Violencia contra las mujeres

Violencia contra las mujeres
Por:
  • Laura-Lecuona

Caperucita roja es una parábola de la violación. Allá fuera, en el bosque, hay temibles figuras masculinas (las llamamos lobos y con otros nombres) y las mujeres están indefensas frente a ellos. Mejor no apartarse del camino, mejor no ser intrépida. Si tienes suerte, un hombre bueno y amigable podrá salvarte de cierta desgracia [...]. Según los códigos del cuento de hadas, Juanito puede matar gigantes pero la Caperucita debe acudir a un amable cazador en busca de protección. Si alguien duda de que el relato de Caperucita y el lobo contenga ese mensaje subliminal, tan solo piense en cómo le fue a Pedro cuando se topó con su lobo o, mejor aún, en las tácticas de supervivencia de los tres cochinitos (machos). ¿Quién teme al lobo feroz? Ellos no...

—SUSAN BROWNMILLERE

 

El feminicidio es el recordatorio más brutal del sitio que se asigna a las mujeres en esta sociedad. Según cifras del informe La violencia feminicida en México,* aproximaciones y tendencias 1985-2016 (Secretaría de Gobernación / Instituto Nacional de las Mujeres / ONU Mujeres), en esos 32 años hubo en nuestro país 52 mil 210 defunciones femeninas con presunción de homicidio, es decir, prácticamente cinco al día en promedio.

Aunque el problema, desde luego, no es exclusivo de este país ni de nuestra región, la impunidad característica de nuestro sistema de justicia, los usos y costumbres de la industria del narcotráfico y nuestro machismo denominación de origen sin duda potencian lo que ya estaba ahí latente esperando a brotar.

“Pero mueren más hombres que mujeres —claman algunos—, ¿por qué entonces se da más importancia a los asesinatos de ellas que a los de ellos?”

NO ES QUE SE LES DÉ más importancia: es que de unos años para acá se empieza a señalar que los feminicidios son producto de una violencia específica. Advierte el mencionado informe:

Los asesinatos de mujeres tienen un comportamiento distinto a los de los hombres, justo porque una parte importante de ellos obedece al acto discriminatorio de género que precede a la agresión letal. Así pues, para analizarlos, es necesario considerarlos estadísticamente como fenómenos independientes, con sus propias causas y características.

A los hombres los asesinan en medio de pleitos, a consecuencia de robos, en el contexto del crimen organizado. Sobre todo, ellos mueren por lo general a manos de otros hombres que no los conocen. En cambio el asesinato de una mujer es casi siempre un crimen de odio cometido con una saña y crueldad reservada para ellas (“se recurre tres veces más al ahorcamiento, estrangulamiento, sofocación, ahogamiento e inmersión, y el uso de sustancias y fuego es el doble que en el caso de los hombres”, ibid.) y por un hombre cercano, muchas veces la pareja o algún ex novio despechado. No es casualidad que los primeros sospechosos sean casi siempre los compañeros sentimentales. A ellas las matan ellos por ser mujeres y porque éstas, si bien no en la teoría pero definitivamente sí en la práctica, son consideradas personas de segunda, ciudadanas sólo a medias. Si a doscientos años de la Independencia sigue saliendo a flote nuestro antiguo estatus de colonia, ¿a alguien le extraña que apenas 65 años después de haber obtenido el derecho a votar todavía haya múltiples resabios de la negación de plena ciudadanía a las mujeres?

Si se aspira a reducir drásticamente las escalofriantes cifras de mujeres asesinadas por el hecho de ser mujeres, es fundamental entender que el feminicidio no es un fenómeno extraordinario sino parte de un continuo: el extremo de un espectro que empieza con el hostigamiento callejero o alguna otra forma menos drástica pero más cotidiana de recordarles a las mujeres quién manda aquí.

EN TODO EL MUNDO la violencia contra las mujeres y niñas se expresa de diferentes maneras y en distintos grados. Pocos se atreverán a cuestionar, al menos en voz alta, que los ataques con ácido para desfigurar, la mutilación genital femenina, los crímenes “de honor”, los abortos selectivos, la lapidación, la violación en algunas de sus formas (tumultuaria, “correctiva”, por un desconocido, la violación como arma de guerra...), las golpizas del marido, la trata sexual o la violencia obstétrica son violencia condenable. De eso los hombres pueden culpar a otros que están muy lejos: ellos no son así, no todos son iguales.

Menos coincidencia encontramos tratándose de la violación conyugal, la violación en una cita o en estado de inconciencia o embriaguez, el hostigamiento sexual en la calle o en el transporte público, el acoso en el trabajo, los mal llamados piropos... Esto ya empieza a sonar más cercano y desde luego que no todos lo hacen, aunque quizá sí el vecino, el amigo del amigo o el compañero de trabajo... De todas formas, gracias a que el feminismo desde los años setenta se ha empeñado en señalarlas, son formas de violencia ampliamente reconocidas y reconocibles, penadas por la ley, y por fortuna cada día menos silenciadas.

Y claro que no es lo mismo una violación tumultuaria que la mano de un desconocido o un jefe en la rodilla; nadie niega que una sea mucho más brutal que la otra, pero no debemos perder de vista que ambas son maneras de comunicar un mismo mensaje. Si queremos acabar con la primera es indispensable dejar de tolerar la segunda. Sus condiciones de posibilidad son las mismas, pues ambas son facetas de un mismo sistema llamado patriarcado. Y mientras no se ataquen esas condiciones de posibilidad y se busque derribar ese sistema al que sirven, no habrá una solución real sino puros paliativos.

¿Y CUÁL ES ESE MENSAJE que se transmite desde un extremo hasta el otro del espectro de la violencia de género? “Mujer: tú no eres nadie, yo hago contigo lo que quiero, no te atrevas a contradecirme, eres mía, tu lugar es la casa, tu palabra no vale, cállate y haz lo que digo, en este mundo mando yo.” La violencia masculina contra las mujeres es una herramienta para perpetuar su sumisión y su lugar subordinado en la sociedad, y, en correspondencia, mantener la supremacía de los hombres y su lugar reinante. Sirve, como se dice de las armas nucleares, para disuadirlas: que ni se les ocurra desobedecer o ya saben a lo que se atienen. Con la diferencia de que ellas no tienen su propio arsenal nuclear y las bombas atómicas de la misoginia estallan de una u otra manera todos los días a todas horas.

La violencia más penetrante es al mismo tiempo la que pasa más desapercibida. Estamos todos metidos en ella como el pez en el mar, que como no ve el agua cree que no existe. La misoginia, ese odio a las mujeres cuya máxima expresión es el feminicidio, flota en el ambiente, está ahí para donde volteemos... Sólo que ya no la vemos de tan acostumbradas que estamos, de tan normalizada que está. Tarareamos inconscientes al compás de una canción que romantiza el asedio o que justifica el asesinato de una mujer quejumbrosa. Admiramos la obra de un cineasta que nos vende de mil formas la relación de pareja entre un hombre maduro y una adolescente que podría ser su hija. Nos reímos de chistes sexistas. Elevamos a categoría de arte universal mil y una representaciones de ese desprecio profundo a media humanidad.

SE LLAMA CULTURA DE LA VIOLACIÓN. Y si las feministas señalan el problema y su gravedad, es común que la respuesta sea de burla: las que aspiramos a un mundo donde las niñas no tengan que introyectar y aceptar como inevitable su propia degradación somos unas santurronas exageradas “antisexo” (como si la sexualidad, además, consistiera en ese uso violento y unilateral de unos cuerpos femeninos por unos cuerpos masculinos en una dinámica en la que unos desean y otras en el mejor de los casos consienten, es decir, toleran, acceden, dicen “Está bien, ya qué”).

Entre la misoginia y el racismo hay muchos aires de familia. Ambos forman parte de la ideología imperante y están invariablemente presentes en alguna medida, ambos se transmiten en los usos del lenguaje y en diversas manifestaciones de la cultura popular, ambos se aprenden en la casa, en la calle y en la escuela, y ambos se introyectan y se traducen dolorosamente en desprecio a uno mismo. Pero la misoginia es todavía más aceptada y más difícil de detectar que el racismo; varios experimentos mentales dejan ver que es así.

Propongo uno: ¿qué tan indignante le resultaría a la opinión pública de nuestro país que una persona blanca dijera reconocerse en lo hondo de su ser como indígena y por lo tanto merecedora de ayudas destinadas a esos grupos oprimidos? Un señor güero y de ojo azul que hasta hace unos días era gerente de una compañía multinacional, llega hoy y, orgulloso, le informa al mundo entero que aunque él sea descendiente de franceses en realidad se siente zapoteco. ¿Se pretendería que los zapotecos le dieran la bienvenida a sus comunidades? ¿Nos parecería que su identidad es muy respetable y que su palabra es incuestionable? ¿Nadie señalaría el racismo implícito en esas pretensiones? Pues sepa el lector que cuando se trata de mujeres, un grupo históricamente oprimido en virtud de sus capacidades reproductivas, es perfectamente posible y está bien visto. Hoy por hoy puede llegar un hombre a decir que “se siente mujer” (signifique eso lo que signifique) y para el registro civil de la Ciudad de México su palabra es lo único que hace falta y todo lo que cuenta. Es lo que llaman “el cambio de la identidad de género”, que desde 2015 existe en modalidad exprés, sin importar las llamadas de alerta de las feministas, que han señalado cómo esa medida, aprobada sin mucha reflexión y desde luego sin perspectiva de género, además de prestarse a múltiples abusos, como ya ha sucedido, puede vulnerar derechos de las mujeres arduamente conseguidos. (Nota bene: para resguardar los derechos de la gente trans —a la vivienda, a un trabajo digno, a una vida libre de violencia— no hace falta postular la existencia de una supuesta “identidad de género” ni pisotear los derechos de las mujeres a tener espacios en los que no haya hombres, como albergues para mujeres violadas o grupos feministas, o hacer caso omiso de su propio derecho a una vida libre de violencia masculina.) Se ve así que el racismo enciende focos rojos en casos en que la misoginia no consigue ni que se levante una ceja.

Ahora visualícese esto: que niños y niñas estadunidenses de origen africano estuvieran constantemente expuestos a imágenes de sus antepasados esclavos: encadenados, sumisos, golpeados, vejados, humillados. ¿Qué ideas e impresiones dejarían en ellos esas visiones repetidas hasta el cansancio? “Mira: esto eres tú; mira: aquí está tu lugar; mira: esto vales; mira: para esto sirves”. ¿Favorecerían su autoestima? ¿Les comunicarían que ellos son sujetos de derecho y tan dignos integrantes de la comunidad como cualquiera? ¿O, por el contrario, sería un modo de machacarles mañana, tarde y noche que su vida importa menos que la de los blancos, si acaso importa en absoluto?

A PARTIR DE ESTA ANALOGÍA, imaginen los hombres y recuerden las mujeres lo que reciben y van internalizando las niñas y jóvenes cada vez que entran a una tiendita o a un taller mecánico con el infaltable calendario, cuando pasan junto a un puesto de periódicos y ven fotos de asesinatos al lado de desnudos femeninos, mientras se trasladan por una avenida y ven la publicidad sexista en los anuncios espectaculares. ¿Cómo hemos podido normalizar, como si nada, ese bombardeo constante de imágenes de mujeres en su condición de cosas destinadas a la mirada y al consumo masculino? ¿Y quién puede suponer que estar enviando constantemente a los cerebros esas señales no tenga consecuencias en el trato a las mujeres en la vida real? ¿Cómo queremos que así se las considere seres humanos? La imagen de un perro maltratado y encadenado nos resulta violenta y repelente, ¿pero la de una mujer con la que un hombre practica BDSM (bondage sadomasoquista) debe parecernos excitante para ellos y empoderante para nosotras?

“La pornografía es la teoría, la violación es la práctica”, resumió Robin Morgan. Y lo peor de todo es que esa teoría ha estado, por un lado, recrudeciéndose y haciéndose más y más grotesca y violenta, y por otro lado extendiendo su presencia (ahora cualquier programa televisivo clasificación B tiene su dosis porno de rigor), pero sobre todo ampliando su ámbito de influencia y sus variados efectos en la vida de todas las mujeres, en un fenómeno conocido como pornificación. Y ésta no se limita a sus efectos en forma de violaciones para cumplir las fantasías y antojos que la pornografía ha instalado en las mentes masculinas, a su capacidad de moldear las relaciones amorosas entre adolescentes o a su posible relación con la trata de mujeres, sino a su efecto en la moda, por ejemplo. Es ampliamente reconocido que la de depilarse el vello púbico, a veces en su totalidad, se inspiró en los pubis lisitos lisitos de las actrices porno... Y las mujeres, en su afán de satisfacer esos nuevos gustos adquiridos de los hombres, y por su naturaleza sacrificada y complaciente, van a Vellísimo a que les apliquen el tratamiento láser que acabará para siempre con los feos y molestos pelos. Esa infantilización de los labios mayores, cabe mencionar, está contribuyendo también a la ola normalizadora de la pederastia y provocando que los hombres consumidores de pornografía consideren excitante una vulva como de niña. ¿Alguien piensa en las consecuencias? ¿Seguimos creyendo que lo que se instala en las mentes no se traduce después en acciones?

Pero la pornografía es el reducto sagrado de la violencia masculina contra las mujeres, tabú absoluto. “Esto sí que no me lo toquen”, porque aparte de todo, si hemos de creer a las cifras, es una práctica que, a diferencia del feminicidio y la violación, sí está un poco difícil achacar sólo a los demás. El #NotAllMen se tambalea en las estadísticas de Pornhub.

¿Y POR CUÁNTO TIEMPO MÁS seguiremos fingiendo que las imágenes pornográficas viven en el alejado mundo de la fantasía y no tienen ninguna incidencia en las relaciones entre los sexos? ¿Nos olvidamos convenientemente de que cuanto acontece en los escenarios del cine “de adultos” no es fantasía sino realidad vivida por unos cuerpos de carne y hueso? ¿Alguien de verdad cree que las mentes tienen unos compartimentos estancos que impiden que los deseos y asociaciones que los hombres aprenden durante esas horas de intensiva educación sexual frente a la computadora intervengan en sus acciones y en su trato a las mujeres? ¿Seguirá el porno considerándose intocable so pretexto de la libertad de expresión, como si ese subgénero cinematográfico tan rentable comunicara algún rudimento de idea más allá de la consabida que reza “La mujer es un conjunto de orificios para usar a placer”? E incluso si hubiera mucha expresión en juego cabe preguntarse: ¿es más importante preservar una libertad abstracta de los pornógrafos que la libertad concretísima de las mujeres a llevar una vida libre de violencia, que el Estado debe garantizarles?

Para seguir allanando el terreno a los feminicidios tenemos a la prima hermana de la pornografía, la prostitución, que Ana de Miguel ha definido como una escuela de la desigualdad humana. Desde la infancia aprendemos que ellas son las destinadas a ser compradas y a complacer, mientras que ellos son los que tienen la capacidad de comprar y mandar. El vínculo putero / mujer prostituida legitima y reproduce, recrudecida, la dinámica entre amo y esclava que de uno u otro modo, en mayor o menor medida, tiñe casi todas las relaciones entre los sexos, pero con el cuento de que ellas son libres para elegirlo, que “es un trabajo como cualquier otro” y hasta empodera. Varias pensadoras feministas señalan que no puede haber libertad de elección cuando la alternativa es morirse de hambre, y varias apuntan también a una verdad que no se puede seguir negando: la relación entre prostitución y trata de mujeres. Si no existiera la demanda creada por los consumidores de prostitución o puteros, no existiría la trata de niñas y mujeres, que completa, digamos, la insuficiente oferta conformada por mujeres que en su desesperación, y al no existir opciones, se han visto orilladas a prostituirse sin que nadie les ponga literalmente la pistola en la sien. También es sabido que las mujeres en situación de prostitución están todavía más expuestas a sufrir violencia sexual y feminicidios.

EL FEMINICIDIO ATENTA contra el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia, pero, como se ve, también atentan contra ella el hostigamiento sexual cotidiano, la constante exposición a imágenes sexualizadas de mujeres en la publicidad y en los medios, la normalización de la idea de que prostituirse es un trabajo. ¿Cómo se podrá atacar el problema en su máxima expresión si hay tanta indulgencia con sus múltiples manifestaciones menos extremas?

El problema tiene rostro y nombre, muchas veces rostro y nombres familiares. En la inmensa mayoría de los casos la violencia sexual y feminicida ejercida contra las mujeres es cometida por un varón. Han sido las feministas quienes más sistemática e insistentemente han señalado la necesidad de hacer algo contra esta violencia, pero no se trata de un problema de mujeres: es un problema de hombres. La solución a más corto plazo está en ellos y en sus actos. En todos en lo individual, aunque los violentos sean los otros.

No es un problema de los hombres por el hecho de ser hombres y tener determinada biología, sino por el hecho de ser hombres en una sociedad patriarcal y haber adquirido determinada socialización. El común denominador de la violencia en sus distintos grados se llama masculinidad. En ocasiones se le añade el adjetivo tóxica, pero es un agregado innecesario: la masculinidad ya lleva en su seno todos los elementos nocivos y venenosos que sería necesario erradicar para que las mujeres pudieran vivir sin esa fuerza disuasoria que restringe su libertad de tantas maneras (desde no caminar solas a ciertas horas hasta no decir ciertas cosas o no ir a ciertos lugares, pasando por no escoger determinadas carreras o determinados estilos de vida). La masculinidad es inherentemente violenta; la socialización de los hombres consiste en decirles que son superiores y enseñarles a imponer esa superioridad. La feminidad, su correlato, es inherentemente sumisa; la socialización de las mujeres consiste en decirles que son inferiores y en enseñarles a disfrutar su sometimiento.

¿Tienen entonces los hombres que dejar de ser hombres y las mujeres dejar de ser mujeres? De ninguna manera: más bien tienen que aprender otros modos de serlo. Una de las mayores enseñanzas del feminismo ha consistido en subrayar que masculinidad y feminidad no son naturales: son meras invenciones (o “constructos”) sociales, atributos que se añaden al hecho de que alguien sea hombre o mujer, con el objetivo de preservar ese sistema social en el que los hombres ocupan un lugar más elevado en la jerarquía que les permite explotar a las mujeres, violarlas y matarlas. En resumen, si los hombres son violentos no es culpa de la testosterona: es culpa de lo que la cultura les ha contado que significa ser el macho de la especie.

HAY QUIENES ROMÁNTICAMENTE le dicen a este cuestionamiento “explorar otras masculinidades”. No: no se necesitan más masculinidades sino eliminar la masculinidad por completo. Tanto la masculinidad como la feminidad, entendidas como estos papeles preestablecidos y por todas partes reforzados que sirven para mantener el statu quo, tienen que desaparecer. ¿Significa esto que el señor ya no se va poder poner corbata y ser galante y que la señora ya no podrá pintarse los labios y ser coqueta? Bueno, quizá, pero no necesariamente. Y en todo caso esas son manifestaciones externas y un tanto banales de esta dupla complementaria masculino / femenino. Lo que se propone desde el feminismo es un cambio radical de la dinámica de las relaciones entre los sexos. Y sí, en el proceso desaparecerán muchas cosas con las que quizá hoy estamos encariñados, pero la ganancia será infinitamente mayor que la pérdida y descubriremos que de todas formas no necesitábamos todo eso para vivir y ser felices.

No sabemos exactamente cómo será ese mundo nuevo, pero las feministas tenemos la obligación de por lo menos imaginarlo y apuntar hacia dónde habría que ir, qué obstáculos tendríamos que salvar y cómo. Sí existe la vida antes del patriarcado, y por lo tanto también existe después. Si de verdad queremos un mundo sin violencia feminicida no hay otro camino.