El verano después de la guerra

El verano después de la guerra
Por:
  • Kazuo-Ishiguro

TRADUCCIÓN

Roberto Diego Ortega

Algo como un cobertor en jirones —no podía ver con claridad en la penumbra de la tarde— quedó atrapado en las ramas altas de un árbol, inflado suavemente por el viento. Otro árbol se había derrumbado sobre los arbustos. Había hojas y ramas rotas tiradas, dispersas por todas partes. Pensé en la guerra, en la devastación y ruina que había visto durante mis primeros años, y observé en silencio el jardín mientras mi abuela explicaba cómo un tifón había azotado Kagoshima esa mañana.

En unos cuantos días limpiaron el jardín, el árbol caído fue apilado contra una pared junto con todas las ramas y el follaje muerto. Sólo entonces advertí por primera vez los escalones de piedra que formaban un pasaje entre los arbustos, hacia los árboles en la parte posterior del jardín. Esos arbustos conservaban pocos indicios del atentado que habían resistido hace tan poco tiempo; estaban en plenitud, con el follaje abundante y el colorido extraño —sombras de rojo, naranja y morado, distintas a cualquier cosa que yo hubiera visto en Tokio. En su conjunto, el jardín dejó de parecerse al lugar derrotado que vislumbré en la noche de mi llegada.

Entre la veranda de la casa y el comienzo de los escalones de piedra estaba la superficie plana del césped. Ahí, cada mañana antes de que el sol se elevara, mi abuelo colocaba el colchón de paja para sus ejercicios. Yo despertaba con los sonidos que llegaban del jardín, me vestía pronto y salía rumbo a la veranda. Entonces veía la figura de mi abuelo, vestido con un kimono holgado, que se movía con la primera luz de la mañana. Se inclinaba y estiraba con fuerza, y su paso era ligero cuando corría por la superficie. Yo me sentaba y esperaba con tranquilidad durante sus movimientos de rutina. Al fin el sol se elevaba lo necesario para inundar la pared y el jardín; y a todo mi alrededor las maderas pulidas de la veranda lucían cubiertas por manchas de luz solar. Por último, el rostro de mi abuelo se tornaba severo y comenzaba sus secuencias de judo: giros veloces, posturas congeladas y —lo mejor de todo— los movimientos de ataque, cada uno acompañado por un grito breve. Mientras lo miraba, podía ver con toda claridad a los asaltantes invisibles que le llegaban de todas partes, sólo para caer desvalidos ante su proeza.

Al terminar cada sesión, mi abuelo seguía los escalones de piedra hacia la parte posterior del jardín, para confrontar al mayor de los árboles que crecía junto a la pared. Se detenía ante el árbol por unos segundos, completamente quieto. Luego, con un grito súbito, se lanzaba contra él e intentaba derribarlo con un giro de su cadera. Repetía el ataque cuatro o cinco veces, y comenzaba cada vez con esos segundos de silencio contemplativo, como para tomar al árbol por sorpresa.

Tan pronto como mi abuelo regresaba a cambiarse, yo iba al jardín e intentaba reproducir los movimientos que había visto. Esto inducía mi elaborada construcción de situaciones en torno a los movimientos —situaciones que siempre eran variantes de la misma trama. Comenzaban siempre conmigo y mi abuelo caminando rumbo a casa en la noche, por el callejón que estaba atrás de la estación de trenes de Kagoshima. Desde la oscuridad surgían figuras que nos obligaban a detenernos. Su líder daba el paso al frente —un hombre de habla desordenada, ebria— y reclamaba que le diéramos dinero. Mi abuelo les advertía con tranquilidad que nos dejaran pasar o saldrían lastimados. Ante esto, reían las voces en la oscuridad que nos rodeaba —risas sucias, malignas. Mi abuelo y yo nos mirábamos con serenidad, luego nos colocábamos espalda con espalda. Entonces ellos llegaban por todas partes en cantidad incalculable. Y ahí, en el jardín, yo escenificaba su destrucción; un equipo en perfecta coordinación —mi abuelo y yo— los sometía, uno tras otro. Al final, revisábamos con cuidado todos los cuerpos a nuestro alrededor. Entonces él asentía, y continuábamos nuestro camino. Desde luego, no mostrábamos una excitación impropia sobre el tema y seguíamos rumbo a casa sin mencionarlo.

Había momentos, en medio de semejante batalla, en que Noriko, la sirvienta de mis abuelos, me llamaba a desayunar. Pero yo terminaba mi rutina tal como hacía mi abuelo; iba al árbol, me detenía en silencio ante él durante esos segundos decisivos, y luego lo acometía de súbito, como era necesario. En ocasiones actuaba una situación en la cual, ante la mirada perpleja de mi abuelo, lograba arrancar el árbol y lo arrojaba rodando sobre los arbustos. Pero el árbol era infinitamente más sólido que el que derribó el tifón, y aunque yo era un niño de siete años acepté como improbable esta situación particular, con un rango de posibilidad distinto a la anterior.

No creo que mi abuelo haya sido un hombre especialmente rico, pero la vida en su casa parecía muy cómoda luego de las condiciones que yo había conocido en Tokio. Había salidas con Noriko para comprar juguetes, libros y ropa; y muchas variedades de comida —aunque bastante comunes en nuestros días— que probé por primera vez en mi vida. Además la casa parecía espaciosa, pese a que todo un sector quedó dañado al punto de resultar inhabitable. Una tarde, poco después de mi llegada, mi abuela me llevó para mostrarme los ornamentos y pinturas que decoraban las habitaciones. Cada vez que me gustaba un cuadro, lo señalaba con una pregunta: “¿Ese lo hizo mi abuelo?” Pero al final, aunque habíamos examinado cada uno de los numerosos cuadros en la casa, ninguno era obra de mi abuelo.

—Pero yo creí que Oji era un pintor famoso —dije—. ¿Dónde están sus cuadros?

—¿Tal vez quisieras algo de comer, Ichiro-San?

—¡Los cuadros de Oji! ¡Tráelos ya!

Mi abuela me miró con curiosidad.

—Ahora me pregunto —dijo—. Supongo que la tía de Ichiro le contó de su abuelo.

Algo en sus modales me indujo a guardar silencio.

—Me pregunto qué más le dijo a Ichiro su tía —continuó—. Vaya que me lo pregunto.

—Ella sólo dijo que Oji era un pintor famoso. ¿Por qué no están aquí sus pinturas?

—¿Qué más te dijo ella, Ichiro-San?

—¿Por qué no están aquí sus pinturas? ¡Quiero una respuesta!

Mi abuela sonrió.

—Supongo que se los llevaron. Podemos buscarlos en otra oportunidad. Pero tu tía contaba que tú tienes gran pasión por el dibujo y la pintura. Que tienes un gran talento, me dijo. Si se lo pides a tu abuelo, Ichiro-San, estoy segura de que se sentiría honrado de enseñarte.

—No necesito un maestro.

—Discúlpame, era sólo una sugerencia. Tal vez ahora quisieras algo de comer.

Lo que sucedió fue que mi abuelo comenzó a ayudarme a pintar sin que yo se lo pidiera. Un día caluroso, yo estaba sentado en la veranda, intentando componer un cuadro con mis acuarelas. El cuadro iba mal y yo estaba a punto de arruinarlo, enojado, cuando mi abuelo llegó a la veranda, puso un cojín cerca de mí, y se sentó.

—No permitas que interrumpa tu trabajo, Ichiro.

Se inclinó para ver el cuadro, pero lo oculté con mi brazo.

—De acuerdo —dijo risueño—. Lo veré cuando esté terminado.

Noriko trajo té, lo sirvió y se fue. Mi abuelo continuó sentado ahí, con un aire satisfecho, bebiendo té y mirando el jardín. Su presencia me inquietó, y simulé trabajar en mi cuadro. Luego de unos minutos, sin embargo, la frustración se apoderó de mí otra vez y arrojé el pincel a través de la veranda. El abuelo volteó hacia mí.

—Ichiro —dijo en completa calma—, tiraste pintura por todas partes. Si Noriko-Sam ve esto se va a enojar mucho contigo.

—No me importa.

Se rió, y una vez más se inclinó para mirar mi cuadro. Intenté ocultarlo otra vez, pero él apartó mi brazo.

—No está tan mal. ¿Por qué te enoja tanto?

—Dámelo. Quiero destruirlo.

Él mantenía el cuadro fuera de mi alcance y continuaba mirándolo.

—No está mal en absoluto —dijo,

pensativo—. No deberías darte por vencido tan fácilmente. Mira, Oji te va a ayudar un poco. Luego tú intentas y lo terminas.

 

"Al terminar cada sesión, mi abuelo seguía los escalones de piedra hacia la parte posterior del jardín, para confrontar al mayor de los árboles que crecía junto a la pared.”

 

El pincel había botado por los tablones del piso hasta cierta distancia de nosotros, y mi abuelo se incorporó para recuperarlo. Cuando lo levantó, tocó la punta con las yemas de sus dedos, como para rehabilitarlo, luego regresó a sentarse. Por un momento estudió el cuadro con detalle, mojó el pincel en agua, luego lo puso en contacto con dos o tres colores. Y después, con un solo movimiento suave, pasó el pincel goteante por la superficie de mi cuadro, y su estela dejó un rastro de hojas pequeñas: luces y sombras, pliegues y racimos, todo con un solo movimiento suave.

—Ya. Ahora inténtalo tú y termina.

Hice mi mejor esfuerzo para no mostrarme impresionado, pero no pude evitar que mi entusiasmo se encendiera de nuevo con semejante hazaña. Una vez que mi abuelo volvió a beber su té y mirar al jardín, mojé el pincel en pintura y agua, y luego intenté repetir lo que había presenciado.

Logré pintar algunas líneas húmedas y gruesas a través del papel. Mi abuelo vio

y movió la cabeza, creyendo que yo borraba mi cuadro.

En un principio, asumí que el tifón había causado los daños de la casa, pero pronto descubrí que en su mayor parte fueron originados por la guerra. Mi abuelo había estado en el proceso de la reconstrucción de esa parte de la casa, cuando el tifón destruyó la estructura y arruinó mucho de lo que había logrado durante el último año. Mostró poca frustración por lo ocurrido, y durante las semanas posteriores a mi llegada siguió su trabajo en la casa con un ritmo constante —quizá dos o tres horas diarias. Algunas veces lo ayudaban trabajadores, aunque por lo común trabajaba solo, con el martillo y el serrucho. No era un asunto urgente. Había muchísimo espacio en el resto de la casa y de cualquier modo el avance se complicaba por la escasez de materiales. A veces él debía esperar varios días por una caja de clavos o alguna pieza de madera.

La única habitación en uso de la zona dañada de la casa era el baño. Era muy sencillo; piso de concreto con canales para permitir que el agua fluyera bajo la pared exterior; y las ventanas orientadas hacia los escombros y la estructura exterior, de manera que uno sentía que estaba en un anexo de la casa más que dentro de ella. Pero mi abuelo había colocado en una esquina un cajón de madera en cuya profundidad podía vertirse más o menos un metro de agua humeante. Cada noche, antes de ir a dormir, yo llamaba a mi abuelo a través del bastidor, y al deslizarlo descubría la habitación llena de vapor. Había un olor como de pescado seco, que me pareció adecuado para el cuerpo de un hombre mayor, y mi abuelo estaba en su baño con el agua caliente hasta el cuello. Y cada noche yo estaba de pie y platicaba con él en ese cuarto repleto de vapor —a menudo sobre temas que yo nunca mencionaba en ningún otro lugar. Mi abuelo escuchaba, luego me respondía con palabras escasas y reconfortantes, al otro lado de las nubes de vapor.

—Ahora esta es tu casa, Ichiro —dijo—. No necesitas irte antes de que hayas madurado. Incluso entonces, puede ser que prefieras quedarte aquí. No hay problema. Ninguno en absoluto.

Una de esas noches en ese baño, le comenté a mi abuelo:

—Los soldados japoneses son los mejores guerreros.

—Nuestros soldados, en efecto, son los más decididos. Tal vez los más valientes. Son soldados muy aguerridos. Pero incluso los mejores son a veces derrotados.

—Porque los soldados del enemigo son demasiados.

—Porque son demasiados. Y porque el enemigo tiene más armas.

—Los soldados japoneses podían seguir en la lucha incluso cuando tenían heridas muy graves, ¿cierto? Porque tenían determinación.

—Sí, nuestros soldados pelearon incluso con heridas muy graves.

—¡Mira, Oji!

Ahí, en el baño, comencé a actuar la situación de un soldado, a quien rodeaban los enemigos, que combatía sin armas. Cada vez que recibía un balazo me detenía un instante, luego continuaba la lucha.

—¡Ya! ¡Ya!

Mi abuelo reía, levantaba sus manos del agua y aplaudía. Estimulado, yo continuaba la batalla —ocho, nueve, diez balazos. Cuando me detuve un instante para recobrar el aliento, mi abuelo seguía con sus aplausos y su risa.

—Oji, ¿tú sabes quién soy?

Cerró sus ojos otra vez y se hundió con más profundidad en el agua.

—Un soldado. Un soldado japonés muy

aguerrido.

—De acuerdo, ¿pero quién? ¿Cuál soldado? Fíjate, Oji. Adivina.

Oprimí con la mano mis heridas dolientes y reinicié la batalla. La gran cantidad de balazos que había recibido en el pecho y estómago me obligaron a usar mis técnicas más vistosas.

—¡Ya! ¡Ya! ¿Quién soy yo, Oji? ¡Adivina! ¡Adivina!

 

“Cada noche, antes de ir a dormir, yo llamaba a mi abuelo a través del bastidor, y al deslizarlo descubría la habitación llena de vapor. Había un olor como de pescado seco, que me pareció adecuado para el cuerpo de un hombre mayor.”

 

Enseguida noté que mi abuelo había abierto los ojos y me observaba a través del vapor. Me observaba como si fuera un fantasma, y un escalofrío me estremeció. Me detuve y lo observé. Entonces su rostro volvió a sonreír, pero la mirada extraña persistía en sus ojos.

—Basta ya —dijo, mientras se reclinaba otra vez en el agua—. Demasiados enemigos. Demasiados.

Permanecí inmóvil.

—¿Qué pasa, Ichiro? —me preguntó, risueño—. De repente tan tranquilo.

No contesté. Mi abuelo volvió a cerrar los ojos y suspiró.

—Qué cosa tan horrenda es la guerra, Ichiro —dijo, fatigado—. Horrenda. Pero no importa. Ahora tú estás aquí. Esta es tu casa. Y no hay de qué preocuparse.

Una mañana en pleno verano, al entrar encontré un lugar adicional dispuesto para la cena. Mi abuela dijo en voz baja:

—Tu abuelo tiene un visitante. En un momento llegan.

Por un tiempo, mi abuela, Noriko y yo nos sentamos en torno a la mesa del comedor. Cuando empecé a demostrar mi impaciencia, Noriko me dijo que bajara la voz.

—El caballero acaba de llegar. No puedes esperar que esté listo tan pronto.

Mi abuela asintió.

—Supongo que tienen mucho que decirse después de tanto tiempo.

Al fin mi abuelo apareció con el invitado, que tal vez rondaba los cuarenta años —entonces no tenía mucha idea de la edad de los adultos—, un hombre corpulento y de estatura baja, con las cejas tan negras que parecían entintadas. Durante la cena, él y mi abuelo hablaron mucho del pasado. Se mencionaba un nombre, mi abuelo lo repetía y asentía con seriedad. Pronto una atmósfera solemne gravitó en la mesa. Pero cuando mi abuela comenzó a felicitar al visitante por su nuevo trabajo, él la detuvo.

—No, señora, no. Es usted muy amable, pero se anticipa. El nombramiento no está de ninguna forma asegurado.

—Pero como usted dice —añadió mi abuelo— no tiene competidores verdaderos. Usted es por mucho el mejor calificado para el puesto.

—Es usted muy amable, Sensei —dijo el visitante—. Pero de ninguna forma es seguro. Sólo puedo esperar y mantener la esperanza.

—Si esto hubiera ocurrido hace unos cuantos años —dijo mi abuelo— , yo hubiera podido recomendarlo. Pero no creo que mi opinión importe mucho en estos días.

—En verdad, Sensei —dijo el visitante—,

que comete una grave injusticia contra usted mismo. Un hombre con sus logros siempre merece respeto.

Ante esto, mi abuelo rió de modo un tanto extraño.

Después de la cena, le pregunté a mi abuela:

—¿Por qué le dice a Oji “Sensei”?

—El caballero fue alguna vez discípulo de tu abuelo. Uno de los más notables.

—¿Cuando Oji era un pintor famoso?

—Sí. El caballero es un artista espléndido. Uno de los discípulos más notables de tu abuelo.

La presencia del visitante me despojó de la atención de mi abuelo y esto me puso de mal humor. Durante los siguientes días, evité en todo lo posible al visitante y apenas le dirigía la palabra. Luego, una tarde, alcancé a escuchar una conversación en la veranda.

 

“La presencia del visitante me despojó de la atención de mi abuelo y esto me puso de mal humor. Durante los siguientes días, evité en todo lo posible al visitante y apenas le dirigía la palabra.”

 

En lo alto de la casa de mi abuelo había una habitación de estilo occidental, con sillas y mesas altas. El balcón daba al jardín y la veranda estaba dos pisos abajo. Yo me entretenía en ese cuarto, y por un tiempo estuve consciente de las voces en la parte baja. Luego algo llamó mi atención —algo en el tono de la plática— y salí a escuchar al balcón. Sin duda había un desacuerdo entre mi abuelo y su invitado; según entendí, el asunto tenía que ver con una carta que el visitante le había pedido a mi abuelo que escribiera.

—Sensei, Sensei —decía el hombre—, a mí no me parece ilógico. Durante mucho tiempo creí que mi carrera había terminado. Seguro que Sensei no quisiera verme abatido por lo que ocurrió en el pasado.

Hubo una pausa silenciosa, luego el visitante dijo:

—Por favor no me malinterprete, Sensei. Estoy tan orgulloso como siempre de tener mi nombre vinculado al suyo. Es sólo con el fin de satisfacer al comité, nada más.

—Así que por eso viniste a verme —la voz de mi abuelo sonaba más cansada que enojad

—. Así que por eso has venido luego de tanto tiempo. ¿Pero por qué quieres mentir acerca de ti mismo? Hiciste lo que hiciste con orgullo y con brillo. Sea o no un error, un hombre no debería mentir acerca de sí mismo.

—Pero tal vez lo ha olvidado, Sensei. ¿Recuerda aquella noche en Kobe? ¿Luego del banquete para Kinoshita-San? Esa noche usted se enojó conmigo porque me atreví a expresar mi desacuerdo. ¿Lo recuerda, Sensei?

—¿El banquete para Kinoshita? Me temo que no. ¿Sobre qué discutimos?

—Discutimos porque me atreví a sugerir que la escuela había seguido un rumbo equivocado. ¿No lo recuerda, Sensei? Dije que no nos correspondía emplear nuestra capacidad de esa manera. Y usted se enfureció contra mí. ¿No lo recuerda, Sensei?

Hubo otro silencio.

—Ah, sí —dijo por último mi abuelo—. Ahora recuerdo. Fue en el tiempo de la campaña china. Un momento crucial para la nación. Hubiera sido irresponsable continuar trabajando como antes lo hacíamos.

—Pero yo siempre estuve en desacuerdo con usted, Sensei. Y tenía sentimientos tan fuertes al respecto que de hecho se lo dije en la cara. Todo lo que ahora pido es sólo que reconozca ese hecho ante el comité. Tan sólo que declare cuál era mi opinión desde el principio, y que llegué hasta el punto de manifestarme en franco desacuerdo con usted. Seguro que eso no es ilógico, Sensei.

Hubo otra pausa, luego mi abuelo dijo:—Tú te beneficiaste mucho con mi nombre cuando era respetado. Ahora el mundo tiene una opinión diferente de mí, y eso lo debes afrontar.

Hubo un lapso de silencio, luego oí movimiento y puertas corredizas que cerraban.

En la cena, busqué señales de conflicto entre mi abuelo y el visitante, pero ambos se trataron con amabilidad perfecta. Esa noche, en el baño repleto de vapor, le pregunté a mi abuelo:

—Oji, ¿por qué ya no pintas?

En un principio guardó silencio. Luego dijo:

—A veces, cuando pintas tus cuadros y las cosas no van bien, te enojas, ¿verdad? Quieres destruir los cuadros y Oji ha tenido que detenerte. ¿No es así?

—Sí —dije, y esperé. Sus ojos permanecían cerrados, su voz baja y cansada.

—Así le pasó más o menos a tu abuelo. No hacía las cosas bien, así que decidió dejarlo.

—Pero tú siempre me dijiste que no destruya los cuadros. Siempre me impulsaste a terminarlos.

—Es cierto. Pero tú eres muy joven, Ichiro. Vas a mejorar mucho.

La mañana siguiente, el sol ya estaba en lo alto cuando fui a la veranda para observar a mi abuelo. Poco después de sentarme escuché un ruido atrás de mí, y el visitante apareció vestido en un kimono oscuro. Me saludó, y como no dije nada se rió, siguió sus pasos y me rebasó hacia la orilla de la veranda. Mi abuelo lo miró y detuvo su ejercicio.

—Vaya. Te levantaste muy temprano. Espero que no te haya perturbado —mi abuelo se inclinó para enrollar su colchón de paja.

—De ninguna forma, Sensei. Dormí estupendamente. Pero por favor no permita que lo interrumpa. Noriko-San me dijo que hace esto cada mañana, en verano y en invierno. Es por demás admirable. No, por favor, en verdad. Me impresionó tanto que me prometí levantarme esta mañana para verlo. Jamás me perdonaría si yo fuera la razón de que Sensei interrumpiera su rutina. Por favor, Sensei.

Al final, mi abuelo siguió sus ejercicios —había estado corriendo en el lugar— con cierta resistencia. Se detuvo otra vez, casi de inmediato, y dijo:

—Gracias por ser tan paciente. En realidad con eso basta por esta mañana.

—Pero Sensei, este pequeño caballero quedará decepcionado. He sabido cuánto disfruta sus entrenamientos de judo. ¿No es así, Ichiro-San?

Fingí que no había oído.

—No nos hará daño que no ocurran esta mañana —dijo mi abuelo—. Vamos adentro y esperemos el desayuno.

—Pero yo también quedaría decepcionado, Sensei. Tenía la esperanza de que

me recordaran su proeza. ¿Recuerda

que alguna vez intentó enseñarme judo?

—¿En serio? Sí, creo recordar algo.

—Murasaki estaba entonces con nosotros. También Ishida. En aquel estadio de Yokohama. ¿Lo recuerda, Sensei? Por más que intentaba derribarlo, yo acababa en el piso, boca arriba. Después me sentí muy desmoralizado. Vamos, Sensei: a Ichiro y a mí nos gustaría verlo entrenar.

Mi abuelo rió y levantó las manos. Estaba de pie, un tanto incómodo, en el centro de su colchón.

—Bueno, lo cierto es que hace mucho tiempo que abandoné el entrenamiento en serio.

—Como sabe, Sensei, durante la guerra yo me convertí en todo un experto. Entrenamos mucho en combate sin armas —al decir esto, el visitante me miró.

—Estoy seguro de que tuviste un entrenamiento muy bueno en el ejército —dijo mi abuelo.

—Como digo, me convertí en todo un experto. Aun así, si me enfrentara con Sensei otra vez, estoy seguro de que mi destino no sería distinto. Enseguida estaría tirado boca arriba.

Los dos rieron.

—Estoy seguro de que tuviste un entrenamiento excelente —dijo mi abuelo.

El visitante volteó hacia mí de nueva cuenta, y vi que sus ojos sonreían de un modo extraño.

—Pero contra un hombre con la experiencia de Sensei, todo ese entrenamiento no serviría de mucho. Estoy seguro de que mi destino sería el mismo que en aquel estadio.

Mi abuelo permanecía de pie en su colchón. Entonces el visitante dijo:

—Por favor, Sensei, no permita que lo interrumpa. Haga su ejercicio como si yo no estuviera aquí.

—No. En verdad que ya es suficiente por esta mañana —mi abuelo apoyó una rodilla y comenzó a enrollar su colchón.

El visitante recargó el hombro en el poste de la veranda y levantó la vista al cielo.

—Murasaki, Ishida... Parece que ha pasado tanto tiempo —era como si platicara consigo mismo, pero hablaba con el volumen suficiente para que lo oyera mi abuelo, quien estaba de espaldas a nosotros mientras seguía recogiendo el colchón.

—Todos ellos se han ido —dijo el visitante—. Usted y yo, Sensei, al parecer somos los únicos sobrevivientes de esos días.

Mi abuelo hizo una pausa.

—Sí —dijo, sin voltear—. Es trágico.

—La guerra fue tan devastadora. Un absurdo —el visitante observaba la espalda de mi abuelo.

—Sí, trágico —repitió mi abuelo con serenidad. Pude advertir que su mirada se detuvo en un lugar del piso, y ante él estaba el colchón de paja a medio enrollar.

El visitante partió ese día después del desayuno y nunca volví a verlo. Mi abuelo era renuente a platicar sobre él y sólo me contaba lo que yo ya sabía. Pero supe algo por Noriko.

Solía acompañarla cuando salía a comprar provisiones, y durante esas salidas le pregunté:

—Noriko, ¿cuándo fue la campaña de China?

Como es obvio, ella asumió que yo le había planteado una pregunta “educativa”, pues respondió con el tono satisfecho y paciente que adoptaba cuando yo le hacía preguntas sobre temas como a dónde van las ranas en el invierno. Antes de que estallara la Guerra del Pacífico, explicó, el ejército japonés emprendió una campaña por China con algún éxito. Le pregunté si había algo equivocado al respecto y por primera vez me miró con curiosidad. No, nada estuvo equivocado, pero hubo mucha discusión en su momento. Y ahora, hay quienes dicen que la guerra no hubiera ocurrido si el ejército no se hubiera lanzado contra China. Volví a preguntar si el ejército se había equivocado al invadir China. Noriko respondió que no hubo nada equivocado, pero sí mucha discusión al respecto. La guerra no era una cosa buena, ahora eso todos lo sabían.

 

“Observamos el cartel. Mostraba a un samurai que sostenía una espada; atrás de él había una bandera militar japonesa. El cuadro estaba pintado sobre un fondo rojo oscuro que me produjo un sentimiento de incomodidad.”

 

Al tiempo que el verano avanzaba, mi abuelo pasaba más y más tiempo conmigo —a tal punto que casi dejó de trabajar en las reparaciones de la parte dañada

de la casa. Con su estímulo, mi interés en la pintura y el dibujo ascendió a un entusiasmo auténtico. Me llevaba a paseos diurnos y cuando llegábamos a nuestro destino, nos sentábamos a la luz del sol y yo dibujaba con mis crayones de colores. Por lo común, íbamos a algún lugar apartado de la gente —tal vez la ladera de una colina con hierba crecida y una vista espléndida. O bien íbamos a los astilleros, o a una fábrica nueva. Luego, en el tranvía rumbo a la casa, revisábamos mis dibujos del día.

Nuestros días aún comenzaban con mi llegada a la veranda para observar los ejercicios de mi abuelo. Pero entonces ya habíamos agregado un rasgo nuevo a la rutina matinal. Una vez que terminaba su ronda de ejercicios en el colchón me llamaba:

—Ven ya. Veamos si hoy estás más fuerte.

Y yo salía de la veranda, iba a su colchón y sujetaba su kimono como él me había enseñado —con una mano lo tomaba del cuello, con la otra de la manga, cerca del codo. Luego yo trataba de ejecutar el derribo que él me había enseñado, y después de varios intentos conseguía tirar a mi abuelo en el piso, boca arriba. Aunque me daba cuenta de que él dejaba que lo derribara, de cualquier modo me colmaba de orgullo cuando finalmente caía. Mi abuelo cuidaba que yo tuviera que esforzarme cada vez un poco más antes de conseguirlo. Luego, una mañana, por más que lo intenté, mi abuelo no consintió que lo derribara.

—Vamos, Ichiro, no te rindas. No tienes bien sujeto el kimono, ¿verdad?

Lo sujeté de nuevo.

—Bien. Ahora intenta otra vez.

Giré y lo intenté una vez más.

—Casi. Tienes que meter toda la cadera. Oji es un hombre grande. No puedes hacerlo sólo con las manos.

Volví a intentarlo. Mi abuelo seguía sin caer. Descorazonado, renuncié.

—Vamos, Ichiro. No te rindas tan fácil. Sólo una vez más. Haz todo bien. Eso es. Ya, ahora me tienes a tu merced. Derríbame ahora.

Esta vez mi abuelo no opuso resistencia, tropezó con mi talón y cayó de espaldas. Quedó sobre el colchón con los ojos cerrados.

—Te dejaste —le dije con disgusto.

Mi abuelo no abría los ojos. Me reí al pensar que se fingía muerto. Mi abuelo seguía sin responder.

—¿Oji?

Abrió los ojos y sonrió al mirarme. Se incorporó con lentitud, en su rostro una expresión de desconcierto, y se frotaba con la mano la parte posterior del cuello.

—Bien. Ese fue un buen derribo —tocó mi brazo, pero la mano regresó enseguida a la parte posterior de su cuello. Luego rió y se puso en pie.

—Hora del desayuno.

—¿No vas a ir al árbol?

—Hoy no. Ya tuviste bastante para una mañana con Oji.

Una fuerte sensación de victoria surgió en mí; por primera vez, pensé, había derribado a mi abuelo sin que él lo consintiera.

—Voy a practicar con el árbol —dije.

—No, no —mi abuelo me llamó, frotando todavía su cuello.

—Ahora vamos a comer. Los hombres necesitan comer para no perder su fuerza.

Fue hasta los primeros meses del otoño cuando por fin vi una muestra del trabajo de mi abuelo. Ayudaba a Noriko a guardar algunos libros viejos en la habitación occidental del piso superior de la casa, cuando advertí que de una caja de cartón sobresalían varios rollos grandes con hojas de papel. Saqué uno y lo desplegué sobre el piso. Lo que encontré parecía el cartel de una película. Traté de examinarlo con mayor detalle, pero había estado enrollado tanto tiempo que no podía extenderlo sin que se doblara. Le pedí a Noriko que lo sostuviera por un lado y me volteé para sostener el otro.

 

“Me fui a mi cuarto y escuché la conmoción que recorría la casa. Había voces que yo no reconocía, y cada vez que abría mi puerta y me disponía a salir, alguien me decía con enojo que regresara a la cama.”

 

Observamos el cartel. Mostraba a un samurai que sostenía una espada; atrás de él había una bandera militar japonesa. El cuadro estaba pintado sobre un fondo rojo oscuro que me produjo un sentimiento de incomodidad pues me recordó el color de mis heridas cuando caí y me lastimé la pierna. En el borde inferior había atrevidos ideogramas kanji, de los cuales sólo reconocí los que decían “Japón”. Pregunté a Noriko qué decía el cartel. Ella examinaba otra zona con interés, y leyó el encabezado con cierta distracción: “No hay tiempo para pláticas cobardes. Japón debe ir hacia adelante”.

—¿Qué es eso?

—Algo que hizo tu abuelo. Hace mucho tiempo.

—¿Oji? —me sentí decepcionado, porque el cartel no me gustó y porque siempre imaginé que su trabajo era de un carácter por completo distinto.

—Sí, hace mucho tiempo. Mira, aquí en la esquina está su firma.

Había más texto en la parte inferior de la hoja. Noriko lo miró y comenzó a leer.

—¿Qué dice? —pregunté.

Siguió su lectura con expresión seria.

—¿Qué dice, Noriko?

Soltó su porción de la hoja que de inmediato se enrolló en mi mano. Intenté extenderla de nueva cuenta, pero Noriko perdió el interés.

—¿Qué dice, Noriko?

—No sé —dijo ella, de regreso a los libros—. Es muy antiguo. Antes de la guerra.

Dejé de insistir en el tema, pero decidí investigar más sobre mi abuelo.

Esa noche, como de costumbre, fui al baño y le hablé desde la pared divisoria. No hubo respuesta y le hablé más alto. Luego puse mi oído en la mampara y escuché. Adentro todo parecía muy quieto. Se me ocurrió pensar que mi abuelo había descubierto que yo vi el cartel y que estaba enojado conmigo. Luego me recorrió un temor, me deslicé de la pared divisoria y miré adentro.

El baño estaba invadido de vapor, y por un momento no distinguí con claridad las cosas. Luego vi, junto a la pared, a mi abuelo que intentaba salir de su baño. Pude ver su codo y hombro entre el vapor, trabados en el esfuerzo de sacar al cuerpo del agua. Su rostro estaba inclinado, casi tocando la orilla del baño. Estaba detenido por completo, como si no pudiera hacer nada más y su cuerpo se hubiera inmovilizado. Corrí hacia él.

—¡Oji!

Mi abuelo permanecía inmóvil. Me estiré para tocarlo, pero con cuidado y temor de que su hombro colapsara y él regresara al agua.

—¡Oji! ¡Oji!

Noriko entró al baño de prisa, seguida por mi abuela. Una de ellas me hizo a un lado y ambas se esforzaron con mi abuelo. Cada vez que intenté ayudar me dijeron que me mantuviera a distancia. Sacaron a mi abuelo del baño con bastante dificultad y luego me ordenaron que saliera de la habitación.

Me fui a mi cuarto y escuché la conmoción que recorría la casa. Había voces que yo no reconocía, y cada vez que abría mi puerta y me disponía a salir, alguien me decía con enojo que regresara a la cama. Me recosté y estuve despierto mucho tiempo.

Durante los días que siguieron no se me permitió ver a mi abuelo y él no salió de su recámara. Cada mañana venía a la casa una enfermera y se quedaba todo el día. Mis preguntas recibían siempre la misma respuesta: mi abuelo estaba enfermo, pero pronto se aliviaría. Era sólo natural que, como cualquier otra persona, cayera enfermo de vez en cuando.

Yo aún me levantaba temprano cada mañana para ir a la veranda, con la esperanza de encontrar a mi abuelo recuperado y otra vez en sus ejercicios. Como no aparecía, me quedaba en el jardín, sin abandonar la esperanza, hasta que Noriko me llamaba para desayunar.

Luego, una noche me dijeron que podía visitar a mi abuelo en su recámara. Me advirtieron que sólo podía verlo muy brevemente, y cuando entré Noriko se sentó junto a mí, como si fuera a retirarme si yo hacía cualquier cosa inadecuada. La enfermera estaba sentada en la esquina lejana y la habitación olía a sustancias químicas.

Mi abuelo estaba tendido de costado. Me sonrió, hizo un pequeño movimiento con la cabeza, pero no dijo nada. Percibí una formalidad en la situación y me sentí cohibido. Por último, dije:

—Pronto vas a mejorar, Oji.

Él volvió a sonreír, pero sin decir nada.

—Ayer dibujé el árbol de maple —dije. Lo traje para ti. Aquí lo dejo.

—Déjame verlo —dijo con tranquilidad.

Le extendí el dibujo. Mi abuelo lo miró y se dio la vuelta. Mientras lo hacía, Noriko se removió a mi lado, incómoda.

—Bueno —dijo él—. Bien hecho.

Noriko se adelantó con rapidez y le quitó el dibujo.

—Déjamelo aquí —dijo mi abuelo—. Me ayudará a mejorar.

Noriko puso el dibujo en el colchón, cerca de él, y luego me condujo afuera de la habitación.

Pasaron las semanas sin que me permitieran verlo. Yo todavía me levantaba cada mañana con la esperanza de hallarlo en el jardín, pero él no estaba, y mis días se hicieron largos y vacíos.

Después, una mañana en que yo estaba en el jardín, como de costumbre, mi abuelo apareció en la veranda. Tomaba asiento cuando yo corrí hacia él y lo abracé.

—¿Qué has hecho, Ichiro?

Un tanto avergonzado por demostrar mi emoción, me repuse y me senté a su lado en lo que consideré una postura masculina.

—Sólo pasear por el jardín —dije—. Tomar un poco de aire antes del desayuno.

—Ya veo —los ojos de mi abuelo erraban por el jardín, como si estudiara cada arbusto y cada árbol. Seguí su mirada. Para entonces ya era pleno otoño; el cielo sobre la pared era gris, el jardín estaba lleno de hojas caídas.

—Dime, Ichiro —dijo él, mirando todavía al jardín—. ¿Qué vas a ser de grande?

Pensé un momento.

—Policía —dije.

—¿Policía? —mi abuelo me miró y sonrió—. Vaya, ése es un trabajo para un hombre de verdad.

—Tengo que entrenar duro si quiero tener éxito.

—¿Entrenar? ¿Qué vas a entrenar para ser policía?

—Judo. He estado entrenando algunas mañanas. Antes del desayuno.

Los ojos de mi abuelo regresaron al jardín.

—Es cierto —dijo con calma—. Un trabajo para un hombre de verdad.

Observé a mi abuelo un momento.

—Oji —pregunté—, ¿qué querías ser cuando tenías mi edad?

—¿Cuando tenía tu edad? —siguió observando el jardín unos momentos. Luego dijo—: Bueno, supongo que yo quería ser pintor. No recuerdo un tiempo en el que yo hubiera deseado ser cualquier otra cosa.

—Yo también quiero ser pintor.

—¿En serio? Ya eres muy bueno, Ichiro. Yo no era tan bueno a tu edad.

—¡Fíjate, Oji!

—¿Adónde vas? —me llamó.

—¡Fíjate, Oji! ¡Fíjate!

Corrí a la parte trasera del jardín y me coloqué ante el árbol de mi abuelo.

—¡Ya! —estreché el tronco y giré contra él mi cadera—. ¡Ya! ¡Ya!

Miré hacia arriba y mi abuelo reía. Levantó sus dos manos y aplaudió. Yo también me reí, colmado de felicidad porque mi abuelo estaba de regreso conmigo. Luego me volví al árbol y lo desafié de nueva cuenta.

—¡Ya! ¡Ya!

De la veranda llegaban los sonidos de la risa de mi abuelo y sus aplausos.

Granta, 1983