehensión. En Londres, la gente de la pluma integraba entonces un clan que había que tomar muy en serio. Y ese mismo hecho produjo el desplome de Wilde. Él no podía creer que el estado victoriano se atreviera a medirse contra el principal poeta pre-rafaelita y el más destacado dramaturgo de la hora.

El desplome de Wilde durante el juicio de Queensberry ocurrió muy lentamente y, por lo mismo, fue toda una agonía. El careo con Carson duró por lo menos tanto como toda la pieza de Oscar Wilde en el Fulton. Y fue desde luego imposible que nuestras simpatías no se inclinaran a esa rata condenada en esa ratonera sin causa. Cada vez que respondía a Carson, como cuando dijo: “No, no es poesía cuando usted la lee”, respirábamos aliviados como si un héroe que inspira pena hubiera logrado lo imposible. Pues en la árida armadura con la que procede la legislación inglesa los dados están tan cargados en pro del demandado que podemos dudar de que el arcángel Miguel, o en su defecto Maquiavelo, lograran librarse con una sabia defensa. Wilde, sin embargo, estuvo cerca de lograrlo una o dos veces.

No, nuestras simpatías debían estar con Wilde, en ese lugar y en esa circunstancia. Se trata de un punto que de ningún modo es una crítica al arte que se desplegó en el escenario del Fulton, donde el careo que se mostró no replicó de ninguna forma el proceso en los juzgados de Londres. En la corte no hubo los gritos ni los desplantes del abogado que mostró la obra del Fulton. Sir Edward Carson habló desde una especie de palco, a cierta distancia del demandante y en voz muy baja, aunque también clara. Esto hizo que pareciera lo más horrible cuando de pronto empezó a temblar la mano izquierda del hombre pálido en la parte baja de su saco. Y luego su mano derecha, con la que sostenía sus guantes, temblando contra la solapa de su saco. No hicimos más que esperar y esperar la siguiente señal de descompostura hasta que al fin apareció, cuando arrojó histéricamente los guantes al pozo del juzgado, sus labios musitando palabras ininteligibles hasta concluir en el silencio. Las tres etapas del desplome tal vez necesitaron una hora y media para su realización.

Sí, Wilde sobrestimó el sitio en la jerarquía victoriana de un poeta-dramaturgo que era el centro de la atención de dos continentes. ¿Acaso sintió toda la imprudencia y lo impensable de Londres, París, Nueva York, y por qué no, las ilimitadas praderas del Medio Oeste? Chicago lo había recibido como a un rey.

Así, enseguida del final del juicio de Queensberry, el Secretario del Interior informó a Robert Humphreys, quien era abogado de Wilde —y también de este escritor— que a las 6:51 de esa misma tarde saldría una orden de arresto contra Wilde. Fue un aviso de que el tren para tomar el barco hacia París salía de la estación Victoria a las 6:50. Muchísimos sabihondos se fueron en ese tren pero por desgracia Wilde no fue uno de ellos. Llegó al despacho de Humphreys a las dos en punto de esa tarde y antes de que éste pudiera decir una palabra, se arrellanó en una silla, se cubrió el rostro con las manos y lloriqueando deploró los excesos de su juventud, el desperdicio de su talento y su aborrecible madurez. Pero en el momento en que Humphreys, tras rodear su mesa, estaba por darle una palmada en el hombro y decirle que se animara, que se comportara como un hombre y se fuera rumbo a París, Wilde apartó de pronto las manos de la cara, le guiñó con jovialidad al abogado y exclamó:

—¡Te la creíste, viejo!

Ningún argumento de Humphreys convenció a Wilde de salir rumbo a París.

No. Se envalentonó, asumió su pose de autócrata y exclamó:

—¡Cómo crees que atreverán a tocarme! ¡Al autor del Abanico del Lady Windemere! Te digo que si lo hacen caerá el gobierno. Los franceses le declararían la guerra. ¡Hasta Estados Unidos!

Era, por cierto, una figura más firme que la del señor Morley. Este escritor recuerda haberlo visto a pleno sol en Fulham durante la fiesta al aire libre del obispo de Londres, con un sombrero de copa blanco y un saco de cola gris y botones negros y galones, muy ceñidos para él. Y parecía, como se dijo, muy erguido, una figura casi viril, si bien demasiado tiesa. Este escritor conserva una visión muy vívida del señor Wilde, quien era un objeto común de la campiña, se sentaba en un sofá de respaldo alto, consumía té y galletas con el lujo de un gran gato persa acurrucado junto al fuego. ¿No sería ése el auténtico Wilde? ¿El hombre que suspiraba aliviado al verse en la única casa en Londres en la que no tenía que andar de cabeza?

Todavía hoy, el escritor o poeta que quiera asegurar el mínimo plato de avena que le conserve la piel sobre los huesos, debe realizar toda una serie de trucos para obtener alguna publicidad sobre sí mismo. Pero en los días victorianos esos trucos debían ser todavía más absurdos porque aún no había agentes de prensa y el público era aún más indiferente hacia las artes. Casi ningún gran poeta o pintor victoriano logró la mitad de la impresión que él causó en el público con una u otra singularidad

en el vestir o una u otra excentricidad en

su conducta pública. A este proceso se le llamó alternadamente épater le bourgeois o “tocar al filisteo en la llaga”. Y como Wilde estaba decidido y logró mantenerse en el centro de la escena, parecería inevitable que acabara donde acabó gracias a su gusto personal o a la lógica despiadada de la publicidad.

Este escritor se aferra a la mediana convicción de que Wilde pecaba por esnobismo, debido a la naturaleza de sus escasos contactos con Wilde en París durante los años finales. Cierto que Wilde, llorando y musitando y rodeado de alumnos vulgares, era un espectáculo bastante lamentable de indulgencia, soledad y alcoholismo. Los estudiantes hacían con él casi a diario una comedia nocturna. Fueron los días del gran temor a los Apaches. Wilde poseía una sola cosa de valor, la única que atesoraba: un pesado bastón negro de caoba con un garfio por manguillo y numerosas incrustaciones de marfil. Los estudiantes llegaban a su mesa y le decían:

—¿Ve ahí enfrente a Bibi la Touche, el Rey de los Apaches? Se le antojó el bastón de usted. Se lo va a tener que dar o su vida peligra.

Y luego de insistir por largo tiempo, Wilde, llorando aún más copiosamente, terminaba por ceder su bastón. Los estudiantes se tomaban la molestia de regresarlo a su hotel en la Rue Jacob, y a la mañana siguiente, Wilde, quien parecía haber olvidado el incidente de la noche anterior, encontraba su bastón, salía rumbo a Montmartre y todo el asunto volvía a comenzar.

Y quizá no estemos del todo seguros de que este fuera un último intento, o casi el último, por “espantar al burgués”. De manera muy obvia —y casi melodramática— Wilde estaba disminuido, perdido y ahogado en alcohol, y se sospecharía que montaba esa triste puesta en escena para complacer al paseante. En ese entonces los contactos de este escritor con Wilde se limitaron a invitarle tragos muy raros o a llevarlo en fiacre a la Rue Jacob, cuando era muy tarde y si él estaba solo.

Desde luego, no se sabe hasta qué punto sus amigos realmente lo abandonaron. Tal vez agotó la paciencia de la gente. A este escritor le agrada pensar que tal vez Wilde, con todo esto, en realidad obtenía provecho de un mundo del que se había burlado de manera consistente.

Como haya sido, una noche ya muy tarde, este escritor se topó con Wilde, irremediablemente ebrio, tirado sobre una mesa afuera de algún bistrot de Montmartre. En ese momento este escritor se encontraba en la penosa situación de sólo traer dos francos. Era presumible que Wilde no tuviera un centavo. Por lo tanto había que caminar con él un largo trecho antes de llegar adonde fuera posible tomar un taxi a su hotel por dos francos. Al principio fue muy difícil poner de pie al poeta; pero cuando se dio cuenta de quién le hablaba se recompuso y dijo de pronto:

—Ah, sí, no me opongo —Wilde trastabilló unos metros, en su papel, y luego enderezó la espalda y caminamos juntos un largo trayecto por la oscura Rue Pigale, mientras él se refiría con notable pesar al abuelo de este escritor y a la gran casa en Fitzroy Square. Daba la impresión de conservar aún entonces un gran afecto por el recuerdo de Madox Brown, quien para entonces ya había muerto. Esa caminata es para este escritor algo sumamente doloroso.

En esa época era muy joven y que el silencioso caballero de los sábados de Madox Brown hubiera caído tan bajo le parecía terrible. De pronto Wilde exclamó:

—Hey, ¿qué pasa? ¿Por qué caminamos? El hombre no nació para caminar cuando hay llantas en las calles.

—Lo siento mucho, señor Wilde —dije yo—. No tengo dinero para pagar un taxi.

—Ah, ¿eso es? —dijo. Y metiendo su mano derecha en el fondo de la bolsa de su pantalón sacó un buen rollo de pequeños billetes. Detuvo un taxi con una señal, lo abordó y desapareció como cualquier caballero inglés, dejando a este escritor parado en la banqueta.

Véase como se quiera. A este escritor le gusta verlo así: que Wilde recuperó al final un poco de lo suyo —quitándoselo a este escritor y al resto de imbéciles— y que murió como vivió: no sobregirado sino con la vista puesta, como dice la frase, en sus propios recursos. Al menos es grato imaginarlo guiñándole un ojo a San Pedro, tal y como lo hizo con Bob Humphreys,

y exclamando:

—¡Te la creíste, viejo!

Texto publicado originalmente en The Saturday Review, núm. 20, EUA, mayo 27 de 1939.