Un corazón inquieto

Un corazón inquieto
Por:
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Por Ana Clavel

Una rosa de los vientos llamada corazón

... el corazón del hombre es traicionero

para consigo mismo y engañoso

por encima de todo...

Laurence Sterne, Tristram Shandy

Desde que te operaron del corazón no fuiste el mismo. Te sigues llamando Horacio pero dejaste de amar a Norma y a tus dos pequeños. Te cuesta reconocerte en ese hombre que eras y contemplas tu pasado como si le hubiera ocurrido a otra persona. Te miras en el espejo del baño de este departamento adonde has tenido que mudarte desde la separación y tratas de descubrir quién es este desconocido que no siente demasiada culpa de

dejar atrás a su familia, de cambiar

de trabajo y hasta de vida. En realidad, sientes simpatía por este extraño que no cedió a los ruegos ni se dejó intimidar por las amena-zas ni las lágrimas. Norma puso en tu contra a toda la legión de familiares, compañeros de trabajo, amistades, incluso a los enemigos, reclamándote el antiguo papel de páter familias y proveedor que desempeñabas de maravilla.

Por supuesto te inventó una aventura con tu secretaria, y cuando no pudo probarte nada, te acusó de egocéntrico, homosexual, pervertido. Nunca ha podido aceptar lo que esgrimiste como tu “verdad”, tal vez por simple pero no por ello menos irreductible: que desde la cirugía fue como si te hubieran cambiado el corazón. Que cuando despertaste era otro el que abrió los ojos contigo. Que todo aquello que antes te importaba había dejado de ser prioridad y que en cambio te surgieron deseos ocultos. “Es lo que llevo de desconocido en mí, lo que me hace ser yo...”, leíste en un libro que te reveló más que todo lo que habías aprendido en los cielos y los volúmenes científicos que acostumbrabas leer por tu profesión de astrónomo. Como esa pasión por coleccionar corazones de todo tipo que antes nunca se te hubiera ocurrido: de hojalata, bronce, cerámica, en cuadros, ilustraciones, esculturas. Y te descubriste con una vocación de anatomista irredento, ávido por los grabados renacentistas y el funcionamiento del sistema circulatorio que por poco te lleva a matricularte en la carrera de medicina si no fuera porque sus métodos modernos poco conservan de la magia antigua y la veneración a la prodigiosa fábrica del cuerpo humano, concebida como ese templo de la sabiduría que sólo la divinidad fue capaz de crear con suma perfección. Claro que también estaba el hecho de que ya no eras tan joven para reemprender de manera formal una nueva carrera, y en cambio podías indagar esos territorios ahora codiciados con la liberalidad de tu propio azar e intuición. Tus propias y nuevas palpitaciones, corazonadas que les dicen.

Curiosa palabra, piensas. Corazo-Nadas, disectas. Y sin saber muy bien por qué, concluyes: Corazo-Todo.

Por Agustín de Hipona te enteraste del cor inquietum, el corazón inquieto, que siempre está en busca de algo más y que se esfuerza por conocer las causas de su desasosiego. Antes ni siquiera se te hubiera ocurrido que tu corazón fuera así. Tus familiares y tus amigos siempre te vieron como un ser sedentario en gustos y apetencias. Un hombre tranquilo que podía contemplar las estrellas y las constelaciones durante horas, como si el mundo y las bajas pasiones no existieran. De hecho, cuando ese loco amor de la universidad que fue Bárbara decidió romper contigo, te dijo que lo hacía porque eras demasiado predecible. A ella, que era una marea cambiante y vital, terminaste por hartarla. De nada sirvió que la amaras, que para ti ella fuera ese torbellino de locura y juego que te llevaba al borde de ti mismo. (Aún hoy, recordarla abriéndose la falda para que en el metro o en cualquier autobús le metieras mano por debajo del morral con el que disimulaba sus intenciones a la mirada de

los otros, vuelve a excitarte al punto

de que tu miembro se hincha y punza casi con dolor.)

De algún modo fue una suerte que a los pocos años conocieras a Norma, una abogada jurista con una vida tan ordenada como la tuya, a quien no podía molestarla que tus horarios y rutinas fueran inquebrantablemente los mismos cada día. Ni la llegada de los hijos cambió demasiado tus actividades de la casa al observatorio y del observatorio a tu casa. Antes, más bien, tuvo ella que abandonar el despacho de abogados los primeros años para dedicarse a la crianza de los cachorros, como les decías.

Los cachorros nacieron gemelos. Entonces aquello te intrigó del mismo modo que se contempla a una pareja de golondrinas construir un nido, o a las hormigas llevar a cuestas un cargamento cincuenta veces mayor a su propio peso. Extrañamiento. Como quedarse hechizado bajo el dominio de una sombra: a-sombrado. Cierto que en la bóveda del cielo solías recordarlos cuando te topabas con la constelación de los mellizos Cástor y Pólux y te preguntabas si como en el mito uno de ellos sería más fuerte e invulnerable que el otro. Norma no aceptó que los bautizaras así, pero tú contigo y con ellos, les decías así: Cástor y Pólux. Y para no inclinar tendenciosamente la balanza sobre su destino, solías alternarles el nombre de tiempo en tiempo.

Pero lo de pensar que compartían un corazón vino después de tu cirugía. Por eso te explicas ahora que tuvieran un lenguaje cifrado que nadie salvo ellos entendía, que de hecho, a veces ni siquiera fueran necesarias las palabras para saber lo que pensaba o sentía el otro, el mismo.

Dije que desde tu operación habías dejado de amarlos. He sido imprecisa.

Antes los querías con ese amor extraño del varón por su descendencia: con

curiosidad y lejanía. Nada que ver

con el amor-entraña de la madre, esa que puede padecer el sufrimiento de un vástago como si fuera su propio y encarnado dolor. (No lo sabes, pero acaso lo intuiste cuando Norma se acongojó y sintió escalofríos sólo de saber que los gemelos, nacidos de ocho meses, necesitarían permanecer en la incubadora pues todavía no habían aprendido a regular su propia temperatura. Si la transubstanciación existe entre los seres humanos, tiene un momento visible en la maternidad intra y extrauterina. No lo sabes y en realidad nunca has sentido una experiencia semejante por otro, ni siquiera en la pasión amorosa, bueno, hasta ahora.)

Y contemplas a los cachorros como constelaciones de un cielo que te maravilla pero ya no te conmueve ni corresponde. Como si fueran los hijos de otro —y por eso mismo, puedes observarlos y permitirles una vida ajena y propia, de alguna manera confiado en que tarde o temprano encontrarán su camino como ahora tú, que sientes que el sendero atraviesa por un bosque

interior, donde la única brújula viene entre los latidos y los silencios de tu corazón. Un saber espeso y profundo que te orienta a golpes de incertidumbre.

Norma y los otros se sorprenden. Pero se sorprenderían aún más si supieran que en tu pecho anidaban las semillas de lo que vendría después. Que sólo hacía falta que tu corazón despertara de nuevo. Si esto sucedió en el preciso momento en que la cirujana escudriñó tu órgano vital y lo tocó con sus manos, es una circunstancia que en realidad carece de importancia. Lo cierto es que sucedió. Porque, por ejemplo, quién iba a decir que cuando te inclinaste muy joven por la astronomía estabas siendo fiel a un mandato desconocido. Y que en las constelaciones se escribía una enramada de deseos tan semejante a los finos corales de tu laberinto arterial. Por eso has tenido que indagar, que seguirle la pista a las fulguraciones que aquí y allá envían señales de una red de coincidencias y sentidos. Como ésa que tiene que ver entre el deseo y los astros. Así descubriste que en un principio, cuando las palabras guardaban una relación cercana con las cosas, el verbo “desear” tuvo su origen en un término de la lengua de los augures:

desiderare, derivado del latín sidus, sideris: astro (de donde viene precisamente “sideral”). Así, mientras considerare tenía que ver con contemplar o examinar un astro, desiderare se empleaba para lamentar su ausencia: echar de menos la presencia de un astro favorable en nuestro firmamento. Como pudiste darte cuenta, en ese remoto origen el deseo tenía los ojos puestos en algo muy alto y muy lejano: inaccesible. Nada que ver con la dimensión erótica y terrenal que llegaría a tener después para el mundo en general, pero ahora muy especialmente para ti.

Entonces “escogiste” tu carrera sin saber lo mucho que tenía que ver contigo, sin imaginar hasta qué punto las enramadas estelares podían reflejar las sinuosidades y fases de tu astro interior. Si la Luna veleidosa ha sido

cantada pero también desdeñada por los poetas, si Julieta le ruega a Romeo que no jure su amor por la Luna inconstante y mudable... Pero no es la única cambiante. ¿Acaso en tus primeras clases no te enteraste que Galileo vio con un primitivo telescopio que la esplendente Venus presentaba también fases como la Luna?

Desde Shakespeare sabemos que de lo que se trata es del corazón, porque muestra lo que llevan las personas por dentro. Pero habría que añadir, lo que llevan las personas por dentro incluso sin saberlo. Curioso que buscaras en el lejano horizonte lo que sólo muy cerca y dentro podía revelársete.

Si en algún momento de la vida uno tiene que dejar de ser quien es para convertirse en quien quiere ser, ese fue el tuyo. Que te compraras un Alfa Romeo color rojo prácticamente al salir del hospital, que viajaras a Damasco apenas pudiste subirte a un avión, que tengas ahora por mujer a una joven a la que le doblas la edad fueron sólo titubeos y ensayos de alguien que empezaba a caminar con nuevas piernas por el mundo. Un comenzar a moverte adentro del sarcófago que había sido tu vida. Porque estabas muerto. O por lo menos, tu instinto y tus pasiones verdaderas estaban hibernando.

Sabes que no he sido descuidada al usar la palabra “sarcófago” para describir el estado anterior de tu vida. ¿Acaso no te fascinó el significado de sarcophagus (del latín sarcos: carne, phagos: comer) cuando te lo topaste en un libro sobre las costumbres funerarias de los antiguos: devorador de cadáveres? En realidad, la mayoría vivimos nuestras vidas dejándonos devorar por la muerte. En tu caso, ese sarcófago resultó ser una crisálida porque, por así decirlo, sólo moriste para renacer.

La cardióloga diría después que se trató de una calcificación en la válvula mitral, producto de una fiebre reumática mal tratada en tu infancia, que hubo que remover y sustituir por otra de metal. Antes tu corazón no dio señales de ningún percance. Pero un día... regresabas tú y tu familia de un viaje en carretera por horas y al bajarte del coche, intentaste cargar una maleta. Entonces todo se precipitó, un fragmento de la válvula petrificada se desprendió provocándote una embolia. Hubo que internarte de emergencia a ti que nunca habías pisado un hospital más que para visitar a tus padres, a Norma, a los pequeños Cástor y Pólux, a algunos amigos accidentados. Para tu fortuna la embolia no dejó secuelas, pero entonces los médicos descubrieron la válvula calcificada y entraron en acción. Literalmente no te cambiaron el corazón, no se trató de un trasplante, y sin embargo, al recuperar la conciencia, al abrir los ojos y reconocer a Norma y a sus hermanas que se turnaban para cuidarte, al salir del hospital días después y volver a tu casa y acostarte en tu cama de siempre, ya no eras el mismo.

Habías comenzado a moverte fuera del sarcófago que había sido tu vida.

Pero habría que precisar: un sarcófago en la mayoría de los casos en que el corazón permanece esclavo, una crisálida cuando despierta. Los cristianos como San Agustín son despertados por Dios, un poeta como Dante por el amor que lo guía hasta la divinidad, pero tú, un agnóstico consumado, ¿por quién habrías de despertar? La voz del corazón se escucha en el silencio. La voz del corazón se escucha no en las pulsaciones, sino, precisamente, en sus silencios.

Revisas uno de tus cuadernos de notas. Junto a los apuntes del fenómeno astronómico que por entonces estudiabas —la estrella de Barnard, una enana roja fulgurante con mayor movimiento aparente vista desde la Tierra—, descubres una cita del filósofo que por entonces leías. Para otros puede parecer un galimatías pero a ti te encantaba que en una forma tan rigurosa pudiera hablar así de ese asunto que ha desvelado a los humanos desde que decidieron adoptar un dios por padre omnipotente: su existencia o inexistencia como un absurdo para el razonamiento lógico. Haces a un lado tus observaciones astronómicas en torno a la estrella de Barnard, que antes te había obsesionado al punto de que la convertiste en tema de un estudio que publicaste en The Astronomical Journal y te valió comentarios favorables de la Space Interferometry Mission de la nasa, y en cambio lees la minuciosa nota al margen:

Llamemos a eso desconocido Dios. Esto que le damos es sólo un

nombre. Querer probar que eso desconocido (Dios) existe, apenas se le ocurre a la razón. Si Dios no existe, entonces es imposible demostrarlo, pero si existe, entonces es una locura querer demostrarlo, pues en el momento en que comienzo la demostración, lo he supuesto

no como algo dudoso —eso es lo que una suposición no puede ser, ya que es suposición—, sino como algo establecido, porque en caso contrario no hubiera comenzado, ya que se entiende fácilmente que todo esto se haría imposible si Dios no existiera. Si pienso, en cambio, que con la expresión “demostrar la existencia de Dios” quiero demostrar que lo desconocido que existe es Dios, entonces me expreso de una manera poco afortunada, pues con ello no demuestro nada y mucho menos una existencia, sino que desarrollo una determinación conceptual.

El apunte está, curiosamente, escrito en tinta roja —¿un hilo de sangre desde tu corazón ciego pero avizor?— con esa caligrafía ordenada que tenías antes. Pero su contenido sigue pareciéndote rotundo. En tu vida pasada nunca te fue preciso probarte si un dios regía el movimiento de los astros.

Ahí estaban la constelación refulgente de Andrómeda o la impresionante nebulosa

Hélix Nébula, el misterio de los Agujeros Negros y los Universos Sombra como realidades incontestables...

Pero desde que encontraste a Daniela, esa joven que comparte tu lecho y que se parece a la antigua Bárbara con su voluptuosidad desaforada, que te ha hecho descubrir la carnalidad subyugante y aturdidora del deseo como nunca antes la habías vislumbrado, te preguntas cómo su corazón desenfrenado es capaz de apaciguar el tuyo y hacerte percibir esa dimensión oscura y vital en la que te fundes cada vez que la posees. ¿O es ella la que te posee a

ti, la que inagotable, hace retumbar con marejadas espasmódicas hasta el último rincón de tu ser?

El hecho de que sea bailarina, de que habite su cuerpo como una casa propia, que sea capaz de adentrarse en su interior a la vez que puede estar tan presente en la inmediatez de la piel y los sentidos —o como si su interioridad estuviera expuesta en la tensión o delicadeza de cada uno de sus miembros—, debió sin duda de ejercer una atracción sideral para el aerolito en fuga que eras tú cuando acompañaste a Mauro, tu mejor colega en el observatorio, a la titulación en danza contemporánea de una de sus hijas mayores. Entonces la descubriste entre las otras que también se titulaban en aquella función especial. La percibiste. Oliste, a pesar de las filas de butacas que te separaban del escenario, la sangre galopante y fresca de esa bestezuela irremediable que después conocerías con el nombre de Daniela. Tan sólo verla cerca de ti, cuando finalizó la función y Mauro se obstinó en que fueran a cenar los cuatro —él y su hija, tú y Daniela—, y presentiste lo que terminaría por pasar. La suspensión de todo juicio, un estado de gracia, la exaltación más allá de ti mismo. Como sumergirse en el abismo más íntimo: un goce sin más límite que la extenuación de la carne.

Pero entonces, siempre, mordiente, recuperándose en una nueva ola altiva, la concupiscencia del deseo. Y bastaba ver a Daniela inclinar la cabeza cuando concentraba la mirada en ti para empezar a reconocerte, o ese caminar como de yegua majestuosa inconsciente del poder que derramaba, para que la sed y el hambre te incendiaran.

Tienes que confesártelo: ¿acaso no has deseado, momentos antes del éxtasis, abrir su pecho para contemplar su corazón y tomarlo entre tus manos como si se tratara de un cáliz de sangre, cuya sola visión sería capaz de revelarte los secretos que ahora te son necesarios? Tu corazón se inclina para escuchar el doble misterio: el latido y su silencio. En su pecho y en el tuyo. En el borde del abismo. Y luego en la caída y la ascensión.

En realidad, tú sólo obedeces. Coleccionas corazones de todo tipo. Y cuando observas el muro donde tienes colgada una buena cantidad de especímenes de vidrio y de hojalata, corazones brillantes y al rojo vivo, llameantes y heridos, orlados de flores y espinados, ¿no te viene acaso una nostalgia súbita como si echaras de menos el que por imposible más desearías atesorar?

Todo empieza por un fragor que te coloca fuera de sitio —¿sitiado en tu interior?—, descolocado, en-ajenado: convertido en extraño de ti mismo, desasosegado, inquieto. Es el deseo. Susurrante y a la vez ensordecedor. Por él has sabido que el cuerpo es cartografía y constelación. Ahí refulges y te colapsas en esa dimensión sin límites del orgasmo o la iluminación: el instante en que montas a Daniela y todas las galaxias se fusionan en un grito expansivo

de goce y rendición. El instante en

que tocas la otra orilla. Y te pierdes

en la marejada que te alza y te suspende. Ese instante único en que tu corazón palpita en todo tu cuerpo porque los dos se han vuelto uno.

Pero tu deseo en todas sus facetas surge al frotar esa lámpara mágica que guardas en tu pecho. Ahora lo sabes: la verdadera lámpara de los deseos es tu propio corazón. Sonríes al recordar la historia de Aladino y la lámpara maravillosa que tu madre te leía de pequeño. Una y otra vez se la hacías repetir para frotarla con tu imaginación: cuánto gozo en la repetición de una historia conocida que te permitía en cada oportunidad completar un detalle más del retablo fantaseado. Porque en ese ola tras ola que se desencadenaba, surgían también nuevas posibilidades para que el placer se expandiera dirigido por tu brújula interior.

Ahora sonríes al escucharme comparar tu corazón con una brújula. ¿Acaso no te ha ido indicando la dirección de tu propio Oriente? ¿No llaman a eso los marinos, los cartógrafos, los beduinos, los astrónomos, la gente de la calle “orientarse”? Una simple aguja imantada en una vasija de agua fue suficiente para marcar los derroteros en la antigüedad tanto como la Estrella Polar o la Cruz del Sur para los navegantes. ¿De qué imanes ha sido tu pecho “obediente acero”, inclinándote hacia un polo magnético no señalado en ningún mapa ni cartografía conocidos? Pero si de imágenes se trata, siempre te sedujo la Rosa de los Vientos dibujada en brújulas y mapas. No sólo por sus representaciones gráficas sino

por el nombre mismo: una flor etérea como los aires —y los sueños— para indicar los invisibles puntos cardinales. Rosa de los Vientos, Estrella de los Mares, Stella Maris, Lucero de la Voluntad, Veleta del Deseo.

Y te imaginas que podrías tatuarte una en el pecho. Una muy especial.

Pruebas a recortar el grabado de un corazón y lo colocas en el interior de la imagen de una rosa de pétalos abiertos. Tendrás que preguntarle a tu cardióloga si no afectará de algún modo a tu recuperación. Aunque te parece que al contrario, que si pensaras en términos animistas con un tatuaje así estarías inyectándole nueva sabia y nuevo aliento a ese órgano que de manera inusitada se te revela una flor sangrante.

Pero ha sido Daniela quien ha terminado por tatuarse el corazón de rosa.

Encontró el diseño que hiciste en tu escritorio y, sin avisarte, un día apareció con el tatuaje en el pecho. Ahora cuando haces el amor con ella has llegado a creer que sus pétalos laten y se desbordan en el éxtasis.