Un viaje con dique

Un viaje con dique
Por:
  • socorro.venegas

El mar de mi abuela fue un antídoto contra el dolor, allá, en los días de infancia.

En las secas tierras, a la orilla de un volcán que escupía cenizas, las grandes extensiones de agua sólo podían ser una magnífica ilusión. Cubierta por la luz de las fogatas yo le prometí que iríamos juntas al mar. Echábamos a la lumbre pedazos de madera y en seguida saltaban chispas que parecían estrellas salidas de nuestros cuerpos. Sé que esos ojos llameantes de la abuela no dejaron de esperar el viaje nunca.

A través de los años, en la marea de mi vida, el pueblo y mi abuela se fueron alejando. Evité el mar porque se lo debía a ella. Hasta que casi murió.

Mi madre llamó:

Es hora de cumplir la promesa.

Silencio. Se me anudó la voz, no supe responder.

El regreso, los olores, el polvo de los caminos tierra adentro, muy adentro. Me despertaba la infancia. Una niña de trenzas largas, ojos negros y llorosos. Una niña terrible que lloraba por todo. Hija única, como mi madre, como la abuela. Mis lágrimas, heredadas, pertenecían por igual a las tres.

La casa apenas había cambiado. Techos altos, vigas de madera olorosa, las tejas de barro desde donde saltaban al vacío las arañas. El gran solar con sus árboles frutales repletos. El olor a membrillo. Mi madre me recibió con su acostumbrada gravedad. Alta y derecha, la frente limpia. Sus ojos desaprobaron el piercing en mi nariz, pero me abrazó y besó muchas veces.

Me acosté junto a la abuela con mucho tiento. Metí el rostro entre su pelo, como antes. Mi querida mamá Ana, tejía en tus cabellos mientras decíamos medio dormidas: el mar, el mar…

Mamá Ana sonríe apacible, intenta erguirse.

Dejen que me levante, quiero hacerles la comida, ¡hace tanto que no estamos juntas!

En su aliento percibo que ha bebido, me doy vuelta en la cama y con una mano adivino la botella entre las cobijas, la saco y bebo. Mezcal para todo mal... La abuela ríe, mi madre finge distraerse en el huerto. Mamá Ana levanta el índice y me limpia diligente las comisuras de los labios. Entonces nos miramos a gusto. Registramos los cambios, mis cejas depiladas, su ojo izquierdo más pequeño que el derecho, mi cabello teñido de rojo, su palidez, la afilada barbilla, el piercing, la tristeza que no nos escondemos. Mi madre se acerca. Me hago a un lado y se mete en medio. Toma nuestras manos juntas y propone:

Nos dejamos de pendejadas y vamos al mar.

Sigue un intercambio de monosílabos. Toda la vida nos hemos entendido con poco. Echamos a la cajuela lo que creímos necesario. Ellas se sientan atrás y yo arranco, con el mapa de los sueños clavado en la frente.

Tres mujeres que nunca han visto el mar, bajo el dominio de su enigma.

Esta era la primera vez que mamá Ana dejaba el pueblo. Mi abuelo le dijo un día, el mismo en que ella le anunció su embarazo: Ana, no me esperes. Me voy a un barco, al mar. El castillo de arena que él construyó se quedó ahí, con ella adentro.

En el camino, de nuevo las alas enhiestas del polvo.

Horas después el aire encierra otros secretos. Con movimientos nerviosos ellas otean, tratan de adivinar de dónde viene ese olor a aire mojado, de dónde llega ese sonido que acaricia y hiere. Al fin, aún lejos, un aletazo azul. Un cielo en movimiento. El estremecimiento del corazón: es miedo, puro miedo. Mi abuela, mi valiente mamá Ana, me ordena parar con apenas un hilo de voz. Detengo el coche a la orilla de la carretera. Las miro por el retrovisor, forcejean, mi mamá trata de arrancarle la botella de mezcal.

Recuerdo con alivio la coca en la guantera, saco un poco y la froto en mis encías mientras ella susurran primero y después pelean francamente. En náhuatl. Para que yo entienda un carajo. Mi madre jura que no aprendí la lengua porque no quise y no porque ella no intentara enseñarme de veras. Lo que recuerdo es que me contaba cómo la castigaban en la escuela si se le escapaba una sola palabra ajena al castellano. Y cuando su infancia revivía, también volvía el miedo a los golpes. La rabia.

Me cruzo de brazos, ellas manotean, esto puede durar...

Vencida, mi madre se echa atrás en el asiento. Cierra los ojos. Dice al fin:

No quiere llegar. Que se le va a parar el corazón.

A ver, abuela, ¿cómo que se te va a parar el corazón?

Miren la dos: no quiero saber nada del mar. Tu padre, tu abuelo, ¿me escuchan?, se fue, se quiso ir. Y ya. ¡Estoy hasta la coronilla del mar!

El silencio nos ocupa largos minutos. Hace muchísimo calor. Pongo el motor en marcha para encender el aire acondicionado. Por hacer algo, vuelvo a colocarme los lentes oscuros. La abuela sale del auto con cierta dificultad, se detiene unos pasos adelante, buscando algo en la distancia. Mi madre aprovecha para empuñar la botella de mezcal, se baja también y la lanza lejos, el ruido del cristal roto no distrae a mamá Ana, sumergida en una línea de aguas remotas. De pronto levanta una mano y la agita repetidas veces, con alivio.

Adiós, muchas veces. Y se sube al coche seguida por su hija.

Se sientan apartadas. Cada una apretando los labios, sus cuerpos un dique para una lengua de fuego que siempre va a serme ajena. Refugiadas lo más lejos que pueden una de la otra. Miran hacia fuera por la ventana, un paisaje único. Cómo se parecen.

Arranco y doy la vuelta.

Mamá Ana, ¿cómo dices adiós en náhuatl?, pregunto mientras me pongo un cigarro entre los labios.

Antes de que llegue la respuesta mi madre me quita el cigarro de un manotazo.