El vuelo de Michel Tournier

El vuelo de Michel Tournier
Por:
  • gomez.lamadridarturo

El mito es un edificio de varios pisos [...] con niveles de abstracción creciente, la planta baja es infantil y el nivel superior una metafísica, una ontología.

Michel Tournier, Le vent paraclet

para Rosario, una vez más.

En el octavo distrito de París, enmarcado por el bulevar Haussmann, la rue Pasquier, la rue des Mathurins y la rue d’Anjou, un jardín público —un square le llaman los franceses— protegido por una reja verde cuyos herrajes simulan flores de lis, ocupa la pequeña manzana. Como en otros jardines de la ciudad, las bancas también son verdes, hay varios árboles, faroles, un césped bien cuidado, y rosales blancos formando las vallas que conducen a la entrada del austero pero bello edificio: una capilla expiatoria. Dos rasgos hacen de este square un sitio peculiar: es el único espacio público parisino que lleva el nombre de un rey guillotinado: Luis XVI, y es un siniestro memorial. Aquí yacieron los restos del monarca, y los de su esposa, María Antonieta. También los de Charlotte Corday,

la asesina de Marat. Y en el subsuelo de la hermosa placita se asientan asimismo las cenizas de innumerables víctimas del Terror. Las falsas tumbas que adornan el jardín representan los túmulos de los guardias suizos muertos durante el arresto del Borbón. Muy cerca —y ésta fue una de las razones de su perenne animosidad por la ciudad capital, pues en ese lugar dio sus primeros pasos—, en la rue de la Victoire, nació Michel Tournier el viernes 19 de diciembre de 1924. Él prefirió considerarse venido de ninguna parte o, en todo caso —asumiendo la región de origen de su familia materna, ya que ahí sucedieron repetidos descansos escolares, momentos cargados de emociones, pesos vivos de su infancia en los recuerdos que lo habitaron siempre—, borgoñón. Ese terruño sin mar, pero con caracoles, trufas, mostaza, champiñones, cerezas y vinos, es la justa contraposición de su otra tierra, el teatro de las otras vacaciones infantiles: el oeste normando, una costa oceánica singular en donde el flujo incesante de las mareas cubre y desnuda la arena y los guijarros con su arsenal de vida: algas, marismas, estrellas, cangrejos, bígaros y lapas. Existe un tercer enclave, fuente también de sus futuros escritos: niño aún, durante sus múltiples estancias en el país de Goethe, en los años treinta, cuando los tambores sonaban y los tanques desfilaban por las calles preparando el reino de mil años, la familia Tournier visitaba principalmente Friburgo, la ciudad teutona más meridional, asentada al pie de la Selva Negra.

A veces, además del miedo, la sangre, los rencores y el caos que originan, las guerras son también el inusitado y paradójico medio que desata una vocación o hace germinar un gusto. Así sucedió con Goethe, un niño que en 1759 —durante la Guerra de Siete Años que opuso la Francia de Luis XV a la Prusia de Federico II— tenía diez años y cuya familia fue anfitriona obligada del teniente del rey, François de Théas, Conde de Thoranc, quien lo iniciaría en la lengua y la cultura francesas, de las que abrevó siempre con pasión y a las que permaneció fiel toda su vida. Así sucedió también con el abad Gustave Fournier —tío abuelo materno del escritor que nos ocupa— que tenía once años en 1871, cuando Francia y Prusia se enfrentaban de nuevo mientras él aprendía música y alemán en su casa, ocupada por el director de la orquesta del ejército invasor quien, además, asignó al niño el infausto cargo de atril. Décadas después, en 1910, el mismo Gustave inculcó en su sobrina, la madre de Michel, el gusto por la lengua y la cultura alemanas, algo que la guerra del 14, pese a sus horrores, no pudo borrar. La madre repetiría con su esposo y sus hijos los viajes hechos con el tío Gustave. También el padre de Tournier cultivó la predilección por lo teutón: hizo estudios en el país del Rin y el Elba y, de regreso a Francia, mientras preparaba el examen para la cátedra de ese idioma, conoció a Ralphine —estudiante

de la licenciatura de alemán— quien se convertiría en su esposa. La germanofilia paterna cesó cuando una bala tudesca deformó su rostro durante la guerra; no lo mató, pero el señor Tournier no pronunció nunca más una palabra en aquella lengua que amaba tanto. Así, el amor por lo alemán del autor borgoñón no fue extravagante o instintivo, sino una constante que balizó su existencia. Su nana, María Montag, era alemana; más tarde, a los veintidós años, emprendió el viaje obligado de todo francés aspirante a filósofo y se inscribió en la universidad de Tubinga; en 1970 publicó su novela El rey de los Alisos, que transcurre en Alemania durante la guerra de 1939-1945; en 1977, en El viento paráclito, una especie de autobiografía intelectual, evocó su relación con la lengua y la cultura alemanas; en 1981, en El vuelo del vampiro, la cuarta parte de sus reseñas está consagrada a obras de autores germanos; en 2004, en La felicidad ¿en Alemania? escribió: “En realidad, Alemania sigue dándome —como en mi infancia, mi adolescencia y mi madurez— tristezas y alegrías, heridas y flores, pérdidas irreparables e inmensas riquezas”; en 2015, menos de un año antes de su muerte, Gallimard editó Lettres parlées à son ami allemand Hellmut Waller 1967-1998 y, en fin, a lo largo de su vida, en entrevistas y libros, manifestó por la antigua Prusia un apego cercano a la devoción.

 

“si la germanofilia tiene sus raíces en la historia familiar, su vocación por la escritura nació de un fracaso: Tournier reprobó el examen para obtener la cátedra de filosofía —lo que era no sólo su deseo, sino su programa de vida.”

 

Pero si la germanofilia tiene sus raíces en la historia familiar, su vocación por la escritura nació de un fracaso: Tournier reprobó el examen para obtener la cátedra de filosofía —lo que era no sólo su deseo, sino su programa de vida. La necesidad de ganarse el sustento y su innata curiosidad lo conducirían, primero, a una de sus pasiones: la fotografía; luego, a otra de ellas: los viajes; y finalmente a su destino: la escritura. A los ocho años tuvo su primera cámara fotográfica que, junto a un fonógrafo, las vacaciones en Borgoña —con la familia materna—, en el oeste normando —con su singular pesca a pie fruto de las cambiantes mareas, elemento recurrente en su obra— y en Friburgo, constituyeron sus mejores momentos infantiles. Años después, tras su fallido intento por convertirse en profesor de filosofía, entró a trabajar a la radio, en donde conoció a excelentes fotógrafos gracias a una emisión que él mismo concibió: Cámara oscura. En documentales de treinta minutos, presentó, entre muchos otros, a Man Ray, Brassaï, Bill Brandt y André Kertész. El Journal de voyage au Canada (1984) es un diario pormenorizado del largo recorrido que hizo con el fotógrafo Édouard Boubat por ese país, desde Montreal hasta Vancouver; y en Le Tabor et le Sinaï (1988), reunió una serie de textos cuyo hilo conductor es la oposición entre signo e imagen, entre Antiguo y Nuevo Testamento, a través de la obra de artistas como Kandinsky, Klein o Magnelli. También los viajes siguieron a buen ritmo, pues aunque pasó más de cincuenta años en un antiguo presbiterio remodelado y convertido en una casa-biblioteca, él mismo se definía como “un gran sedentario que viaja mucho”. Recorrió, vio y husmeó una buena parte del planeta. Volcado hacia el mundo, Tournier pertenece al género de escritores y poetas extrovertidos, solares, en los que “el espacio domina sobre el tiempo” y cuyo mayor interés está en las sorpresas y los misterios de aquello que pasa ante nuestros ojos y no en los recovecos de la vida interior; en su Diario éxtimo (2002), palabra que acuñó ex profeso en oposición a íntimo, declara:

Las cosas, los animales y la gente me han parecido siempre más interesantes que mi propio espejo. La famosa frase de Sócrates ‘Conócete a ti mismo’ ha sido siempre para mí una conminación sin sentido.

Una compleja articulación de filosofía, documentación exhaustiva y contemporización de una historia fundamental —una de sus definiciones de mito—, singulariza la novelística del autor de Gaspar, Melchor y Baltasar (1980). En su opinión, el lenguaje del mito “aún estremece en nosotros un alma pueril y arcaica que entiende a la fábula como su lengua materna y como el eco de sus orígenes”. El contenido patente de la novela, inserto en la actualidad, se entreteje con el contenido latente, que nos remite al mito fundador. Su primera novela, publicada en 1967, Viernes o los limbos del Pacífico, una luminosa reescritura del Robinson de Defoe, fue definida por Gilles Deleuze —su amigo, condiscípulo y roomie en los años de la Isla de Saint-Louis— como una asombrosa novela de aventuras cómica y una novela cósmica de transformaciones espirituales. La soledad absoluta, la ausencia del otro que, a un tiempo, nos fascina y desasosiega a todos —pues nadie querría estar solo indefinidamente en una isla—, y las metamorfosis del espíritu causadas primero por la ausencia de aquél y luego por su presencia, sustancian la trama. Pero Viernes es también una novela de iniciación. Afirma Mircea Eliade: “La estructura de la

iniciación sobrevive en la literatura como estructura de un universo imaginario”. Robinson roza la muerte a causa del naufragio del Virginia y, a partir de ahí, vive varios renacimientos:

Desnudo, desposeído de su existencia anterior y por lo tanto limpio de todo pecado (su naufragio tiene evidentemente valor de bautizo), está en la situación más próxima al estado adánico perfecto, sólo que en su caso el Paraíso no es la manifestación de la unidad, sino el producto de una separación radical con el conjunto de la humanidad

—nos dice Marthe Robert.

Luego, abatido ante la imposibilidad de poner a flote el Evasión —que concibió y construyó para dejar la isla—, en una especie de regreso al útero, el náufrago se hunde en el légamo húmedo y tibio —sucedáneo del líquido amniótico—, cuyo ambiente deletéreo le produce alucinaciones que le hacen primero ver a su hermana muerta y, más tarde, recordar a su madre. Sale del fango y decide actuar, reconstruir la única forma de vida que cono-

ce, la de su York natal. Edifica, siembra, cosecha, legisla y acumula. Pasa el tiempo, sus reflexiones lo encauzan a concebir la isla como un ente femenino, lo que determina un nuevo regreso al útero, esta vez a un útero telúrico. Tras un ayuno programado, se introduce al corazón de la gruta, a un espacio recóndito y reducido, un alveolo en el que cabe apenas en posición fetal. Y estando ahí, piensa, en efecto, en su madre. Al emerger de este núcleo, desnudo y blanco, sin saber cuánto tiempo permaneció ahí, “su piel se granulaba en carne de gallina [...] Su sexo humillado se había encogido. Entre sus dedos se filtraban pequeños sollozos, agudos como gritos de ratón”. Hasta ahí su soledad. El siguiente renacimiento, eólico y solar, es provocado por Viernes, al que en un primer momento Robinson sojuzga y subordina. Pero las cosas cambian poco a poco, siempre bajo el impulso del nuevo habitante de la isla, y es ésta la diferencia esencial entre el Robinson de Defoe y el de Tournier, que adquiere el carácter de una aventura subvertida y liberadora. Con la piel y la cabeza de Andoar, el macho cabrío muerto, el araucano, de manos diestras e imaginación suntuosa, fabrica dos objetos que cobran vida con el viento: un papalote y un arpa; con ellos, Robinson culmina su metamorfosis, abandona el tiempo contado y se arroja al juego, al deleite de la música y a la observación de sí mismo y del otro. Mira el cielo, disfruta del sol y del viento. Su físico también ha cambiado:

Animado por Viernes [...] se exponía desnudo al sol. Al principio avergonzado, encogido y feo, no había tardado mucho, sin embargo, en estirarse y embellecerse poco a poco. Su piel había adquirido un tono cobrizo. Una fiereza nueva henchía sus músculos y su pecho. Su cuerpo desprendía un calor del que le parecía que su alma extraía una seguridad que nunca antes había conocido.

Por otra parte, en esta novela de aventuras filosófica está también, por supuesto, la sexualidad mítica, original, la sexualidad circular, andrógina. Para Platón (El Banquete), en el principio, el hombre era doble: tenía cuatro brazos, cuatro piernas, dos rostros —pero sólo una cabeza— y dos sexos. Era inteligente, inventivo, fuerte, valiente y redondo. Pero su orgullo y su temeridad le hicieron pretender llegar al cielo para conquistar el Olimpo. Zeus, en vez de destruir a este ser superdotado, como había hecho con los gigantes, decidió recurrir a Apolo para cortarlo en dos y darle figura humana. Tournier recurre al pensador griego, pero también, libremente, al Génesis y subraya el carácter andrógino del primer hombre. La bisexualidad anterior a la Caída, ocultada por las exégesis judeocristianas, es entonces la unidad perdida que debe ser reencontrada. La de Robinson, imaginada por el escritor, está muy lejos de la sexualidad convencional. En su bitácora leemos:

Mis amores uranianos me llenan [...] de una energía vital que me da fuerzas para todo un día y toda una noche. Si fuera preciso traducir en términos humanos este coito solar, sería más bien bajo caracteres femeninos: como la esposa del cielo, como habría que definirme. Pero este antropomorfismo es un contrasentido. En realidad, en el grado al que Viernes y yo hemos accedido, la diferencia de sexos ha quedado superada y Viernes puede identificarse con Venus, del mismo modo que puede decirse en el lenguaje humano que yo me abro a la fecundación del Astro Mayor.

Escribe Mircea Eliade:

No hay mito si no hay revelación de un “misterio”, descubrimiento de un acontecimiento primordial que fundó ya sea una estructura de lo real o bien un comportamiento humano. De lo que resulta que, por su mismo modo de ser, el mito no puede ser particular, personal, privado. [...] El mito es asumido por el hombre como ser total, no se dirige solamente a su inteligencia o a su imaginación.

Y Nietzsche:

Es necesario que las imágenes míticas sean los espíritus demoniacos, los guardianes invisibles pero presentes por doquier [...] cuyos signos irradiantes dan sentido a la vida del hombre y a sus luchas.

Realidad, universalidad y sentido. Todo niño teme al ogro, un ser ambivalente, grande, asexual, escatológico, que gusta de la carne fresca, atraído particularmente por los niños, con mala vista pero excelente olfato, algo tonto, y morador del mundo sobrenatural. Ya en el siglo XIII la vieja Europa hablaba de él como de un “dios de la muerte”. Michel Tournier asoció esta figura al régimen nazi al constatar que los niños alemanes eran incorporados a las juventudes de Hitler el 19 de abril, víspera del aniversario del Führer. Así, a partir del mito del monstruo caníbal y del puntual hecho histórico, creó una novela alucinante, intensa, profunda y bella: El rey de los Alisos. La ambivalencia, la inversión maligna, el turbio juego entre bien y mal presentes en aquel ser fantástico, vuelven por sus fueros: los niños que entran a las napolas —creadas por la SS—, son seleccionados rigurosamente en función de sus características raciales; los niños judíos son detenidos también por un criterio de raza, y ambos son aniquilados: los primeros como carne de cañón en los combates, los segundos, por exterminación. La pureza, espejo deformado de la inocencia, es el leitmotiv de los nuevos ogros que la persiguen arrasando a todo aquel que se les oponga. Y dentro de este aparato devorador de niños operan varios ogros: el protagonista de la novela, Abel Tiffauges, Goering: el ogro de Rominten y Hitler: el ogro de Rastenburg.

El poema de Goethe que da título a la novela presenta a un hombre que cabalga en la noche por el bosque con su hijo en el regazo. El niño cierra los ojos, lleno de miedo, pues ha visto y oído al Rey de los Alisos, invisible e inaudible para el padre que sólo ve un banco de niebla y oye el viento agitar las hojas muertas. El niño insiste y habla de las invitaciones del terrible ser convertidas ya en amenazas; el jinete apura su galope, horrorizado él también ante las vehementes imploraciones del pequeño. Al llegar a su destino, el niño ha muerto. Si el mito es, como afirma Denis de Rougemont,

una fábula simbólica que resume un número infinito de situaciones más o menos análogas [...] y permite entender de un vistazo cierto tipo de relaciones constantes, y desprenderlas del amasijo de las apariencias cotidianas,

el novelista francés da cuenta, por un lado, de la ambivalencia del ogro: el primer Tiffauges recluta niños para las napolas nazis, pero él mismo, al final de la novela —a costa de su propia vida—, salva a Efraín, un niño judío, y lo lleva en hombros para cruzar las aguas de un río (inequívoca alusión a la antiquísima leyenda cristiana de San Cristóbal cruzando el Jordán con Jesús en sus brazos) y, por otro lado, al contemporizar el mito, enfatiza la luz que éste arroja sobre los enigmas del hombre y sus confusas aspiraciones. Tournier nos sumerge en la Historia y a través de una narración sutil e intrincada, hecha de transparencia y opacidad, de lo que el personaje nos dice —mediante la escritura— de sí mismo, y de lo que el narrador nos desvela —otra de las claves de su modernidad—, este ars poetica nos ofrece un conocimiento múltiple, fragmentado y totalizante de los seres y las conciencias. En sus Escritos siniestros —con los que inicia la novela—, Abel Tiffauges escribe:

Sí, creo en mi naturaleza fantástica, quiero decir, en esta secreta complicidad que mezcla, en las profundidades, mi aventura personal al curso de las cosas, y le permite inclinarlo a su favor. [...] yo ya estaba aquí hace mil años, hace cien mil años.

El ogro se sabe ogro. Su viaje en el espacio —Tiffauges es hecho prisionero por los nazis— va a ser también un viaje en el tiempo:

Pensaba que aquella larga migración hacia el levante [...] se acompañaba de un peregrinaje al pasado, jalonado contemplativamente por la aparición de Unhold y del hombre de las turberas, y, de un modo más práctico, por el abandono del vehículo de gasolina y luego el de gasógeno, en provecho del caballo. Sospechaba, con voluptuosa angustia, que su viaje le llevaría más lejos, a más profundidad, entre tinieblas más venerables, y que tal vez le guiaría finalmente a la noche inmemorial del Rey de los Alisos.

 

“los niños alemanes eran incorporados a las juventudes de Hitler el 19 de abril, víspera del aniversario del Führer. Así, a partir del mito del monstruo caníbal y del puntual hecho histórico, creó El rey de los Alisos.”

 

El tiempo circula, vuelve. Los legendarios caballeros teutónicos luchan contra los eslavos, las divisiones Panzers se enfrentan a los soviéticos, como la repetición de las acciones de los ancestros fundadores, y los acontecimientos históricos adquieren en la novela un significado que va más allá de la historia.

La fascinación y la extrañeza que causan los gemelos, la perturbación provocada por la exacta igualdad, han traído consigo actitudes opuestas en diversas culturas, particularmente las africanas: de la adoración al miedo, de su consideración divina y benéfica a su aniquilación por la malignidad que supone la llegada al mundo de estos seres peculiares. El ser doble, idéntico, desata elucubraciones y creencias encontradas. Cástor y Pólux, Rómulo y Remo, Jacobo y Esaú. El mito de los gemelos recorre la aventura humana. En su tercera novela, Los meteoros (1975), Tournier nos cuenta la historia de una relación entre gemelos y, más ampliamente, los ineludibles bretes de toda pareja humana. Jean-Paul, hermanos idénticos que en el mismo nombre parecerían portar su hado, el de un ser único y doble, van a realizar, en cambio, lo que René Zazzo afirmó en 1984: a pesar de su exacta igualdad física, la individualidad de los gemelos es definitoria. Los gemelos forman, en realidad, una pareja, una pareja extrema es cierto, pero una pareja, con individuos claramente diferenciados cuya personalidad es única. En su primera aparición en la novela, Tournier, subrayando la unicidad, escribe el verbo en singular: “Jean-Paul se incorpora y dice: ‘Tengo hambre’”. Sin embargo, a lo largo de la novela, su diferencia de carácter, de visión del mundo, de aspiraciones y sueños, va a determinar no sólo su separación, sino el desenlace. Estas diferencias hacen un eco inverso a la historia de los gemelos Dioscuros: Cástor y Pólux, cuya fraternidad es más fuerte que la muerte. Paul es fiel a la “eternidad serena de los Dioscuros”, Jean, en cambio, se entrega al torbellino degradante y mortal del tiempo histórico. Como en El rey de los Alisos, todo es signo, todo nos refiere al primer tiempo, a los orígenes. Pierres sonnantes, en Bretaña —cerca del mar, de la gran respiración de las mareas— es el misterioso nombre que alberga la casa de los Surin (familia de los gemelos), una fábrica de tejido y Sainte-Brigitte, la institución para niños disminuidos. Aquí conviven los hijos de María Bárbara, las tejedoras, las enfermeras y los tres círculos de inocentes, clasificados no sólo de acuerdo al cociente intelectual de Binet-Simon, sino también a un criterio más empírico, que considera el entendimiento que tienen ellos entre sí.

Es aquí donde la identidad gemelar se expande y muestra todas sus peculiaridades, desde la criptofasia, lenguaje propio de algunos gemelos, hasta la inmovilidad inalterable, esta sordera y ceguera a las evoluciones imprevisibles que giran alrededor de ellos. Sin embargo, Jean escoge la “impureza viviente”; y el conflicto entre el gemelo que prefiere la fusión, la asunción del único sino y aquel que prefiere la ruptura, la rotundez del libre albedrío, desencadena el viaje iniciático que emprende aquél en busca de éste. Al lado de esta pareja están sus padres: Maria-Barbara, madre prolífica y cuyo último embarazo fue el de Jean-Paul, y Édouard, padre esquivo, zángano en la colmena de Pierres sonnantes; pero sobre todo, el tío Alexandre, la otra trama: homosexual, dandy de la basura, desdeñoso y crítico de la heterosexualidad, escéptico de la homosexualidad femenina: “Intacta, enorme, eterna, Sodoma contempla desde arriba su pobre imitación. No creo que nada pueda resultar de la conjunción de dos nulidades”; en busca perpetua de jóvenes hasta que conoce a Daniel, un muchacho frágil, con quien descubre el amor-piedad y quien, en una escena terrible y magnífica, muere en un basurero devorado por las ratas. En el capítulo XIII, Alexandre, ya sin esperanza, decide morir y lo hace entregándose a los puñales de unos malhechores en los bajos fondos de Casablanca, la ciudad marroquí. Todo esto en una historia que recorre el siglo: en la primera página, el narrador describe a Michel Tournier leyendo Los meteoros de Aristóteles el 8 de septiembre de 1937, Édouard Surin está en París cuando se anuncia el armisticio el 11 de noviembre de 1918, y Paul presencia cómo un padre lanza a su hijo de cuatro años desde un cuarto piso, recogido sano y salvo por la lona de los bomberos, el 13 de agosto de 1961, día del inicio de la construcción del Muro de Berlín.

 

“Michel Tournier estuvo siempre convencido de que en la literatura, para decir la complejidad del mundo, para reunir en un relato lo que había sido separado, distinguido, apartado por otras narrativas, era necesario recurrir al mito.”

 

Michel Tournier estuvo siempre convencido de que en la literatura, para decir la complejidad del mundo, para reunir en un relato lo que había sido separado, distinguido, apartado por otras narrativas, era necesario recurrir al mito. El mito reúne al grupo humano, lo suelda, le hace sentir lo que es común a todos. Y, siguiendo a Eliade, sabe que los mitos describen las diversas y a veces dramáticas irrupciones de lo sagrado (o de lo sobrenatural) en el mundo. Sus libros son esos vampiros que vuelan en busca de sangre para poder vivir, pero esa sangre son los sueños, las ambiciones, los deseos, la imaginación y los sentimientos de cada lector:

Sí, la vocación natural, irreprimible, del libro, es centrífuga. Está hecho para ser publicado, difundido, lanzado, comprado, leído. [...] Siempre se regresa al lector como el indispensable colaborador del escritor. Un libro no tiene un autor, sino un número indefinido de ellos. Puesto que al que lo escribió se agregan con pleno derecho en el acto creador el conjunto de los que lo leyeron, lo leen o lo leerán. Un libro escrito pero no leído, no existe plenamente. Sólo posee una existencia a medias. Es una virtualidad, un ser exangüe, vacío, desdichado, que se agota en un grito de auxilio para existir. El escritor lo sabe, y cuando publica un libro, suelta entre la muchedumbre anónima de hombres y mujeres una nube de aves de papel, vampiros secos, sedientos de sangre, que se expanden al azar en busca de lectores. No bien el libro se ha abatido sobre un lector, se hincha con su calor y con sus sueños. Florece, se realiza, se convierte en fin en lo que es: un mundo imaginario exuberante en el que se mezclan indistintamente —como en el rostro de un niño los rasgos de sus padres— las intenciones del escritor y los fantasmas del lector. Luego, una vez terminada la lectura, el libro agotado, abandonado por el lector, esperará a otro ser vivo para fecundar, nuevamente, su imaginación, y, si tiene la suerte de realizar su vocación, pasará así de mano en mano, como un gallo que pisa sucesivamente un número indefinido de gallinas.