Una feria del libro, otra más (Lo que siempre quisiste)

Una feria del libro, otra más (Lo que siempre quisiste)
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Por Jaime Mesa

(Ciudad de Puebla, 1977)

Una larga, larga, fila de personas con distintas ediciones de tus libros en las manos. Tu mesita y tres plumas de tinta azul. La sorpresa de encontrarte, entre esos casi trescientos ejemplares de tus cuatro novelas, alguna primera edición, o una traducción al coreano o árabe; quizá, y esto es lo que te da más gusto, un libro visiblemente gastado, con alguna mancha de café, y las páginas subrayadas con un color excéntrico, y anotaciones del tipo “Muy bueno”, “Revelador”, “Esto siento en mi vida” que alcanzas a ver en los treinta segundos que le dedicas a cada lector. Una hora, dos, tres, hasta seis horas poniendo dedicatorias en serie a desconocidos que te dicen en un susurro sus nombres, que te sonríen, que, si vencen la timidez, te preguntan algo o te dicen que eres su autor favorito. Desconocidos que se toman una fotografía contigo, que la suben instantáneamente a sus redes sociales y se van sin despedirse.

Una agente que espera detrás de ti, como guardaespaldas, y que dirige a la gente de la editorial porque sólo se les ocurrió mandar a la chica nueva de prensa y a una de las personas de redes sociales. “Por favor, mantengan la fila, y luego de tener su dedicatoria, salgan por la derecha”, instrucciones básicas pero fundamentales para controlar el caos. Un par de postes que sujetan una cadena de tela rígida: tu protección. Alguien, quizá la chica de prensa, que te acerca un vaso de agua, vaso

de vidrio porque lo has pedido así, o que te ayuda a abrir una pluma si se atasca. Dedicatoria tras dedicatoria, una automatización a la que estás acostumbrado: “Feliz lectura y gracias por la coincidencia...”, “Nos encontramos en las páginas...”, “Vaya esta historia triste para un compañero...”, “Con buena onda...”, formas intercambiables de una civilidad literaria.

Un joven que llega cargando una caja con ochenta ejemplares más de tu último libro; otro joven con una caja igual de grande con un surtido de los otros libros. Aunque la gente trae sus novelas, compradas en ve tú a saber qué tienda departamental o qué librería con sobreprecio, siempre llega a comprar otro: “Para mi tía Jenny que te vio en televisión...” o porque “De tanto leer tu libro ya se convirtió en una piltrafa”, y tú reteniendo esa palabra que alguien ha dicho: “piltrafa” y pensando durante unos minutos, quizá dos lectores más, que es extraño que alguien haya dicho esa palabra, se haya tomado el cuidado de elegirla de entre su léxico, para decirla acá.

El cansancio después de la repetición. La sonrisa, igual, simétrica, el agradecimiento a tanta gente por leerte. La voz de tu agente: “Veinte más y terminamos...”.

El clima controlado del auto con chofer que espera afuera de la feria del libro.

Las despedidas, finales, de colegas escritores, de algún editor de otra editorial, de algún lector

que no sabía que estabas ahí y que te suplica que

le firmes su gafete. Tu agente tomándote del brazo y diciéndote al oído: “Rompimos una marca hoy...”. Los asientos del auto que son tan cómodos como la sala de tu casa. El mensaje de tu mujer que en otra ciudad se ha quedado al cuidado de tus tres hijos; tu respuesta: “Todo salió bien. Te amo”, y un recordatorio cariñoso de que no pierdas el vuelo mañana porque ella tiene que salir a ese congreso en Viena y debes cuidar a tus hijos. El “Ok, buenas noches”, final y el “cena algo” que hacen que vuelvas a concentrarte en la nada que ocurre allá afuera en la calle.

La voz de tu agente: “Me reuní con el editor en la mañana. Les hice ver que luego del premio va a costar más tu siguiente libro”, tu atención un poco truncada por la revolución de rostros que conociste hoy, de tus lectores, esa cosa anónima que nunca te preocupa excepto en momentos como éste: “¿Leerán todos ellos tus libros? ¿En serio?”. Y tu agente que va de la pantalla de su teléfono a ti con una rutina de años: “Pero sugieren que entregues el libro luego de Navidad, para que esté listo para la siguiente feria...

¿Podremos?” y un murmullo con el que cierras la conversación.

El restaurante francés a tres calles del hotel en donde has cenado al menos tres días esta semana. El vino, otro, nuevo, de catálogo, que pide la agente y que apenas pruebas. “Él comerá pato...” y tu aceptación indiferentemente

alegre. La llegada del postre y otra vez tu agente: “¿Te molesta si me voy a dormir? Estoy muy cansada. Ya pagué la cuenta y dejé más por si quieres otra copa de vino”, tu voz que casi no reconoces que se despide, agradece y confirma la hora para salir mañana.

El capitán de meseros que se acerca y que ante el movimiento de tu mano entiende pero por decencia decide confirmar: “¿El mismo vino, señor?” pero, ante esos sonidos, tu cambio hacia un bourbon con un solo hielo. La soledad que te hace reconocer los sonidos ambientales, el choque de cubiertos sobre los platos finísimos, el aullido musical de las copas finísimas, el terciopelo del murmullo colectivo (finísimo).

La mesa con dos mujeres jóvenes y un hombre de la misma edad que miran hacia donde estás. La estrategia que usan: una de ellas saca un ejemplar de su bolsa y lo pone sobre el mantel. Las risas. Percibes cómo han pedido una ronda más al reconocerte y suspiras ante la contemplación, allá afuera, de los pocos autos que van pasando. Miras tu teléfono, abres un par de redes sociales y ves tu foto enviada por varios usuarios, comentarios desbordados, coqueteos, manifestaciones de “Es el mejor día de mi vida” o “Es aún más atractivo en persona...” que te hacen sonreír al principio, no hay que perder la capacidad de asombro siempre te decía tu maestro, pero que luego te avienta al abismo del tedio porque se multiplican hasta que tus dedos se aburren de pasar la pantalla una y otra vez. ¿Quién realmente te lee y para qué? Entonces comienzas a sentir el cansancio, justo cuando llega el bourbon, “lo ha pagado la mesa de allá, señor”, te dice el mesero, y recuerdas las veinte entrevistas de la mañana, la presentación de tu libro, previsible, heroica, atrapada en elogios bien pensados pero inquietantemente sin imaginación hechos por un escritor importante que no conocías. La paz que viene con el primer y segundo sorbos del bourbon, la tarjeta que te trae el mesero: “Aquellos comensales lo invitan a su mesa, señor”, tu risa fingida, un poco de nervios, un poco de timidez (sí, aún timidez) y un poco de hartazgo. Lo piensas un minuto, alzas el vaso y brindas a distancia. Ellas se ríen y sólo el joven contesta elevando su copa de vino. Entonces una de las dos se levanta y camina hacia tu mesa. “Vine por usted, sería grosera una caminata hacia allá sin compañía...”, la mano que te extiende, tu cuerpo levantándose casi en automático y tu mano aceptando la invitación.

Tu voz, que empiezas a reconocer, “muchas gracias por el trago, estoy muy cansado. ¿Les parece si me siento cinco minutos?” y ellos, complacidos, disparando las primeras preguntas de cortesía.La rutina que tanto conoces:

“¿Cómo escribes? ¿Cuesta mucho trabajo? ¿Qué estás escribiendo? ¿Qué tanto de ti tienen tus novelas?” que tratas de responder interesado y divertido, las miradas de sorpresa de los jóvenes, sus risas, sus confesiones:

“eres el primer autor que tengo completo”, “me acompañaste durante mi primer viaje a Finlandia”, “yo también quise escribir una novela”. La propuesta que llega justo con tu segundo bourbon (¿ya es el tercero o cuarto de la noche?) y justo cuando el joven y una de ellas, han resultado ser pareja, se levantan al baño: “Estoy quedándome en un hotel cercano... Sería una delicia que me dedicaras mi libro ahí...” y tu mirada, controlada, observando ese rostro tan nuevo, tan lleno de detalles que hace media hora no habías visto: un lunar, una curvatura en la nariz, un par de aretes distintos, unos dientes parejos pero manchados de nicotina.

El baño de hombres completamente limpio, candorosamente solitario. Tu respiración mientras orinas y contemplas la ropa elegantemente informal que traes puesta. La sensación vaporosa y caliente de cuando el alcohol empieza a contagiarte de ese submundo tan conocido de todas las veces que te has emborrachado y encuentras un poco de soltura para olvidarte de tu conciencia. Tu conciencia que trata de descubrir si estás guardando todos los detalles de esa noche para una novela futura. El veredicto de que nada de lo que ha pasado los últimos tres meses de promoción podría servirte para una novela. La idea de que vas a la mitad del desarrollo de una historia, iniciada hace dos años, y aún no cuaja. La sensación de que falta lo más importante:

un narrador que pueda contarlo todo; el requisito de hallar un narrador que pueda contarlo todo para que puedas empezar, para seguir. ¿Por qué no puedes escribir con este narrador que hoy cuenta todo lo que está pasando?

¿Por qué no hallas la soltura para ir de acá, allá, de la mesa de los tres jóvenes, a una introspección en el baño

con un hombre orinando que imagina que en el baño de mujeres una joven se sienta en el excusado, baja su bikini, introduce dos dedos, los prueba, los vuelve a meter y los deja al aire para dártelos a probar cuando llegue a la mesa justo como le has pedido? ¿Por qué no consigues un narrador metiche, alguien que entre y salga, que relate el tedio de todo este día pero comentado, ensanchando la realidad, trabajando la observación atenta que has hecho durante todos esos años de vida literaria? ¿Por qué no puedes ir y simplemente escribir: “Capítulo 1” y escribir lo que tienes que escribir, no lo que “puedas escribir” como hacen los mediocres que están a tu alrededor que publican todos esos libros que se adormecen y mueren junto a los tuyos en las mesas de novedades, y escribes lo imposible, lo que quieres escribir, lo que debe escribirse, que es esta conciencia enorme y amplia que ahora posees y que te sirve para vislumbrarlo todo desde aquel retrete: el pasado, el presente y el futuro: la vida familiar, tediosa pero bella, el cataclismo del bourbon y los dedos llenos de fluido vaginal que probarás en cinco minutos y luego la verga encendida, sin condón, entrando en una vagina mientras el ejemplar dedicado: “A Lucía, por

su mirada...” está botado a un lado, abierto

por la mitad y con las páginas arrugadas que no le importa ya a nadie. ¿Por qué es tan difícil?

La mesa en donde ya está solamente la joven lectora, que te espera con ideas novedosas y directas: “Quiero que me cojas mientras le paso la lengua a tu novela...” y el primer indicio de malestar. Otro bourbon. La pierna que toca tu rodilla y luego una mano que toca tu pierna. El sabor acre pero dulce de su vagina en tu lengua que disuelves con tu bebida. La conversación en donde hablas de la pérdida de novedad, del hartazgo de hacer veinte entrevistas al día, de decir lo mismo, de hablar sobre un texto que ya no te interesa, que te dejó de interesar hace cuatro años, de la estupidez de que nadie te pregunte por la nueva novela, la verdadera, la real, la que estás escribiendo. La interrupción: “¿De qué va la novela que estás escribiendo?”, y tu respuesta: “no sé”. Un mensaje en tu teléfono que resplandece en la penumbra del restaurante: “Vendimos quinientos libros hoy. Felicidades”, de tu agente y la idea de que nunca podrás salir de ahí, de que ese ciclo horripilante siempre permanecerá: planeación, escritura, edición, publicación, promoción... Y tu conciencia que reprime tu verdadero deseo y te alienta a seguir, a convencerte de que mucha gente quiere eso, ¿en serio?, no aparecer en las portadas de los suplementos, ni toda esa fama de cuatro pesos, ¿de verdad, a quién le importan los escritores o lo que hagan?, si no hacer lo que te gusta, pagar las cuentas con ello, viajar, conseguir lo que siempre quisiste.

La joven, un poco impaciente, que te apresura, que empieza a recoger sus cosas y te dice: “¿Te parece que me adelante para darme una ducha? Estoy en el 501” y el beso profundo y cálido con el que te cierra la boca, la mirada salvajemente ilusionada y el ejemplar que te extiende: “Dedícamelo acá y llévamelo, que en mi cuarto no tendrás tiempo...” y tu sonrisa y el sonido de sus zapatillas alejándose.

La caminata de tres calles que emprendes en silencio. El cigarro que le has pedido al capitán de meseros, aunque llevas cinco años de fumar o con tu “sólo fumo en ferias”, y que te sabe bien aunque raspa tu garganta. Esa sensación de ser que te golpea el cerebro una y otra vez. Los resoplidos vulgares por caminar y fumar al mismo tiempo.

La habitación 301, tu habitación, la penumbra que asesinas con la luz de la lámpara junto a la cama. Tu ropa, elegante e informal, cayendo en la alfombra y el ejemplar, ya dedicado, “Para Rebeca, a quien le agradezco la pulcra atención que le dedicó toda la semana a mi habitación. Gracias”, que dejas junto a la televisión, a un lado, temporalmente, de tu teléfono y demás objetos. La televisión que enciendes y que mantienes en silencio. La maleta con libros de escritores jóvenes, revistas y tarjetas de presentación de todas las personas que has conocido en este viaje: una masa sin forma en la que nunca más volverás a pensar. Los ejemplares de prensa de tus libros que yacen, y olvidarás, en la mesa de la sala. La pasta de dientes que vas a buscar al baño y la contemplación de tu cuerpo, “esa panza sexy” dice tu mujer, en el espejo. La idea de escribir, ¿pero de qué?, la inoportuna exigencia de que debes escribir, porque eres escritor, las ventas, los chismes literarios, tu agente a quien ya no soportas y que cambiarás tan pronto regreses, las portadas de tus libros: un afán dinámico de conectar con el público, la marea de posibilidades e historias que flotan por todos lados y que todo mundo está empeñado en escribir, la imperiosa necesidad de escribir, del oficio, del rigor, de hacerlo cada vez mejor, de discursos interminables sobre cómo escribir y cómo no escribir; lo que, tristemente, ya se ha escrito que no deja lugar para más; o sí: sólo para cosas extraordinarias que sean imposibles de escribir y que, casi, nadie está escribiendo.

El boleto de avión, en primera clase, y la semana que pasarás junto a tus tres hijos en la casa de campo. La ausencia de tu mujer, el único consuelo que la vida ha puesto frente a ti. Ese tedio asesino que asocias con el cansancio de esta semana y que, por fortuna, pasará. La idea relámpago que te llega: ¿De dónde siguen saliendo las historias? ¿De dónde vienen? La genialidad de las ideas que tienen todo el tiempo pero que se desvanecen al instante. La idea de escribir un libro más, otro. La pasta de dientes sobre tu cepillo y el masaje lento y bien aprendido sobre tus encías. Saber que lo que siempre quisiste ya llegó, quizá ya hace mucho, y que mañana hay un vuelo que tomar y que luego deberás concentrarte porque hay un libro nuevo que entregar después de vacaciones. Y entonces otra feria, otra presentación, otra fila de lectores, otras decenas de dedicatorias a desconocidos, otra cena, otro libro imposible de escribir...

Informamos a los lectores de El Cultural que este suplemento no aparecerá el próximo

sábado 31 de diciembre. Regresamos el 7 de enero próximo. Hasta entonces y feliz año nuevo.