Susan Sontag, la rebeldía ante la enfermedad

Susan Sontag, la rebeldía ante la enfermedad
Por:
  • maricarmen-sanchezambriz

Si existe una palabra que pueda definir la vida de Susan Sontag (Nueva York 1933-2004), como distingue su hijo David Rieff, es la avidez. Sontag quería saberlo todo, leer todo, escuchar innumerables discos de música clásica, viajar quizá como su admirado Richard Halliburton —explorador, atleta y escritor—, el primero que documentó su ascenso al monte Fujiyama. Es Halliburton quien le contagia su admiración por los escenarios naturales, específicamente montes y volcanes, como tiempo después se verá en su novela El amante del volcán (1996) y en su atenta lectura de La montaña mágica.

Este gozo y, de alguna manera, urgencia por vivir, su hijo, el ensayista Rieff, lo identifica en el relato que llevaba por título “Informe”: “Sabemos más de lo que usamos. Mira todo esto que tengo en la cabeza: cohetes e iglesias venecianas, David Bowie y Diderot, nuoc mam y Big Macs, gafas de sol y orgasmos”. Y agrega: “Y no sabemos siquiera lo suficiente.”

Su deseo por el conocimiento y disponibilidad para tener empatía con los demás se presentó en ella desde una edad temprana. Hay una escena de su infancia que Carl Rollyson y Lisa Paddock recuperan en Susan Sontag, la creación de un icono (2002), cuando Susan Sontag tenía seis años y su madre decidió que pasarían una temporada en Miami porque el frío de Nueva York no era apropiado para cuidar el asma de la niña. Una cocinera negra obesa llevó a la pequeña a un parque cerca de la casa, y Sontag a su corta edad se dio cuenta de lo que decía un cartel en una banca: “Sólo para blancos”. La niña regresa con la cocinera y le dice: “Podemos sentarnos aquí y tú te sientas sobre mis rodillas”.

La actitud de Sontag frente a la discriminación recuerda una anécdota vertida por Lillian Hellman (Nueva Orleans, 1905-Oak Bluffs, 1984) en Una mujer inacabada (1969), cuando Hellman viajaba en un autobús en compañía de su nana, una mujer negra llamada Sophronia. Ambas regresaban del cine y tenían por costumbre sentarse en la parte de atrás del autobús que era el sitio designado para los negros. Pero en esa ocasión, la joven de trece años insistió en tomar asiento adelante. El conductor les dijo que se fueran atrás. Y, en ese momento, Hellman sujetó a su acompañante con tal fuerza que no pudo moverse a otro lugar. “No nos moveremos. No nos moveremos”, exclamaba la chica. En ese momento, el chofer hizo una parada, abrió las puertas y la mujer negra salió del autobús. “Vuelve, Sophronia. No te muevas. Eres mejor que ninguno de los aquí presentes”, gritó Hellman en el momento que una mujer le dio una cachetada y el chofer la tenía sujeta del brazo. “Le golpeé con la bolsa de libros que llevaba, empujé a la señora mayor, me giré de nuevo y allí estaba Sophronia, interpuesta entre el conductor y yo, que me cogió del brazo y me obligó a bajar”. Después de aquel incidente desafortunado, se regresaron caminando y Lilian Hellman concluye: “Lo he estado pensando durante todo el año y estoy decidida. Quiero vivir contigo el resto de mi vida. No quiero seguir viviendo con los blancos”.

Lo que ocurrió con Lillian Hellman y Sophronia bien pudo suceder con Susan Sontag y su particular manera de defender las causas humanitarias, los derechos humanos, el dolor.

Precisamente, un tema esencial en sus ensayos es el dolor. Habría que recordar que la formación de Sontag se gesta en la literatura al ser una lectora voraz y más tarde se sustenta en la filosofía. En una especie de movimiento pendular que va de la literatura a la filosofía y viceversa construye sus aproximaciones a distintos tópicos: la naturaleza —los volcanes—, la ficción, la belleza, la fotografía, la tortura, la discriminación y el dolor. Un asunto que más inquietud despertó en la narradora estadunidense fue el sufrimiento ajeno y propio. En 1978 publicó La enfermedad y sus metáforas, una década más tarde dio a conocer El sida y sus metáforas y en 2003 se editó Ante el dolor de los demás —en donde reflexiona sobre la guerra y sus consecuencias— traducido por Aurelio Major —editor, antologador y poeta mexicano que desde hace tiempo vive en Barcelona y se ha dedicado a traducir varios de los libros de Sontag y, recientemente, de David Rieff.

¿Quién es Susan Sontag ante la enfermedad, sus ficciones y realidades? Es la hija de un hombre que murió de tuberculosis cuando ella tenía cuatro años, la niña que padeció asma —a los cinco años sufrió su primer ataque— y la que pasó su infancia alejada de su madre —alcohólica, deprimida ante su viudez y la falta de recursos económicos.

Otra imagen de su infancia da cuenta de la necesidad que tuvo de construir mundos propios. Un día la encontraron cavando una fosa en el jardín de la casa que rentaban. Su niñera le preguntó si con ese enorme hoyo intentaba llegar a China o cuál era su propósito. La niña respondió que tan sólo necesitaba un lugar para sentarse.

La fosa de Susan era su escondite, su mundo en miniatura. Su tosca excavación señalaba asimismo el límite entre lo temible y lo acogedor, como posteriormente escribiría en un artículo sobre lo grotesco. Su caverna era el equivalente de las demás partes del mundo, de la China en la que había muerto su padre. [...] Su testimonio, en resumen, seguía sin estar escrito, como un dolor inconcluso en la imagen de Susan.

Se sabe que el casero le pidió a la madre de Sontag que volviera a poner ese montón

de tierra en su sitio porque cualquier vecino podría caer en el hoyo. ¿Tal vez la pequeña Sontag se habría imaginado —como la Alicia de Lewis Carroll—  que caería a un mejor lugar, más afable con su niñez?

Los años de avidez intelectual derivaron en una visión crítica de su tiempo. Sontag halla en la ficción ese registro sobre el dolor y lo desmenuza de manera magistral en su espléndido ensayo. Por un ejemplo, rememora una carta que Kafka le escribe a Milena, en 1920: “Estoy mentalmente enfermo, la enfermedad de mis pulmones no es más que el desbordamiento de mi enfermedad mental”. Anota que

Aplicada a la tuberculosis, la teoría de que las emociones son causa de enfermedades sobrevivió hasta bien entrado el siglo; hasta que, por fin, se encontró su cura. La aplicación que está de moda hoy de la misma teoría —por la cual el cáncer se debe al retrotraimiento emocional y a la desconfianza en sí mismo y en el futuro— no demostrará ser más defendible, probablemente, que en el caso de la tuberculosis.

Ejecuta su reflexión sobre el cáncer de forma racional y, a la vez, empírica. Tres veces en su vida padeció esta enfermedad, en dos ocasiones pudo contar su experiencia; por desventura, la tercera vez la muerte se lo impidió. Conviene mencionar que cuando escribió La enfermedad y sus metáforas no se vertían reflexiones sobre el cáncer como ahora, pues aún no se tenían muchos estudios sobre este padecimiento y menos aún sobre sus posibles causas.

La escritora recolecta con destreza citas y referencias, con la tenacidad y fortaleza de alguien que conoce el dolor en carne propia y necesita mitigar la espera de que recobrará la salud. Le resulta claro que tener cáncer es sinónimo de ir a la guerra: no se sabe si quien lo padece regresará con vida o, en un escenario más promisorio, retornará mutilado. La perspectiva de Sontag se encuentra más cercana a la visión de las amazonas, mujeres que por practicidad para lanzar la flecha se extirpaban un seno con el fin de estar dotadas de mayor habilidad en el instante preciso de arrojar la jara y dar en el blanco. ¿Acaso eso no es librarse del cáncer, de lo que estorba y carcome por dentro, de la malignidad de un tumor? Como refiere San Jerónimo, “el cáncer es una gravidez demoniaca”.

Yo, cáncer

Habría que tener en cuenta dos hipótesis de las cuales parte Sontag: la primera de ellas es el acto de nombrar a la enfermedad y la segunda atribuir la causa del padecimiento a las emociones o a lo que el cuerpo no ha liberado del todo y entonces, podría pensarse, tiene lugar el deterioro celular. “Un cáncer es un tumor melancólico que come partes del cuerpo”, dice Thoman Paynell, citado por Sontag.

¿En qué consiste el acto de nombrar? En un reconocimiento de que el paciente tiene la enfermedad y, a menos que sus familiares decidan lo contrario, va contra sus derechos ocultarle lo que realmente hay en su cuerpo.

 

“A Sontag Le resulta claro que tener cáncer es sinónimo de ir a la guerra: no se sabe si quien lo padece regresará con vida o, en un escenario más promisorio, retornará mutilado.”

 

Sorprende un dato que arroja Sontag, pues hasta hace unos años, como regla general entre los médicos de Italia y Francia, el diagnóstico de cáncer sólo se comunicaba a la familia del paciente. Este protocolo de salud hace que Sontag piense en Stendhal, en Armance, donde la madre del héroe evita mencionar la palabra tuberculosis, como si la sola palabra tuviera un efecto de aceleración en el curso de la enfermedad que padece su hijo.

¿Es válido engañar a un enfermo? ¿Acaso no es mejor que se entere de lo que su cuerpo deberá enfrentar? En cualquier guerra es necesario conocer quién será el enemigo y cuáles sus puntos débiles:

Si conoces al enemigo y te conoces a ti mismo, no temas el resultado de cien batallas; si te conoces a ti mismo, pero no conoces al enemigo, por cada batalla ganada perderás otra; si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla —enfatiza Sun Tzu en El arte de la guerra.

La mayoría de los pacientes diagnosticados con cáncer quedan asombrados con su diagnóstico, luego sigue la etapa de la negación: “No puede ser”. Y más tarde una catarata de preguntas donde es común que surja ésta: “¿Por qué yo?”. Esto lo he podido comprobar a partir de mi experiencia personal —tuve cáncer de seno— y al hablar con mujeres que han vivido este mismo padecimiento.

La calamidad del mal abre el camino para que discernamos en qué nos hemos engañado toda la vida y cuáles han sido nuestras fallas de carácter. Las mentiras que amordazan la prolongada agonía de Iván Ilich —su cáncer no debe mencionarse ni a su mujer ni a sus hijos— le revelan la mentira de su vida entera; al morir alcanza por primera vez un estado de verdad —refiere la ensayista.

En la disertación de Sontag se advierte un tono de indignación, cuando a una persona se le diagnostica una terrible enfermedad —ya sea tuberculosis, sida o cáncer—,

Parecen ignorar por completo lo mal que suele tomar un enfermo la noticia de que se está muriendo. Siempre la enfermedad mortal fue considerada como una ocasión para poner a prueba la entereza moral del moribundo.

La autora reprocha que en el siglo XIX no existía la tolerancia para el enfermo que no pasara esta especie de examen.

Cuando Sontag se interesó por abordar el tema del sida, no existían aún los medicamentos que controlaban los efectos de la enfermedad. En su momento, su voz sirvió para sumarse a la necesidad de exigirle al gobierno de Estados Unidos que se buscara unacura contra este mal. Ella tomó una distancia crítica, sentenció que nos “hallábamos en los primeros estadios de la recesión sexual”. Sin embargo, sus palabras incomodaron a varios miembros de la comunidad LGBTTTI —Lésbico, gay, bisexual, transexual, travesti, transgénero e intersexual.

La gramática, a la vez severa y evasiva de este pasaje, contribuyó a extender entre los gays la sensación de que Sontag era culpable de mala fe. Estaba utilizando palabras dotadas de connotaciones que condenaban lo gay. Parecía inmune a la estética gay y, de hecho, más que reconocer su existencia, se refugiaba en nebulosos clichés relativos a la homosexualidad. Sus críticos más vocingleros opinaban que su autoridad se habría visto reforzada de haber declarado abiertamente cuál era su orientación sexual —anotan Rollyson y Paddock.

Conviene precisar que Sontag se negaba a verse categorizada como lesbiana y a tener que dar explicaciones de su relación con la fotógrafa Annie Leibovitz.

Sontag es, ante todo, y ella misma lo reconoce en varias entrevistas y ensayos, una lectora. La escritura ocupa un segundo lugar en su vida, pues siempre tuvo una especie de pudor o reserva para escribir y, en cierta forma, creía que debía de ocuparse de reflexionar sobre lo que otros autores habían hecho o estaban realizando. No obstante, al referirse a la enfermedad y sus metáforas, habla de ella misma en algo semejante a un palimpsesto, en esa vorágine que parece no tener fin, y que tarde o temprano cesa cuando se logra vivir, de nueva cuenta, sin dolor.