Regina

Regina
Por:
  • gerardo_de_la_cruz

Hubiese querido que fuera de a poquito a poco y bajo otras circunstancias si es que debía suceder. Despacito, para que no la tomara por sorpresa; pero Regina era optimista y tenía los pies bien plantados en la tierra. Cierto que a ratos deseaba que mejor no hubiese ocurrido. Pero sucedió como sucedió y debía adaptarse a la nueva situación, buscarle el lado positivo al hecho de no existir aun existiendo, porque sabía que estaba viva y no era ningún fantasma. No hasta ahora, por lo menos, pues si bien su nombre había desaparecido del padrón electoral, tampoco había dado con él en alguna lápida de los cementerios y en casa la vida continuaba como si nunca hubiese existido, como si sus hijos hubiesen nacido por generación espontánea.

Quizá lo que más incomodaba a Regina era la forma como descubrió su no existencia un día de quincena en el supermercado. Era muy prosaica, sin magia, nada digno de recordar, nada excepcional. Al principio —cuando aún se resistía a su nueva realidad—, ya de noche, sola en la tienda, recreaba la escena y volvía a andar los pasos andados ese día, con la esperanza de hallar en qué momento se torció todo. Entonces, lista del mandado en mano, repetía el recorrido. Sin embargo, cuando llegaba a lácteos, donde había dejado el carrito con las compras que no llegó a hacer, todo se volvía confuso.

Se recordaba en el departamento de embutidos como en un vagón del metro en horas pico, esperando turno. El 74 y apenas iban en el 62. Soportó más de quince minutos empellones y groserías —que en honor a la verdad, hoy lo reconocía, no eran tales, pues ya había dejado de existir—. Aguardó, pues, en medio de esa horda hasta que el indicador marcó el número correspondiente a su turno. El dependiente, bajo el tapabocas, gritó “¡setenta y cuatro!” dos veces.

—¡Aquí, setenta y cuatro, yo, aquí...! —insistió Regina, también a gritos. Los ojos huidizos e inquietos del empleado buscaban al cliente 74 en el enjambre de salvajes amas de casa y, ante la mirada incrédula de Regina, sin poder abrirse paso, la mano del joven presionó un botón y cambió el turno. Al ca-bo de un segundo, Regina se hallaba casi de pecho sobre el refrigerador:

—¡Óigame, qué le pasa! —protestó a voz en cuello, o quiso protestar (aún tenía dudas), porque para entonces ya tenía a un hombre y a una mujer con su niño en brazos sobre ella, de tal suerte que en breve fue expulsada como Jonás de la ballena. Insultó al tipo aquel y apenas reprimió el impulso de darle un par de bofetadas a la otra mujer, que se había comportado agresiva como pocas.

Regresó a lácteos blasfemando, más bien resignada a volver luego o al día siguiente o ¡quién sabe! A estas alturas sólo esperaba que el carro continuara donde lo dejó y, en efecto, ahí continuaba, a escasos centímetros de los quesos. Sonrió y se sintió recompensada. De lo perdido, lo ganado, pensó a un paso del carrito. Sin embargo, el semblante relajado de Regina rápidamente adquirió un matiz de furia. Cuando creyó que nuevamente tomaba posesión del carrito y las viandas requeridas por la familia, una pareja de ancianos se interpuso en su camino y con aprehensiva calma, comenzó a desalojar los productos que no necesitaban.

 

"Los ojos huidizos e inquietos del empleado buscaban al cliente 74 en el enjambre de salvajes amas de casa y, ante la mirada incrédula de Regina, sin poder abrirse paso, la mano del joven presionó un botón y cambió el turno.”

 

—Disculpen, señores, este carrito es mío —reclamó Regina entre dientes, pero cortés.

—Ay Chucho, pues no te desveles hoy —dijo la mujer—. Por eso luego andas con dolor de cabeza todo el día; además mañana vas al doctor, acuérdate.

—Y mañana, ¿por qué? ¿Cuál doctor?

Regina imaginó, con razón, que quizá la edad había hecho estragos en los ancianos, que estarían medio sordos. Pero ¿ciegos? También era posible, aunque Regina estaba allí asida a la canastilla del carro, ¿cómo no verla? Bufaba, tratando de contenerse para evitar un altercado. Los viejos seguían sacando las futuras compras de Regina.

—¡Señor!, ¿qué hace? —protestó enérgicamente—. ¡Les digo que este carro es mío, dejen...!

De pronto la vieja se detuvo, preocupada, y Regina se reprochó haber levantado la voz. Quizá sí estaban un poco ciegos, los anteojos del hombre eran más gruesos que el parabrisas de su auto.

—Hay mucha gente —observó la señora—, sería bueno que fueras haciendo cola mientras yo termino con esto.

El hombre, visiblemente mayor que su esposa, devolvió el cereal a donde estaba y se volvió hacia las cajas. No había una sola razonablemente rápida, ni la destinada a los adultos mayores y a embarazadas.

—Oye, Mine, deberías formarte mientras yo termino de hacer las compras... ¿Poncho pidió las Zucaritas?

La mujer movió la cabeza suavemente, algo que no era ni afirmación ni negativa, y suspiró:

—Déjalo —dijo, y enseguida se deshizo de los tres paquetes de papel higiénico que Regina había incluido en su lista del mandado y, apartando a ésta de un manotazo, como quien espanta a un mosquito, se agarró al asidero del carrito. Y se alejaron, no sin antes atropellarla, mientras el viejo insistía en que Mine se formara en tanto él terminaba de reunir las compras de la semana.

Regina permaneció unos segundos inmóvil, demudada, con esa misma expresión (la mirada perdida y la boca entreabierta, con un gesto que media entre la cólera y la sorpresa) que aún hoy, de pie frente al espacioso refrigerador del departamento de embutidos del supermercado, se apodera de ella cuando indaga el porqué de su no existencia.

Cuando salió de su estupor, Regina cogió uno de los paquetes de papel higiénico y furiosa, verdaderamente indignada, se encaminó a las cajas; pero no se detuvo a pagar, sencillamente se siguió de largo hasta cruzar la salida, sin dejar de maldecir a la pareja, y a la mujer con el niño en brazos y al dependiente y a cuantos habían pasado sobre ella esa noche.

No reparó en el pequeño robo sino hasta que se vio en el estacionamiento, a varios metros de la puerta principal del supermercado. Fue como si le hubieran dado un revés o un choque eléctrico. Regina volvió la vista hacia la entrada. Acodado sobre la barra del guardarropa, uno de los dos vigilantes de la tienda examinaba sus uñas; el otro, casi junto a ella, la miraba con ojos acusadores. Oprimió el paquete contra su pecho y contuvo la respiración. Entró en pánico.

—Perdón, perdón —tartamudeó y agachó la cabeza tratando de hallar una explicación satisfactoria al hurto—. Discúlpeme, no me di cuenta, yo... Señor oficial, de verdad, se lo juro oficial, no me di cuenta, yo...

Era como hablar sola. Sólo Dios sabe qué pasaría por la cabeza del policía, que continuó su recorrido jugando con la porra como una bastonera. El papel higiénico se deslizó suavemente sobre su pecho y cayó al piso. Regina sentía que estaba parada en una masa amorfa y movediza, ahí, como en una ciénaga en pleno estacionamiento. Las personas y los autos —sin intentar siquiera esquivarla— pasaban frente a ella como si no existiera porque, en efecto, había dejado de existir del todo momentos antes.

 

"Regina vivía ahí desde los veinte años y nunca había reparado en el espacio que daba abrigo a las dos mujeres, ni siquiera después del atardecer, cuando salió rumbo al supermercado.”

 

Al cabo de un rato se dirigió a casa. Necesitaba ordenar sus ideas, estaba muy consternada. Una cuadra antes se detuvo y hurgó en su bolso en busca de las llaves. Entonces alzó la vista y advirtió un discreto recodo, un estrecho callejón del cual emergía una tímida luz anaranjada, el cual llamó violentamente su atención. Según comprobaría un minuto después, se trataba de una pequeña hoguera, en torno a la cual departían una elegante dama de edad madura y una joven gótica. Apenas asomó la nariz, retrocedió.

Regina vivía ahí desde los veinte años y nunca había reparado en el espacio que daba abrigo a las dos mujeres, ni siquiera después del atardecer, cuando salió rumbo al supermercado. Para ser indigentes, su facha distaba considerablemente de la de un pordiosero. Aunque percibía cierto halo de tensión, las dos mujeres charlaban animadamente; incluso la más joven, al primer golpe de vista, parecía muy locuaz.

Regina prosiguió su camino, excitada. Cuando se halló frente a la puerta del edificio donde vivía, pensó en sus hijos y en Javier, su marido. Clavó los ojos en la cerradura y se mordió los labios. Quizá para entonces ya sospechara —un presentimiento vago, ese sexto sentido femenino que lo dice todo pero no se puede traducir en palabras— y la imagen de las mujeres en la hoguera atravesó de punta a punta su curiosidad. Las llaves no aparecían. Era poco probable que las hubiese olvidado, mas no dejaba de ser una posibilidad. Tocó el timbre, pero nadie respondió. Aguardó largo rato y volvió sobre sus pasos. En la esquina había un teléfono público. Sin embargo, sus pasos se dirigieron hacia el recodo.

[caption id="attachment_699190" align="aligncenter" width="1068"] Foto: Especial[/caption]

Titubeó antes de aproximarse a la hoguera que provenía del hasta entonces inadvertido ángulo de la callejuela.

—Espero no interrumpir —dijo con un hilillo de voz—, ¿de casualidad han visto a un hombre...?

No terminó de formular su pregunta. Apenas sus palabras sorprendieron a las dos mujeres, la de mayor edad atajó a Regina, sin desprender su atención del corazón de la hoguera:

—Así que tú también —el tono de su voz era de aflicción.

—Yo también... ¿qué? —replicó Regina, casi a la defensiva.

—¡Te lo dije, bebé, te lo dije! —exclamó con ademanes de triunfo. La dama le devolvió una mirada severa y enseguida cambió su actitud—. Lo siento, no era mi intención —repuso la joven. Luego se puso de pie y sonrió con ternura. Cogió del brazo a Regina y la atrajo hacia sí, al filo del fuego.

—Pobre niña mía —dijo la mayor, tendiéndole la mano.

—Vamos, acércate a la hoguera, debes estar confundida —repuso la chica gótica y, sin soltarla, comenzó a explicarle la naturaleza de su nueva condición.

Para mitigar la impresión o darle un sentido de realidad, le dijeron que no era la única, que no era su culpa, que como ella había miles por ahí, que unas tardaban más que otras en darse cuenta. Como si fuera víctima de algo y desconociera, o no quisiese reconocer, de qué.

Regina escuchó en silencio, sin interrumpir, la mirada concentrada en el fuego crepitante. Las palabras de sus compañeras entreveradas en su cabeza se precipitaban hacia la nada como las llamas desde el corazón de la hoguera. De pronto dejó de escucharlas y entristeció, la certeza de no ser es demasiado para quien nunca ha sido nada. Al principio, porque luego experimentó una sensación de levedad que le devolvió algo de peso a su existencia, algo que no tenía y las cosas le parecieron más nítidas que un amanecer en altamar, a la deriva.