Visión desde el Palacio de Bellas Artes

Visión desde el Palacio de Bellas Artes
Por:
  • Fernando del Paso

Antes que otra cosa... voy a hacer un preámbulo que había preparado para un caso de emergencia. Algunas personas me hablaron ayer y hoy para decirme que no podrían asistir a la conferencia, que se disculpaban porque temían que ocurriera algún disturbio cerca de aquí. Yo quiero pensar que muchas otras han faltado por el mismo motivo, o por la lluvia o por las inundaciones o por el temblor y quisiera pedirles a ustedes, o mejor dicho a aquellos de ustedes que han tenido o sufrido el mismo complejo que he sufrido yo, cuando somos espectadores, y nos sentimos un poco culpables en los casos en que hay poco público en una conferencia o en una representación, o cuando el actor, el conferencista o el cómico quedan mal, que no se apenen, que en primer lugar agradezco mucho su presencia, que creo que no podría contar con un público mejor y además me dan tal miedo estas cosas que con el simple hecho de terminar esta conferencia me sentiré muy contento. En seguida voy a dar lectura a lo que he preparado.

Señores y señoras:

Vine aquí por la fuerza, porque si Chamberlen y Levret no hubieran inventado los fórceps yo estaría aún en el vientre de mi madre y ella en su tumba acostada o, lo que es lo mismo, de pie frente a la eternidad, veintidós años antes de que una embolia le hiciese el flaco servicio de matarla en propios términos. El Instituto Nacional de Bellas Artes me ha pedido que dé una conferencia sobre mi obra y mi vida. Mi obra se limita a un cuaderno de sonetos y a una novela que tiene por título José Trigo. Algunos de ustedes han leído los versos y la novela, los que no los hayan leído pueden hacerlo y creo que así sabrán mucho más de mi obra que lo que puedan conocer si yo les hablo de ella. Y en lo que se refiere a mi vida, ya he contado lo más importante, nada me ha sucedido más importante que nacer porque aún estoy vivo. Esto no quiere decir, por supuesto, que mi vida no tenga interés para nadie, lo tiene y lo ha tenido para las personas a quienes yo les he sucedido. En honor a esas personas voy a contar algunas cosas. Y entre esas personas incluyo a todos los que me escuchan porque, de hecho, yo soy algo que les está sucediendo a ustedes. Como amigo o compañero, desde hace meses o años, como pariente desde toda la vida y como un señor de bigotes y anteojos que está leyendo una conferencia desde hace unos segundos. Si soy un sucedido agradable o no como una u otra cosa, como amigo, como padre o como lector de conferencias, depende no sólo de mi habilidad para proporcionarles buenos ratos o buenos párrafos, sino de la bondad de ustedes para perdonarme los malos.

Para comenzar diré que yo le sucedí a mi madre en la forma más esperada, ella quería tener un hijo, lo quiso durante muchos años. Ahora que soy estudiante de medicina, o mejor dicho, cuando lo fui, cuando comencé por primera vez a hojear la Anatomía Humana de Quiroz, y adentrarme en esa geografía extraña de nuestro cuerpo, donde lo mismo hay islotes de Langerhans que verdaderas montañas de la uretra prostática, cuando empecé a saber lo que era el corpúsculo de Malpighi y el hocico de tenca, por referirme a algo. Me imaginé también lo que habrá sufrido mi madre durante las “curaciones”, así las llamaban, para que el cuello de su matriz se dilatara y ella pudiera tener el hijo que no quería y sí quería tener. Lo tuvo al fin, yo soy la prueba palpable, pero lo perdió, y es que yo soy mi hermano menor. A los quince días de su primer embarazo, mi madre decidió ir a pie a la Villa de Guadalupe para cumplir así una manda y esto fue la causa de un aborto.

Habrán pasado quizás otros quince días y se embarazó de nuevo. Había perdido un óvulo fecundado, demasiado pequeño para guardarlo en un frasco de fenol a su vez guardado en un cofre de sándalo, pero no la idea que había formado en su mente de lo que sería su primer hijo. Así que yo fui concebido antes de serlo, y si bien inauguré la matriz de mi madre, no fui el primer hijo que guardó en su seno. Tengo su retrato junto con mis libros, es una fotografía tomada en los años veinte, cuando ella usaba vestidos con flecos y bailaba el charleston con mi padre que usaba bastón y carrete. Y está rodeada de flores como corresponde a una muerta. Cuando veo esa fotografía, recuerdo que siempre me dijo que yo tenía ideas fijas. Si viviera, sabría que mi idea fija es desde hace muchos años: ella. “Si mi tía tuviera ruedas sería bicicleta, si estuviera llena de helio sería un zepelín”, así diría mi abuelo si me escuchara estas solemnidades mientras sacaba un habano de una caja con una etiqueta llena de historiados garigoleos, y las escucharía, claro, si a su vez también viviera, porque él también está tres metros bajo la tierra y muy arriba de ella, si es cierto que existe el cielo que de niño me pintaron color azul de metileno. Otro de esos enormes cigarros puros debe de haber encendido el día en que mi madre anunció el feliz resultado de las “curaciones”, la cosa no era para menos: su hija consentida iba a darle un nieto, el nieto que no disfrutaría ya de la fortuna que el abuelo había dilapidado en los burdeles de Nueva Orleans, gracias a lo cual mis padres no festejaron mi llegada al mundo con un viaje de Veracruz a Tampico en el Orinoco, como hubieran querido, pero que sí —a cambio de eso— gozaría del privilegio de tener un abuelo que nos enseñó cómo se portan los grandes señores venidos a menos. Para acompañar su cigarro puro y desbordar la copa de su felicidad, él, que tampoco viajó nunca en el Orinoco, pero que sí conoció el placer de navegar en el Siboney rumbo a la Babel de Hierro y las noches de luna en las que el nivel del alcohol en la sangre seguía el ritmo creciente de las mareas azules, en una copa de bacará se sirvió una generosa porción de coñac Empire. La cosa, repito, no era para menos: su hija consentida, la única entre todas que había heredado el cabello y los ojos de los antepasados moros que levantaron la Alhambra con espuma del Mediterráneo, le había dado un nieto después de cinco años de espera, porque dicho sea de paso, pasaron cinco desde que mi madre fue al altar de la iglesia de San Francisco con un vestido comprado en el Chic Parisien, hasta que el ave zancuda anunció mi llegada. Con esto se olvidaron algunos epítetos y cayeron al suelo algunas calumnias que a manera de ex-votos le habían colgado a mi madre.

Epítetos, porque cuando menos tres de estos cinco años tuvo que soportar los sobrenombres de “Mula” y de “Yerma”, que le espe-taban algunas de sus hermanas y un primo de mi padre que usaba colorete Tabú en las mejillas y, en los lóbulos auriculares, perfume Goyesca de Myrurgia. Calumnias porque las curaciones se mantuvieron en secreto entre ella, mi padre y una tía paterna, la cual llegaba a la casa una tarde sí y otra también para acompañarla al doctor. Se iban en un coche libre y regresaban al anochecer antes de que mi padre acabara de anotar los Debes y los Haberes en los grandes libros de la casa comercial francesa donde dejó su juventud y sus ilusiones, por lo que mis tías se imaginaban lo que no... Lo menos que dijeron es que se iban al cine a ver una tarde Los lanceros de Bengala de Franchot Tone y otra El Volga en llamas de Daniel Darrieux, y lo más que se imaginaron, no estoy yo para contarlo ni nadie para oírlo... En fin, el caso es que yo vine al mundo, o el mundo vino a mí, una tarde de un primero de abril de 1935, el mismo día en que el crucero germano Carles Ruge llegaba a Acapulco y un día después de que Beatriz Amelia Earhart anunciara que iba a volar de Nueva York a México.

Al igual que ella, y al igual que Lindbergh, yo crucé solo el Atlántico llevado en vilo por la cigüeña de que antes hablé; y que partió, no de París, sino de Brujas, de Brujas la muerta, la de Rodenbach, el libro que tantas veces leyó mi madre, quizá porque ella fue en vida la esposa muerta o, en otros tiempos, un cisne negro.

A mi abuelo, ente otras cosas, le debo la felicidad de haberme creído durante algunos dichosos años des-cendiente directo de Harhun Al Rashid, porque mi abuelo, según él me dijo un día, y esto era la verdad pura, pero no la verdad entera, nació en Bagdad. Cuando recuerdo a Francisco, mi abuelo materno, le doy las gracias por el solo hecho de que venga a mi memoria para platicarme de nuevo cómo es que un día ganó un concurso de gordos en Nueva York, en los tiempos en que pesaba ciento treinta kilos; cómo fue que un día se encontró a mi tío Felipe, su hijo, en un burdel; cómo fue que dilapidó su fortuna; y me olvido entonces de que Bagdad es también el nombre de un pueblecito del estado de Tamaulipas, donde nació mi abuelo...

Lo mismo me pasa cuando recuerdo a mi abuela paterna, mujer gorda también si las hubo; cuando la recuerdo, recupero en parte mi tiempo perdido, recupero el olor a Heno de Pravia que trascendía en las manos de ella, de mi abuela, a quien de una vez por todas llamaré Lisandra, cuando me levantaba en sus brazos para besarme, algunos años antes de que yo conociera el nombre de ese jabón, y más años antes de que supiera que ese nombre, Pravia, era el de una villa de Oviedo, y no tenía nada que ver con los cerezos que crecen en los valles bañados por el Danubio; por cierto, y a propósito de ríos azules que nacen en selvas negras y mueren en mares negros, diré que a Lisandra le gustaba cargarme mientras movía los pedales de la pianola, viejo armatoste que se pasó la vida exhalando valses umbríos en cantidades navegables. Y no contenta con esto, como suele decirse, me contaba después por qué y cómo era posible que yo descendiera

de los piratas que asolaron el Golfo. Sí, de los mismísimos bucaneros que sitiaron a Cartagena de Indias y de aquellos que desembarcaron en la Heroica Veracruz al mando de Lorencillo, capturaron a las mujeres de la aristocracia y se encerraron con ellas en el templo principal. De ahí, se dice, y así me lo decía Lisandra, salieron muchos niños con patente de contramarca, y cuando me lo decía, sus ojos azules —nunca en mi vida he visto dos ojos más azules—, se volvían tan transparentes como las aguas del Caribe, y en su fondo se podían contemplar los peces sapo y la enorme tortuga que colgaban de la pared del comedor. De ahí nació el amor que tuve por los piratas, el de otros niños nace de otras cosas, nace de los libros, por ejemplo, y, aunque yo también lloré con el Corsario Negro cuando se alejaba en su chalupa de las costas de Maracaibo, los libros de Salgari no hicieron sino alimentar una vieja nostalgia que traía yo en la sangre.

A propósito de libros diré que el primero que leí en mi vida fue Las mil noches y una noche. Mis padres me lo regalaron cuando terminé el primer año en la escuela que llevaba el nombre de un mal poeta: Juan de Dios Peza. Fue tal la impresión que hicieron en mí las narraciones mágicas de Sherezada que durante muchos meses, quizás años, soñé que de grande iba yo a tener un palacio de amatistas y esmeraldas, de crisólitos y jacintos de Ceylán. Y aun antes de que conociera el secreto significado de las palabras exóticas que encantaban las páginas del libro, engastadas aquí y allá, comencé a utilizarlas para contarle a mis padres lo que yo tendría en mi palacio. Así que la frase “Allá en el palacio” se convirtió en el estribillo de todos los días, de todas las horas: Allá en el palacio, tendría yo un harem de esclavas circasianas con las uñas pintadas de aleña; Allá en el palacio, yo comería pollos rellenos con alfónsigos; Allá en el palacio, tendría yo un estanque rodeado de jazmines de Alepo. Hasta que mi padre un día me prohibió hablar de él para siempre, y sobre todo a la hora de la comida, que él aprovechaba para hojear los periódicos y hablar de la guerra. Curiosamente, él me contó algunos años después, y no porque tuviera nada que ver con el asunto del palacio, que cuando él era niño, su padre les prohibió a él y a sus hermanos a hablar de la guerra durante las comidas. Entonces era la guerra de 1914 y los hermanos de mi padre se dividían en anglófilos y en germanófilos, de tal manera que se armaban grandes discusiones. Los alemanes perdieron importantes trincheras al norte de Beaumont-Hamel; los teutones fueron derrotados en Vichte, Bélgica. Estas noticias amenizadas con alguna otra novedad local, como la invasión de la Ciudad de México por brujas cartomancianas, daban pie a esas discusiones, que comenzaban en la Alta Alsacia cuando se servían las almejas en su jugo y acababan en la Mesopotamia, cuando se recogían los restos del pudín de zanahorias con estragón, hasta que un día mi abuelo perdió la paciencia y encontró la fórmula para que los comensales dejaran la guerra por la paz y que, como dije antes, fue una interdicción absoluta. “¡No se vuelve a hablar más de la guerra!”, dijo con el mismo tono autoritario con el que treinta años después mi padre me cerraría las puertas de la cava del palacio, de la antecámara del palacio, de la sumillería del palacio, y volviéndose hacia Lisandra añadió: “¿No quiere la señora ir a la reprise del Conde de Luxemburgo, canta Emilia Leovalli”. Al mismo tiempo que mi padre, volviéndose hacia mi madre, decía: “Los norteamericanos derrotaron a los japoneses en el Midway, ayer comenzó la invasión de Sicilia”. Y al decir esto lo que en realidad hacía era completar aquella frase referente a la ofensiva sobre Verdún, que tuvo que tragarse mal de su grado junto con los petits pois en salsa de crema en Chablis, que también y tan bien sabía hacer Lisandra...

Pero algún día yo tendré hijos, y entonces les diré cómo allá en mi palacio me servían alcarrazas con aguas de rosas, mientras la noche, como decía el poeta, cubría amorosamente a Damasco con sus alas.

Fui lo que se llama un niño enfermizo, primero porque tenía el hígado muy chico, luego porque tenía ronchas muy grandes, el caso es que pasé mi infancia entre medicinas y prohibiciones. Mi madre me decía: “No hables con la boca llena”; mi abuela me decía: “Coge el tenedor con la mano derecha”; mi tía me decía: “No le alces las faldas a tu prima”; mi papá me decía: “Acábate todos los ejotes”; mi otra abuela me decía: “No mastiques los dulces, que se te pican los dientes”; y un doctor que era muy grande y muy gordo, y que tenía en la muñeca derecha una esclava de oro tan gruesa como las cadenas con las que trajeron a América a los abuelos del Tío Tom, le decía a mi madre: “Que el niño no coma mango, que no coma huevo, que no coma chocolate, que no tome refrescos, que no se lleve lunch a la escuela...”, y mi madre me lo repetía con todas sus letras. Entonces, como dije antes, yo tenía el hígado muy chico, y por razones de moral, no me aplicaron el remedio más efectivo que yo me encargué de autorrecetarme a partir de los dieciséis años, y que fue beber alcohol en cantidades industriales. Luego vinieron las ronchas, me salían en los antebrazos grandes y sanguinolentas, los doctores diagnosticaron sarna, y ordenaron que todas las noches me bañaran con esponja, exprimiéndola y dejando caer un chorrito frío sobre el cuello, la espalda y el pecho. Era la época en que todos los niños de mi escuela iban con camisas de manga corta, yo usaba manga larga, yo era zurdo y los demás derechos, todos iban también con pantalones cortos, yo iba de pantalones largos porque me avergonzaba de mis piernas esqueléticas. Yo iba también de anteojos y era también el único niño que los usaba en toda la escuela. Uno se puede pelear con el primero que le diga “cuatro ojos”, o sacarle el mole al que por primera vez le diga a uno “ciego” o “poca luz”, pero no se puede uno pelear con toda la escuela, así que llegó un momento en el que tuve que resignarme a los apodos. Lo de las mangas cortas no duró mucho porque un día, unos meses después de que terminó la guerra, llegó el ddt a México, acabó con el soldadito de Flit y acabó con las chinches que había en la casa de mi abuela.

Sobra decir que la sarna desapareció junto con las chinches. Después de eso, comencé a quedarme jorobado, según mi madre, según mi abuela y según San Mateo, entonces me compraron una especie de chaleco de fuerza que me ponían debajo de la ropa. El chaleco duró menos de un mes porque amenacé con irme de la casa si me obligaban a usarlo un solo día más. Debo haberlo dicho muy serio, con toda la seriedad que es posible hacerlo a los diez años, porque al día siguiente, el carretón de la basura se llevó el chaleco. Por si fuera poco, entre maestros y progenitores me inventaron una enfermedad más, y no había transcurrido un año, cuando yo tenía que ir todas las tardes a un hospital de caridad a tomar baños de sol, porque, o estaba tuberculoso o casi lo estaba, o a mis pulmones les faltaba un grado, o algo por el estilo.

Entre estas delicias pasé mi infancia condimentada desde luego con algunos pleitos familiares, varios locos en la familia, chismes y pequeñas miserias y una pobreza, o mejor dicho, una brujez, acentuada un poco porque mis tíos y mis primos eran ricos, y otro poco por los comentarios que escuchaba del no muy lejano pasado de mis abuelos, “Cuando tu abuelo Francisco era gobernador de Tamaulipas daba propinas de hasta cincuenta pesos oro”, “Cuando tu otro abuelo, el papá de tu papá, era Director de Aduanas, antes de que Pancho Villa le quemara cien mil pesos de algodón, y descubría por ejemplo un contrabando de champaña que traía el ferrocarril desde Veracruz, hacía que los trabajadores rompieran botella por botella contra los furgones, de manera que los furgones quedaban desde entonces bautizados con palabras malsonantes”.

Luego murió mi abuelo Francisco, murió de su bella muerte y fue el primer hombre muerto que vi. Me regañaron cuando entré al cuarto donde acababa de morir, lo vi muy pálido, con la nariz aguileña apuntando a La Meca, y la calva sudorosa o aljofarada, como diría el poeta. A la mañana siguiente, mientras lo iban a enterrar al Panteón Francés de San Joaquín, modelé su cara en plastilina, recuerdo que se parecía mucho. Mi madre, como no queriendo la cosa, la puso un día arriba del ropero, allí donde daba el sol, para que se derritiera. Claro que no todo fue tan trágico como parece, también tuve mis ratos buenos, seguramente los tuve, estoy casi seguro, algún día tengo que recordarlos o inventarlos, pero no, no tengo que inventarlos.

Debo a mi prima Estefanía, cuya existencia pueden ustedes poner en duda, como se verá después, algunos de los más gratos recuerdos que tengo de mi infancia, pero ninguno o casi ninguno de ellos se salva de estar unido a una enfermedad, importante o no, alguna gripa de esas que merecían un baño de pies con mostaza y agua caliente, alguna fiebre, una afección bronquial que ameritaba ser tatemado con antiflogistina, el sarampión por el que todos hemos pasado, en fin... El caso es que no hay mal que por bien no venga, como decían mis abuelas, y todas estas pequeñas tragedias estaban compensadas por los viajes de vacaciones que cada año hacíamos a Veracruz.

Recuerdo especialmente el primero. Mi padre siempre procuró que yo no me ilusionara en vano, y con ello pretendía alejarme del desasosiego que podía sentir frente a aquellas cosas que son posibles durante mucho tiempo, y que de pronto, un día, se desmoronan. Así, cuando quería comprarme un juguete, me lo decía hasta el momento que podía ponerlo en mis manos, como sucedió con el trenecito eléctrico, lo mismo cuando planeaba algún viaje, lo hacía en secreto con mi madre cuando yo estaba dormido, y me lo revelaba hasta la víspera. Nunca tuvo en cuenta, o no se le ocurrió pensar que cuando se tienen tan pocos años adentro, un despertar en los anhelados jardines de Basora vale más que diez alcázares arrasados por el malvado Carabel. Sin embargo, no le reprocho esa actitud, porque con ella, y gracias a la sorpresa que llevaba implícita, vi el cielo abierto, una noche en que una fiebre efímera parecía nublar la posibilidad de continuar al día siguiente mis juegos en el jardín. Mi madre, que sospechaba que la febrícula no era sino el resultado de la fatiga de esos juegos, se limitó a darme unos toques de yodo a la usanza de la familia, con una escobetilla empapada en el yodo, había que dibujar un gato en la planta de cada pie. Estaba yo sentado en la cama, con las piernas estiradas, listo para resistir el cosquilleo del pincel, cuando llegó mi padre.

“Mañana salimos de viaje”, dijo mientras entraba a mi recámara, y se interrumpió cuando nos vio. Mi madre le explicó que tenía un poco de calentura pero que era cosa sin importancia, y comenzó a pintar los gatos, “Si gano estos gatos, dijo, quiere decir que mañana vas a estar bien y que podemos salir de viaje”. “¿A dónde?”, pregunté yo. “Al mar”, contestó y, cuando ensartó los redondeles trazados en mis pies con dos certeras pinceladas, el olor del líquido oscuro vaticinó sargazos y ardentías. Así se inició uno de los viajes más bellos de mi vida, sorpresivo también, no tanto porque me enteré de él hasta el día anterior, sino porque iríamos con mi tío Esteban y con Estefanía, su hija. De cualquier manera, y es fácil imaginarlo, ya estaba previsto mi primer encuentro con el mar, el mar vislumbrado en una conversación con los mayores, el mar visto en todas sus dimensiones batientes en las láminas estereoscópicas, el mar escuchado en los múrices y en los turbantes nacarados que los reyes de Escandinavia montaban en plata para escanciar sus mostos y que mi abuela Lisandra destinaba a usos más pedestres, como era detener las puertas del antecomedor, había ya labrado anticipaciones. Lo mismo sucedió con el trenecito Lionel, cuando mi padre me lo dio, el tren ya había recorrido innumerables puentes de cristal en el jardín de los tréboles gigantes, pero lo que no pude prever y no imaginé, fue la posibilidad de que alguna vez Estefanía y yo hiciéramos juntos un viaje distinto de los viajes inacabados que emprendíamos todas las mañanas.

El recuerdo de mi prima Estefanía tiene mucho que ver con la casa de mis abuelos maternos. Esta casa existe todavía en las calles de Orizaba, cuando mi abuelo tuvo el accidente que lo inutilizó y dejó de tomar parte en las luchas ferrocarrileras, senatoriales y gubernamentales, para comenzar a luchar contra la erisipela y la elefantiasis que prendieron en sus piernas, y su fortuna se hundió, coincidiendo sus últimos resplandores con el incendio de los pozos Marywheather y Morrison, que alguna vez, allá por la Guerra de 1914, hicieron de Tampico un gran emporio petrolero. La vieja mansión se convirtió en una casa de huéspedes. Esto sucedió antes de que yo naciera en la misma casa y viviera en ella por siete años, la recuerdo mucho, recuerdo el cuarto de mi abuelo que le servía de recámara, despacho, biblioteca y cuarto de juego al mismo tiempo, y recuerdo mucho también el cuarto de mi abuela Altagracia. Una de las paredes estaba llena de fotografías, es decir, dos terceras partes de la pared porque en medio había un gran tocador de caoba, frente al cual pasaba Altagracia las horas tratando de desvanecer las pequeñas cicatrices que tenía en la frente, y para esto, sobre la cubierta de mármol de Florencia del tocador, tenía una concha nácar en la que todos los días ponía unas gotas de zumo de limón fresco. Al lado derecho del tocador estaban las fotografías de los muertos; estaba ahí el bisabuelo Ube, que había desertado de la guerra franco-prusiana luciendo por igual su calva y su leontina, y la bisabuela estaba a su lado con un abanico valenciano, estaba ahí también mi tía Rosaura, quien se suicidó con barbitúricos en el cuarto de un hotel de mala nota por la muerte de su hija Enriqueta, a quien un ataque de peritonitis sorprendió en pleno baile de quince años, y que murió con el corsage de orquídeas puesto, cuando la ambulancia pasaba bajo los ciclamores dorados del bosque, y estaba ahí la propia Enriqueta y otros primos y tíos lejanos que nunca conocí. Del lado izquierdo del tocador estábamos los vivos, solamente el tío Alejandro que se fue a Alemania con toda su familia y que después de los primeros bombardeos de Berlín, no volvimos a saber de él, estuvo un tiempo sobre el tocador, entre los vivos y los muertos. Hasta que un día, Altagracia amaneció de humor para vestir de luto y pasarlo al otro lado.

Y entre los vivos, sobra decirlo, estaba también mi prima Estefanía. Todas las tardes, Altagracia se en-cerraba en el cuarto para rezar por los muertos y hablar con los vivos, y aquella tarde seguramente también estaría haciéndolo. A los muertos los encomendaba con sus santos correspondientes y a los vivos les decía todas las cosas imaginables, lo mismo aquellas que podía decirles frente a frente, como otras que la urbanidad ponía en entredicho; “Austin, no beba usted tanto”, le decía a su yerno, esposo de la mayor de sus hijas, y que era un diplomático inglés que bebía whisky, lo que se llama “beber de importancia”, cuando el whisky casi no se conocía en México; “Francisco, no fumes tanto puro, que cuando lavo tus camisas junto con mis crinolinas, mis crinolinas se apestan a nicociana”, le decía a mi abuelo; “Y tú, me decía a mí, y tú, Estefanía, no jueguen tanto juntos, que los niños deben jugar con los niños, y las niñas con las niñas”, y esta frase, que tantas veces había salido de su boca olorosa a manzanas agrias, no tardaría en ser repetida una vez más si se le ocurriera interrumpir su monólogo y entrar al cuarto de mis padres a donde yo había llevado a mi prima para que entre los dos, y mientras caía la lluvia, tramáramos una nueva aventura. Yo, que entonces todavía tenía los cabellos tan rubios que Lisandra me decía: “Eres un sol de Castilla”, y mi prima Estefanía, que entonces y siempre tuvo los ojos azules... si recuerdo tanto el azul de metileno, el azul de los ojos de mi abuela donde nadaban los pejerreyes, el azul de la bata que tenía puesta mi madre la noche en que el Rey Carol, de Rumania, surcaba el cielo de la ciudad en un avión de la Flota de Plata, y otros azules que ya vendrán, como aquel de los vitrales de la iglesia de la Santa Expiración, donde Estefanía y yo nos juramos amor eterno, y el azul de la vena cava superior, que latía muy cerca de su cuello de albatros, y la eritrosina azulada que sirve para colorear los erizos de mar, no es porque el azul sea el color de mi signo, de mis recuerdos o de mis armas.

Azules eran también los ojos de mi prima; mi prima bajo un sicomoro, mi prima bajo un sasafrás, mi prima bajo un ciprés calvo de los pantanos, con las manos llenas de piñas color azul pálido y forradas de musgo. Así la recuerdo o, mejor dicho, es el recuerdo más cercano que tengo de ella, porque el más lejano es muy distinto y tiene que ver con todos los colores del mundo. He vivido con los ojos muy abiertos para los colores, cuando me ponía saliva en las pestañas veía caballitos de color de malvasía, una vez descubrí que un pedazo de arcoiris se había caído en un charco y se estaba derritiendo. Recuerdo el amarillo de Orleans que mi abuela usaba para colorear sus pasteles y la violeta de genciana con que me daban toques en las amígdalas, pero cuando recuerdo a mi prima, mi prima bajo un saúco, se me vienen todos los colores juntos. En sobres de papel de plata por fuera y negros por dentro, guardaba mi madre las pruebas en papel soleum de algunas fotografías, eran fotografías rojas, que se iban oscureciendo, y que había que ver muy de vez en cuando, cada vez que salían perdían un poco de su tersura y de su luz. Así también son algunas cosas que cada vez que se recuerdan se van oscureciendo. Cuando tuve sarampión, mi madre puso un foco rojo en mi cuarto y cubrió los vidrios de la ventana con papel celofán de color encendido, yo estaba llorando porque creí que nunca más iba a ver a mi prima, y seguí llorando aunque mi abuela Lisandra llegaba todos los días a verme, y me llevaba turrón de guirlache y compota de ananás. Claro que una mañana, mi madre cambió el foco y quitó el celofán y yo salí a jugar.

Una tarde, mi prima y yo nos que-damos solos en casa de mis abuelos, solos digo, porque la abuela Altagracia estaría ocupada con sus monólogos; y el abuelo estaría entretenido jugando un solitario con su baraja española encerrado en su recámara; y Flavia, la sirvienta, estaría en la cocina ocupada en hacer mayonesa; y Rico, el jardinero, estaría sembrando en el jardín cordoncillos de San Francisco; y mi prima y yo estábamos solos en el cuarto de mis padres. Habíamos jugado toda la tarde con los polacos aquellos que

estaban de huéspedes en la casa, y que se tuvieron que ir porque no pudieron pagar el alquiler. En esto Altagracia era inflexible, desde que pintó con sus propias manos, esas manos que el reumatismo había inutilizado y que nunca más tocarían la “Apassionata” tan bien y tan sentidamente como cuando estaba en el convento de las Clarisas, el letrero que decía: “Se rentan cuartos”, decidió que dos cosas no toleraría jamás, ni rameras ni inquilinos que no pagaran. Así que la polaca y sus dos hijos tuvieron que desalojar. “Yo nací en Ostroleka”, decía el polaquito, que siempre andaba con los calcetines caídos y una boina descolorida, y nosotros le decíamos, “¿Ostro, qué?, ¿Ostro-loca?” y él seguía con “Ostroleka”, y nosotros con “Ostroloca”, hasta que lo hacíamos llorar y decir groserías, en un idioma que era como hablar con la boca llena de pralinés, pero luego lo contentábamos y jugábamos con él a las escondidillas. Él se ponía en un rincón con los ojos cerrados y mi prima y yo nos metíamos al cuarto de mi madre, a donde él tenía prohibido entrar. Cuando había contado hasta cincuenta en voz alta y en español con grandes trabajos, nos buscaba por el jardín, en el cenador emparrado, en el garaje tras la cortinas de lona a rayas verdes y naranjas, en el coche abandonado, en el corredor de arriba, entre las macetas de geranios, en el clóset de la cocina, lleno de loza de Talavera, y donde vivía el diablo, y en las escaleras de caracol que llevaban a la azotea, y en la misma azotea. Ahí se olvidaba de nosotros y se asomaba hacia la calle, veía las fuentes del parque, los prados con panalillo morado, y recordaba los campos de su tierra, nosotros también nos olvidábamos de él. Quién sabe dónde estará ahora ese polaco, ese compañero dulce de esos años y su hermanita, siempre con los mocos escurridos y los ojos muy asustados y muy azules, como si se le hubieran llenado de tanta agua como vieron cuando venía para América. Es curioso hablar así, es curioso decir que jugábamos al escondite, que nos íbamos a la recámara de mamá, que el polaco se iba a la azotea y se quedaba ahí, de tal manera que parece que muchas veces sucedió lo mismo exactamente, y en verdad quizá sólo pasó una vez, pero las cosas suceden tantas veces como se las recuerda. Las manos de mi prima abriendo el costurero de mi madre lo abrirán muchas veces más, miles de veces, no sólo hasta que yo me muera y se muera ella, sino hasta que no haya nadie a quien se lo cuente.