Simón

Simón
Por:
  • bibiana_camacho

No me deja dormir. Escucho sus sollozos y por más que he intentado abrir la puerta no lo logro. Algo hizo desde dentro. Ya le hablé con cariño, lo amenacé con correrlo de la casa y hasta de aventarlo por el escusado, pero nada. Ahora ni siquiera me dirige la palabra, no tengo idea de lo que me reprocha o de lo que le hice, no entiendo cómo puede durar tanto tiempo disgustado: barrita y grita, grita y barrita; ahora, después de tanto tiempo sé distinguir perfectamente un sonido del otro. El barrito casi siempre es festivo, se prolonga y en su duración tiene diferentes tonos que suben y bajan como si se tratara de una melodía armoniosa y agradable; en cambio los gritos suenan siempre desesperados y urgentes, como si estuviera al borde de la muerte. Ya intenté pasarle un poco de cacahuate fresco y recién pelado, como le gusta, a través de la persiana de la puerta del anaquel inferior del escritorio, pero el muy bruto, aunque sacó la trompa no fue capaz de sostener el alimento.

Acabo de poner una placa para mosquitos. Odia ese olor y dice que le da náuseas y ganas de vomitar, a ver si así deja de hacer berrinche y decide por fin salir del anaquel de mi escritorio. Lo que más me preocupa y espero no habérselo dicho nunca es que ahí guardo mis recuerdos más preciados. Las fotos familiares, de amigos. Mis diplomas y reconocimientos que sólo sirven para engrosar un CV, cartas de amigos, recortes de periódicos, postales, dibujos. Me da miedo que destruya cosas, que se orine encima. Quito la placa para mosquitos y pongo atención a los sonidos. Nada parece haber cambiado, los barritos siguen igual en intensidad y tono, o al menos eso me parece. Ya no intento consolarlo, ni razonar con él. No tengo idea de lo que pudo haber ocurrido. Hago un recuento: en la mañana amaneció de buen humor. Anduvo corriendo por todo el departamento. Jugaba con un llavero en forma de elefantito que le traje de una cantina, de esos que encienden y apagan. Lo traía jodido al pobre llavero, de un rincón al otro. Barritaba lleno de alegría, lo dejaba en un sitio largo tiempo mientras observaba cómo parpadeaban las luces intermitentes azules y rojas. Antes de que me fuera a trabajar se aburrió y dejó el llavero botado en la cocina.

Durante el día, Simón se conectó al chat del Facebook y platicamos intermitentemente. Me contó que el llaverito lo había fastidiado y ahora estaba debajo de la cama, pero que por favor le llevara otro. Le expliqué la dificultad de encontrar esos objetos. Los vende gente en las cantinas, dije, tendría que ir a una y luego esperar que se apareciera el vendedor, justo con esa figura, porque a veces ofrecen otras. Pero Simón no me tomó en serio, pensaba que era tan fácil como ir a una tienda a comprar un refresco.

En la noche, llegué a casa con las manos vacías, Simón no parecía decepcionado, de hecho estaba un poco ebrio y descubrí, mientras nos cocinaba la cena, que le había bajado casi la mitad a la botella de un cognac que me habían regalado en la oficina hacía meses y que aseguró, el día que lo probamos, que no le gustaba. La cena fue amena. Me platicó que pensaba irse al campo, yo no soy una persona de ciudad, dijo. Y al calor del vino nos carcajeamos con su absurda aseveración. Incluso comimos postre, cosa inusual en las cenas, que procurábamos frugales, para poder dormir con tranquilidad, y sobre todo, para evitar las flatulencias de Simón. Como pocas veces, me ayudó; con la trompa más grande que su cuerpo, enjuagó platos y vasos con tanta presión que de inmediato quitaba restos de jabón y alimentos.

Ya en la cama, todavía me pidió que le leyera un cuento, a lo que accedí porque me parecía que habíamos pasado una velada estupenda. Leí “Dumbo”, su cuento favorito, ¿habrá sido eso lo que lo alteró tanto? Tenía mucho tiempo que no me lo pedía y yo misma lo evitaba porque sabía que se ponía mal y duraba varios días triste, sin salir del armario.

Acostumbrada al sonsonete de su llanto, me levanto espantada, al escuchar que regurgitaba, ¡se ahoga! Tengo mucho miedo que se muera, ahí, encerrado. Corro a la cocina por la caja de herramientas y saco un desarmador. Al volver todo es silencio, un silencio pesado y pegajoso, falso y traicionero. Pego la oreja a la persiana, de pronto siento una especie de lengüetazo. La trompa de Simón desaparece de inmediato y escucho una carcajada ronca y cristalina, como de un viejo gangoso que aún conserva destellos de una voz clara y hermosa. Enojada y molesta, me siento engañada. Pinche Simón, pienso, ahora que salga verá, si no es que yo lo saco antes, malagradecido. Pero de pronto la carcajada se convierte en un llanto convulso; a través de las persianas, me salpican mocos y lagrimones. No se me ocurre otra cosa que ofrecerle un trago, pero no sólo lo rechaza, además dice: todo es por culpa tuya, todo, te odio, esta no te la perdono jamás. Petrificada, sin la menor idea de lo que dice, hago un recuento del día: fue uno tan monótono como cualquier otro, ni siquiera salí a comer. Me tragué una ensalada desabrida, frente al monitor de la computadora, mientras veía catálogos de cobertores y manteles que desde hace tiempo necesito.

Oye Simón, ¿qué hice?, pregunto confundida, pero en lugar de una respuesta escucho un grito espantoso, profundo y lleno de furia que me puso la piel de gallina, siento una ola de electricidad que me recorre la espalda. ¿Qué pude haber hecho? ¿Descubrió algo de mi pasado, allá adentro, que lo enfureció?, pero ¿qué?

Rememoro nuestro encuentro. Quiero recordarle que él fue el que topó su trompa en mi tobillo aquella noche en la cantina. Quiero que recuerde que tuve la decencia de no anunciarle a nadie su presencia, quiero que no olvide que le estuve pasando tragos de vodka mientras transcurría la velada. Quiero que me agradezca que le tirara cacahuates sin chile como por accidente.

Además me urge que refresque su memoria y reconozca que yo lo saqué de la cantina y que pesaba mucho, a pesar de su tamaño; que no hizo nada por levantarse, sostenerse, espabilarse; y que lo sostuve en mis manos antes de depositarlo dentro de mi bolsa favorita que se desgarró. Y que nunca lo dejé solo, aunque no sabía quién era o de dónde había salido. Ebria y tambaleante, lo llevé a casa, le hice una camita con bufandas sobre mi tocador.

Simón, susurro, ¿estás bien? Nada. ¿Estará muerto? Es tan dramático, pienso, que estoy segura de que el día que deje este mundo, hará todos los aspavientos posibles. Simón, repito, una y otra y otra vez: Simón, Simón, Simón, Simón. Pero no responde. Tomo el desarmador y lo introduzco entre las puertas, luego jalo del lado que no tiene asidero en el mueble, con tal fuerza y desesperación que la puerta da de sí de inmediato. No lo veo. Luego de remover algunas cosas, descubro a Simón, inmóvil, acostado sobre una pila de fotografías. Meto las manos y lo saco. Lo acuesto en su cojín favorito sobre mi cama. Acaricio sus patas gordas y le paso los dedos sobre la trompa. Todo su cuerpo se infla y se desinfla en cada respiración. Quiero despertarlo, pero no quiero despertarlo.

Me asomo al anaquel de mi escritorio y percibo olor a alcohol. Saco fotografías y documentos. Al fondo encuentro la botella del vodka ruso que me trajo una amiga querida hace apenas una semana. Está casi vacía. Ahora escucho ronquidos. Hijo de puta, pienso mientras me tomo el último trago de la botella. Ya que saqué todo, me dispongo a ordenar, hago montones de cosas que se relacionen, pero al abrir los sobres con fotos, me inhibo. Necesito un trago, voy a la cocina y vuelvo con un vaso y una botella de vino. Ahora los ronquidos de Simón son insoportables.

Yo era una niña regordeta, sin mucha gracia. Luego me transformé en una muchacha espigada sin mucho atractivo y luego en una mujer rellenita, con cara amistosa. Estiro la mano para servirme más vino y descubro la botella vacía. Simón no puede contener la risa, recostado en su cojín favorito. Tiene la trompa púrpura y los ojos brillosos.

¿Qué tenías pues?, pregunto. ¿Por qué tanto drama? En lugar de contestar, llora y barrita. Chingao, le digo. Me siento culpable. Simón vive conmigo desde hace ya un año y por su culpa no tengo novio, ni invito a gente a casa, ¿qué van a decir de que tenga a un paquidermo rosa del tamaño de un ratón viviendo en mi casa? Dramático además, y demandante. Chillón, y por si fuera poco pedorro y con mal aliento. Y a últimas fechas borracho. Decido, una vez más, que mañana mismo lo llevo al campo, al fin que siempre dice que es su lugar natural y que no pertenece a la ciudad. Luego abro otra botella de vino y terminamos la velada a las carcajadas. Hoy me ha regalado una mariposa, dos libélulas y un escarabajo dorado; en señal de paz.